CINE › LOS CIRCUITOS ALTERNATIVOS CUBREN NECESIDADES INSATISFECHAS
Los espacios Incaa, el Malba, la Fundación Proa, el Centro Cultural de la Cooperación y el flamante Cosmos UBA ofrecen sus espacios a buena parte del cine argentino que de otra manera no tendría cabida en un mercado dominado por la cartelera comercial.
› Por Ezequiel Boetti
Con más de 150 producciones, entre mayoritarias y minoritarias, y el record histórico de 114 estrenos sobre los 328 totales, el año que pasó quedará en las anales de la industria cinematográfica nacional. Sin embargo, sólo un puñado de esa centena y media cuenta con el respaldo económico y mediático para solventar los costos de un lanzamiento rimbombante. El resto permanece lejos de las marquesinas iluminadas, con estrenos solitarios –y muchas veces silenciosos– en salas por fuera de ese circuito comercial demasiado engolosinado con las mieles del dinero y el lucro constante. El Malba, la Fundación Proa, el Centro Cultural de la Cooperación, los espacios Incaa y el flamante Cosmos UBA, entre otros, pugnan porque el rito de sala oscura y la sábana blanca se mantenga inalterable. Pero, ¿son un fenómeno imperecedero o un paliativo frente al constante cacheteo de la industria?
“El parque de exhibición alternativo se fue adaptando a una necesidad. Si no existieran las películas, tampoco estarían estos espacios. Es un circuito informal que se fue dando a medida que surgía material interesante e independiente que no estaba contenido. No sé si es un fenómeno del último año o si viene de antes, lo que sí sé es que antes estrenaba una por mes y el año pasado llegamos a tener cuatro”, afirma Fernando Martín Peña, hombre con fílmico en las venas y encargado de la programación de la sala del Malba, que desde fines de 2002 lleva a cabo estrenos argentinos en los horarios centrales de los viernes, sábados y domingos. “Hago una programación anual donde pienso cuántas películas puedo exhibir. Trato de estrenar cosas que sean distintas entre sí, que haya un abanico de posibilidades para elegir. O que eso me parezca un reflejo de lo que está pasando”, explica.
Desde aquel comienzo tímido en los años postcrisis, la sala creció hasta los más de 20 estrenos de 2010. “Empezamos con uno mensual y después nos dimos cuenta de que había más de una película que nos interesaba, y que el sistema de dos exhibiciones semanales permitía tenerlas. A diferencia del circuito tradicional, aquí son sólo ocho funciones por mes, lo que le da tiempo a la prensa para que la difunda y al boca a boca. Una película que en el circuito formateado para producciones con una publicidad tremenda desaparecería a la semana acá tiene una presencia que le da un peso distinto”, argumenta.
Es casi un pleonasmo profundizar en las puñaladas letales que el neoliberalismo le asestó al sistema de exhibición tradicional durante el primer lustro de los ’90, cuando las grandes salas languidecieron ante la impavidez de los complejos multipantallas. Ese cambio de paradigma obligó a las películas independientes a guarecerse en lugares a priori no concebidos para su proyección, como museos, cineclubes y teatros. Sin embargo, la coyuntura nacional fue un empujón más para acentuar un fenómeno de alcance cosmopolita. “En todo el mundo se discute cuáles son los lugares para ver cine. Lo que ocurre es que las salas tradicionales muestran los grandes tanques, y a las filmografías nacionales o independientes les cuesta conseguir pantalla. Entonces, uno de los lugares que empieza a surgir naturalmente, por la misma sinergia de las sociedades, son los museos”, explica Guillermo Goldschmidt, director del área de Proyectos Especiales de la Fundación Proa. Inaugurado en noviembre de 2008, el auditorio con capacidad para cien espectadores mantiene una función semanal de estrenos nacionales o latinoamericanos desde enero de 2010, cuando exhibió Copacabana, de Martín Rejtman. Más tarde fue el turno de Apuntes para una biografía imaginaria, de Edgardo Cozarinsky, y Santiago, de Joao Moreira Salles.
