CINE › CHASSIS, DE ADOLFO BORINAGA, IMPACTó EN MAR DEL PLATA
Al final, la película pierde el rumbo del relato que acompaña y comprende a los sin techo que viven bajo camiones en el puerto de Manila, y termina con mazazos sangrientos. Después de la proyección, los espectadores no sabían qué preguntarle al realizador filipino.
› Por Horacio Bernades
Desde Mar del Plata
Uno hizo quince mil kilómetros en avión y se presentó casi por sorpresa ante un público que lo conocía, pero no sabía qué preguntarle. El otro recorrió el doble o triple de distancia, para llegar hasta Mar del Plata y encontrarse ante una platea también absorta. Aunque se trate de una figura sumamente conocida –es todo un icono almodovariano, además de haber sido el Pepe Carvalho de Adolfo Aristarain–, el nombre de Eusebio Poncela no figuraba entre los invitados oficiales de este festival. Sin embargo, allí estaba, con el cabello parafinado y haciendo gestos con las manos para que la gente dejara de aplaudirlo, antes de la primera función de Arrebato, mítico film del posfranquismo que forma parte de la retrospectiva que la 25ª edición del Ficmdp dedica a su realizador, Iván Zulueta. Tampoco se sabía que el cineasta filipino Adolfo Borinaga Alix Jr. hubiera llegado hasta esta lejana ciudad atlántica, acompañando la presentación de Chassis, una de las trece concursantes de la Competencia Internacional. Si ante la imponente presencia de Poncela el público daba la impresión de no animarse a levantar la mano, en el caso de Borinaga el silencio obedecía a la estupefacción. Es que Chassis termina no con un mazazo dramático, sino con dos. Y a cual más sangriento y extemporáneo, por más que Borinaga halle justificación para ambos.
Borinaga es un verdadero fenómeno y este festival puede congratularse de haberlo descubierto. O casi, ya que lo único que hasta ahora se había visto en la Argentina de este caso extremo de hiperproducción era media película. Se trata de Manila, film à deux, uno de cuyos episodios filmó él y el otro, su venerado compatriota Raya Martin, que pudo verse en el ciclo que la sala Leopoldo Lugones dedicó a este último meses atrás. Lo que convierte a Borinaga, de sólo 32 años, en un caso único es que a la edad en que otros empiezan lleva filmados nada menos que quince largometrajes. Cuatro de ellos, en lo que va de este año. Chassis, cuarto del 2010, es, según el catálogo del festival, “radicalmente opuesto” a los otros tres. Tras haberla visto, podría levantarse la apuesta y afirmar que Chassis es radicalmente opuesta a sí misma. Más precisamente, los últimos ocho minutos, en relación con los setenta anteriores. Filmada en scope blanco y negro, producida por una compañía llamada HappyGilmoreProd (si no es la de Adam Sandler, será una homónima), Chassis documenta una realidad: la de la gente sin techo que vive en el puerto de Manila, debajo de los chasis de los grandes camiones con acoplado estacionados allí. De acuerdo con lo que muestra la película, en algunos casos se trata de familias enteras. Es lo que sucede con la protagonista y su hija, mientras el padre camionero se ausenta en largos viajes.
Si el asunto suena sórdido, agréguese que, para completar los ingresos del marido, la chica, llamada Nora, se prostituye con colegas de él. Pero justamente uno de los grandes méritos de la película radica en el modo en que Borinaga logra eludir la sordidez, el miserabilismo, la pornografía de la pobreza. Si bien en algunos momentos los roza, la clave ética del film reside en la clase de mirada que el realizador echa sobre ese mundo: no desde arriba, no para lucrar con ello, sino a la misma altura de los personajes, a los que da toda la sensación de comprender y acompañar. De hecho, si algo hace la cámara es acompañar a la protagonista, con largos y expresivos travellings de seguimiento. Con encuadres que contrastan con elocuencia gigantescos barcos, grúas, contenedores y camiones, frente a la pequeñez de estas mujeres del puerto, la de Borinaga es la película de mayor poderío visual de todas las presentadas hasta el momento en Competencia Internacional. Pero es en ese punto cuando –¡ay!–, en cuatro escenas sucesivas, Chassis se convierte exactamente en la clase de película que hasta entonces se había cuidado de no ser. Como si hubiera perdido súbitamente un rumbo ejemplar, Borinaga viste a una niña con alas de ángel, luego la asesina, promueve enseguida un recordatorio lacrimógeno y cierra finalmente con una demencial castración en primer plano. Cómo pretender que, cuando el realizador se presenta inmediatamente después en el escenario, alguien del público tenga algo para decir...
Junto con la de Borinaga, la otra película que se presenta por estos días en Competencia Internacional de Mar del Plata es la rusa Ovsyanki, que para su distribución internacional se conoce como Silent Souls. Basada en una novela, la película dirigida por Alexei Fedorchenko se acoge a la forma poético-narrativa predilecta de la cultura de su país, la elegía, para narrar una historia que gira alrededor de dos muertes. Que podrían ser cuatro, si se lo piensa bien. La primera es la de la esposa del dueño de una fábrica. Este solicita a uno de sus empleados que lo acompañe para celebrar un complejo rito funerario, consistente en la preparación del cadáver y su posterior traslado, cremación y dispersión de cenizas en el mar. El ritual –que responde a la tradición de la gente del lugar, llamados merjas, y descendientes de finlandeses y rusos– evoca en el protagonista el realizado en ocasión de la muerte de su madre. Y anticipa un par de muertes sorpresivas, reflejando a su vez una mayor y subyacente: la de los propios merjas, cultura en extinción. Tan melancólico como puede esperarse de un film ruso, y con un interesante costado antropológico (por lo desconocido), el problema de Ovsyanki reside tanto en su peso y solemnidad como en la muy literaria dependencia del relato en off, que informa prácticamente de todo, sin dejar lugar para otra cosa.
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