Jueves, 16 de septiembre de 2010 | Hoy
CINE › EL RATI HORROR SHOW, DOCUMENTAL DE NOTABLE VALOR
El director Enrique Piñeyro organiza el relato con sentido narrativo y utiliza herramientas cinematográficas para intentar, de modo preciso y demoledor, que se reabra un caso policial.
Por Horacio Bernades
¿Puede el cine ser didáctico y de denuncia, cumplir una función comunitaria, intervenir sobre el cuerpo social y seguir siendo cine? ¿O cuando se vuelve instrumental deja de ser cine, convirtiéndose en mera herramienta al servicio de algo? Tal vez sean ésas las preguntas para hacerse frente a un documental como El Rati Horror Show, una de cuyas aspiraciones es la de incidir sobre un caso al que los altos estamentos jurídicos de la Nación parecerían querer convertir en cosa juzgada. Incidir sobre un dictamen judicial es lo que su director, Enrique Piñeyro, había intentado años atrás con Fuerza Aérea S.A., que ayudó a reabrir la causa del accidente que sufrió un avión de LAPA en la zona de Aeroparque, en 1999. Aquella vez, reabrir la causa no sirvió de mucho: la Justicia ratificó la inocencia de los máximos responsables, a los que el documental de Piñeyro señalaba con pruebas, datos, cifras, nombres y apellidos. ¿Servirá de algo esta vez, en caso de que eso efectivamente suceda? Pero además, sirva o no sirva, ¿es la nueva película de Piñeyro un mero instrumento, algo parecido a una prueba, o puede ser considerada cine en buena ley?
El 25 de enero de 2005 sucedió lo que se conoció como “la masacre de Pompeya”. En plena avenida Sáenz, un día de semana al mediodía, presuntos maleantes lanzados en velocidad atropellaron y mataron a dos mujeres y un chico de seis años, tras tirotearse con la policía. Baleado, el “único sobreviviente” fue juzgado, hallado culpable y condenado a treinta años de prisión. Con gran olfato expositivo, El Rati Horror Show comienza con esa versión oficial, tomada directamente de los noticieros de televisión (todos los noticieros de todos los canales: acá no se salva casi nadie), para deconstruirla de allí en más, detalle a detalle. El documental de Piñeyro termina demostrando que todo fue un montaje de miembros de la comisaría 34ª que, tomando a un inocente por culpable y tras fallar en su intento de fusilamiento, plantaron pruebas para incriminarlo. El periodismo funcionó como correa de transmisión y la Justicia, como arma al servicio de la maniobra de encubrimiento policial. Hoy en día, Fernando Carrera, comerciante, por entonces con 30 años y ni un antecedente policial, purga su condena en el penal de Marcos Paz. En julio pasado, el procurador general, Esteban Righi, recomendó a la Corte Suprema convalidar el fallo del tribunal. ¿Caso cerrado? Se verá.
Piñeyro deconstruye y reconstruye el caso revisando declaraciones, chequeando y confrontando datos, poniendo testimonios a prueba. En otras palabras: haciendo el trabajo que los jueces no hicieron o hicieron mal ex profeso. El estudio e isla de edición de Piñeyro son su tribunal. Con ayuda de tecnología de punta y de algún asistente, durante poco más de hora y media el realizador de Whisky Romeo Zulú se abocará a lo que podría considerarse un juicio paralelo. Juicio bastante más transparente, por cierto, que el que tuvo Carrera, viciado de un sinfín de irregularidades, falsos testimonios, pruebas fraguadas y mentiras lisas y llanas, que incluyen a unos jueces que dicen haber visto y oído lo que comprobadamente no vieron ni oyeron. El procedimiento de Piñeyro es cinematográfico, no sólo por las herramientas de las que echa mano (materiales de archivo, reconstrucciones, ordenamiento y selección mediante el montaje, pruebas de sonido), sino por el modo en que organiza el relato, regulando, dosificando y distribuyendo la información con sentido narrativo, apuntando a un espectador al que la enunciación coloca en el lugar de jurado.
Hay una justificación narrativa –que tal vez incluya un componente de narcisismo, pero sin duda lo excede– para que el realizador se ponga a sí mismo en el centro de la escena. Piñeyro, que además de realizador es actor, representa aquí un personaje que cumple una función conductora, o varias: investigador, fiscal, juez tal vez. Es posible que el realizador de Bye Bye Life no acierte en todas sus decisiones narrativas y de puesta en escena. Que cometa pifies serios, incluso. Los recursos utilizados (maquetas gigantescas, rayos láser, efectos digitales y de computación, pantallas divididas) tienen tal peso y tamaño, que en más de una ocasión distraen. Lo mismo puede decirse de ciertos desvíos narrativos (el traslado del equipo completo al campo, para balear a una res), que no van más allá del show televisivo. Por lo demás, el tono de burla y suficiencia que el personaje de Piñeyro con frecuencia adopta lo pone en riesgo de generar más antipatía que empatía.
Pero ninguno de esos posibles defectos anula, ni siquiera disminuye, el valor cinematográfico y de denuncia de El Rati Horror Show. Como ya sucedía en Fuerza Aérea S.A., la nueva película de Piñeyro es una demoledora y precisa demostración del estado de pudrición humana e institucional de un recorte entero de la sociedad argentina. Y eso tiene un valor imposible de mensurar, dicho esto tanto en sentido cívico como cinematográfico.
8-EL RATI HORROR SHOW
Argentina, 2010.
Dirección: Enrique Piñeyro.
Codirección: Pablo Tesoriere.
Idea original y producción periodística: Pablo Galfré.
Guión: Enrique Piñeyro.
Fotografía: Sol Lopatín.
Montaje: Germán Cantore.
Postproducción de imagen y efectos audiovisuales: Santiago Svirsky.
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