Domingo, 26 de diciembre de 2010 | Hoy
CINE › EL CINE INTERNACIONAL TUVO PUNTOS ALTOS DURANTE LA TEMPORADA 2010
Vincere y La hora de religión marcaron la reaparición de Marco Bellocchio. La pivellina, Las playas de Agnès, Policía, adjetivo y Aquel querido mes de agosto fueron ejemplos del mejor cine de autor. Y Red social y Toy Story 3 enaltecieron a Hollywood.
Por Luciano Monteagudo
¿La cartelera porteña –hablar de todo el país sería, por lo menos, llamar a equívoco– refleja lo que está pasando en el cine del mundo? Hace rato que a esta pregunta no tiene una respuesta tan simple como parece. Es verdad que la cantidad y la calidad de estrenos internacionales ya no es lo que alguna vez fue. Pero también es cierto que –sin contar la cada vez más extendida práctica del downloading– el cinéfilo local tiene una amplia cantidad de opciones para suplir las carencias crónicas de las multisalas de los shoppings, empezando por la generosa oferta de festivales (con el Bafici a la cabeza) y la actividad permanente de salas alternativas al circuito comercial, con ciclos y retrospectivas capaces de saciar la sed de buen cine.
Y si de estrenos comerciales se trata, el 2010 no fue un mal año para el cine internacional en Buenos Aires (el cine argentino, como es costumbre, tendrá un balance aparte, para dar cuenta de toda su complejidad). No todo llegó en tiempo y forma: algunas películas aparecieron quizá demasiado tarde y unas cuantas tuvieron estreno en esa modalidad degradada que es la proyección en DVD ampliado, un formato que quizás expulsa más espectadores de los que se supone que suma. Pero aun así, el balance da positivo, con unos cuantos jueves en los que hubo más de un estreno para comentar y celebrar, a pesar de la reticencia de la mayoría de los distribuidores locales a arriesgarse más allá de la rutina y la apuesta segura.
Uno de los casos más recientes es el de Vincere, la notable película de Marco Bellocchio. Si, como decía Borges en La esfera de Pascal, la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas, en una escala bastante más reducida la metáfora del caso Bellocchio es particularmente reveladora. Desestimada durante el Festival de Cannes del año pasado por los principales distribuidores argentinos, que no le veían un futuro comercial, este capolavoro del último gran cineasta italiano en actividad quedó en manos de un distribuidor de menor escala, a quien a su vez le costó convencer a los exhibidores del potencial de la película. Pero para cuando finalmente Vincere tuvo la oportunidad de su estreno, resultó que había un público más que numeroso dispuesto a ver una película italiana de ese nivel y envergadura. Tanto que a posteriori otro distribuidor se animó a estrenar La hora de religión, un notable film de Bellocchio que había tenido cajoneado en su catálogo por casi ocho años. El efecto para el público porteño es que de pronto descubrió a un cineasta mayor, a un verdadero autor de films al que las nuevas generaciones desconocían casi por completo y a quien los cinéfilos más veteranos tenían olvidado, por lo menos desde los tiempos de La nodriza, más de una década atrás.
Otro caso sintomático fue el de La pivellina, una película independiente, casi artesanal en sus modos de producción, sin ningún nombre conocido, ni siquiera el de sus directores, la italiana Tizza Covi y el austríaco Rainer Frimmel. Y, sin embargo, La pivellina no tardó en encontrar un público para lo que puede ser considerado un acto de amor: por sus personajes, por el espacio que habitan y también por el cine, al que Covi y Frimmel honran con una película simple, cálida, noble, que nunca se permite dar un golpe bajo para ser emotiva. Un caso similar fue el de Las playas de Agnès, maravilloso autorretrato de la abuela de la nouvelle vague, Agnès Varda, una obra tan original como entretenida y emocionante, capaz de dar cuenta no sólo de una vida sino también de toda una época.
Se puede decir que tanto La pivellina como el film de Varda son ejemplos de un cine frágil, delicado, que entabla un diálogo personal con cada uno de sus espectadores. Y de este tipo de cine –drásticamente enfrentado con el modelo industrial– hubo varios exponentes este año en la cartelera de Buenos Aires, más de lo que en otras ocasiones se hubiera podido imaginar. Fue el caso de la espléndida Aquel querido mes de agosto, del portugués Miguel Gómes, una obra extraña y fascinante, de una belleza a la vez simple y compleja; de Yuki & Nina, la magnífica película firmada a dúo por el director japonés Nobuhiro Suwa y el actor francés Hippolyte Girardot; de Policía, adjetivo, del rumano Corneliu Porumboiu, un film simple y accesible en su superficie, pero que por debajo de esa evidente sencillez de recursos –económicos y formales– plantea una sofisticada reflexión sobre las formas de pensamiento autoritario.
En esa misma línea, la de un cine personal que no se resigna a adaptarse a las demandas de uniformidad del mercado, también pueden recordarse otros títulos valiosos de este año: Gigante, del uruguayo Adrián Biniez, que en su minimalismo expresivo manifiesta empatía con el mundo del trabajo y los desplazados del sistema; Luz silenciosa, del mexicano Carlos Reygadas, rodada en el mayor de los pudores en el seno de una colectividad religiosa, donde un caso de infidelidad se convierte en un conflicto existencial; Stella, de la francesa Sylvie Verheyde, que presenta a una preadolescente parisina más madura que sus propios padres; y Wendy & Lucy, de la estadounidense Kelly Reichardt, un film que consigue trascender aquello que narra para describir un estado de situación mucho más amplio, el triste paisaje de hoy en los Estados Unidos, surcado por el desempleo y la desesperanza.
Un refuerzo a esta corriente provino de tres películas notables que llegaron a su estreno a través de salas de difusión cultural, como la Lugones y el auditorio de Proa: Independencia, del filipino Raya Martin, y dos documentales extraordinarios, Santiago, del brasileño Joao Moreira Salles, y La danse, el Ballet de la Opera de París, del maestro estadounidense Frederick Wiseman. Y quien se le animara a sus 570 minutos también tuvo este año la posibilidad de ver la versión completa de Noticias de la Antigüedad ideológica Marx-Eisenstein-El Capital, el monumental film-ensayo del padre del Nuevo Cine Alemán, Alexander Kluge. ¿Debates? Hubo muchos alrededor de dos películas que llegaron con los premios más relevantes del mundo del cine. La ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2009, La cinta blanca, de Michael Haneke, reactualizó el viejo tema del huevo de la serpiente nazi. Y Vivir al límite, que no sólo obtuvo el Oscar de Hollywood a la mejor película sino también la estatuilla al mejor director (que resultó directora, Kathryn Bigelow, la primera mujer en la historia de la Academia en conquistar ese premio), instaló una fuerte discusión sobre cine e ideología. ¿O acaso el film de Bigelow no induce al espectador –con una maestría narrativa abrumadora, es cierto– a identificarse con el punto de vista del ejército de ocupación en Irak?
A nadie en cambio le interesó discutir nada acerca de Entre la fe y la pasión, la obra maestra del francés Bruno Dumont que pasó completamente inadvertida por la cartelera local. Injusticias nunca faltan y ésta, en materia de cine, quizá fue la mayor del año. En un proyecto de cine completamente distinto, tampoco tuvo mucha repercusión Un maldito policía en Nueva Orléans, la alucinógena experiencia de Werner Herzog con Nicholas Cage, una obra ciertamente anómala para los grandes estudios de Hollywood que hizo fama a su título, convirtiéndose desde su mismo estreno en un film maldito.
¿Otras películas que pasaron injustamente inadvertidas? Las francesas El padre de mis hijos, de Mia Hansen-Love; Une affaire d’amour, de Stéphane Brizé; Partir, de Catherine Corsini; y Villa Amalia, de Benoît Jacquot, con un impresionante trabajo de Isabelle Huppert. Por el lado asiático, Un día en familia, sabia relectura del japonés Kore-eda Hirokazu de un tema clásico en el cine de su país: la lenta disgregación familiar.
Si de nombres famosos se trata, el veteranísimo Alain Resnais volvió a la cartelera porteña con Las hierbas salvajes. A los 88 años, y muy lejos de la gravedad de Hiroshima, mon amour, el gran director francés propuso una comedia sobre el deseo, sobre los impulsos, una película no precisamente erótica, sino más bien sensual, en el sentido más amplio del término. Y los hermanos Coen aportaron Un hombre serio, quizá su película más íntima y personal, una suerte de Amarcord judío hecho por dos cineastas que recuerdan con una mezcla equivalente de nostalgia, humor y también una angustia profunda cómo eran las cosas en su tierra natal de Minnesota, allá por 1967.
¿Decepciones? Unas cuantas, empezando por la sobrevalorada Avatar, de James Cameron y siguiendo por Invictus, de Clint Eastwood, Juventud sin juventud, de Francis Ford Coppola, Alicia en el País de las Maravillas, de Tim Burton, y El origen, de Christopher Nolan, que generó una expectativa inversamente proporcional a sus resultados. No fue el caso de La isla siniestra, de Martin Scorsese. Aun reconociendo los problemas (algunos muy evidentes) de una película que no está entre las mejores de su autor, sería injusto no valorar aquello por lo cual ocupa un lugar excéntrico, casi fuera de órbita dentro de la adocenada producción del Hollywood de hoy, más aún teniendo como protagonista a una estrella de la magnitud y luminosidad de Leonardo DiCaprio.
Hollywood, en todo caso, brilló bien alto sobre todo en Red social, el preciso, cáustico retrato que David Fincher hace de la generación Facebook; en el clasicismo de Atracción peligrosa, donde Ben Affleck demuestra que es mucho mejor director que actor; y, last but not least, en Toy Story 3, la maravilla de Pixar, que en palabras de Horacio Bernades “vuelve a hacer de la pantalla de cine aquello que un señor llamado Sam Fuller pedía que fuera: un espacio para el amor, el odio, la acción, la violencia, la muerte. La emoción, en suma”.
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