El caso de esta última ilustra la metodología y los objetivos divulgadores de estos espacios. Estrenada en el Bafici ’07, el documental brasileño lideró las preferencias de muchos críticos y periodistas en los balances de 2010, y fue una auténtica rareza en el usualmente timorato mercado de exhibición nacional. El público, agradecido, respondió llenando la sala en cada una de las funciones. “El fin es intervenir en la cultura cinematográfica con ese tipo de cine que las salas comerciales expulsan sin ningún remordimiento. El fin es el de esperar las películas ‘lentas’, descubrir las películas ‘secretas’ y pensar el cine por afuera del modelo que domina la industria cultural: el populismo de mercado”, razona Juan José Becerra, director del flamante Cosmos-UBA.
Templo de las filmografías soviéticas durante los ’60, la horda cinéfila perdió este reducto histórico a comienzos de 2009, cuando se concretó la tantas veces anunciada clausura. A fines de ese mismo año, la UBA, a través del Centro Cultural Rojas, lo adquirió y reencendió sus proyectores tres meses atrás. “Estas salas se deben a cierta necesidad, de algún modo anacrónica, de contar con pantallas ‘públicas’ para este tipo de películas. Digo ‘públicas’ en el sentido de las pantallas tradicionales que están colgadas en una sala. Si somos sinceros, no podemos dejar de ver que el lugar del cine independiente, por no decir el de todo el cine, hoy está en las pantallas ‘privadas’: los LCD, los iPad, las PC, etcétera. En la actualidad, ver películas es como leer, pero se ve que añoramos las salas que, de algún modo, funcionan como bibliotecas o salas de lectura”, razona el también escritor.
Los espacios de exhibición alternativos son una rareza en la industria cinematográfica, no sólo por la forma de exhibición –una o dos funciones por semana– sino por el espíritu que las moviliza. “Hay que tener una visión artística, filantrópica y realista para saber dimensionar el producto que tenés entre manos. Si trabajás con cine independiente, es imposible programar ocho funciones diarias porque vas a fracasar. Es necesario plantearse el éxito en base a situaciones reales”, aseguran desde Proa, que viene de estrenar la colombiana El vuelco del cangrejo, vista en el último Bafici.
La reformulación en la acepción del éxito radica en la imposibilidad de cotejarlo con el que impera en el mercado del cine tradicional. Mientras el segundo agobia al espectador con bombardeos publicitarios, metiendo la película más por ósmosis que por los ojos, el primero apela a la difusión de prensa y al infalible boca a boca, fenómeno que desconoce las leyes del marketing y el mercado. El tiempo se encarga de poner las cosas en su lugar: la taquilla de Harry Potter se desmoronó un 40 por ciento semanal hasta extinguirse en poco más de un mes, y Río arriba, de Ulises de la Orden, mantuvo sus dos funciones semanales en el Malba por más de dos años, entre 2005 y 2007. “El éxito pasa por la repercusión que pueda tener entre el público y la prensa. Y también con la calidad de debate o diferentes cuestiones que puedan suceder a partir de que exhibimos la película”, opina Luciano Zito, coordinador del área de Artes audiovisuales del Centro Cultural de la Cooperación (CCC), espacio que en 2010 estrenó los documentales Fútbol Violencia SA y Fortalezas, entre otros.
El lucro ocupa el lugar secundario de consecuencia de la divulgación cultural. Sin embargo, la manutención de las salas insume un costo muchas veces ajeno a los dividendos de la taquilla. Con el éxito entendido como bien inasible e impalpable, el solvento es inviable sin el apoyo de las anchas espaldas del Estado (Cosmos-UBA y espacios Incaa) o de las sectores más rentables del mismo emprendimiento (Malba o Proa). “No hay pérdida cuando la película funciona bien. En una situación como la nuestra, tenemos los recursos, y no es que si da ganancia ganamos plata sino que nos permite reinvertir en otras actividades relacionadas”, asegura Goldschmidt.
Algo similar ocurre con los espacios Incaa, que hoy cuentan con 35 pantallas a lo largo y ancho del país, entre ellas el punto neurálgico del cine nacional: el Espacio Incaa Km 0 Gaumont. Las tres salas ubicadas en el barrio de Congreso albergaron a más de 60 estrenos en 2010. “Es una alternativa que mixtura la pantalla grande para ver cine argentino y el beneficio para la industria local. Se intenta que no se pierda. Hay salas que tienen una dinámica comercial muy instalada, pero los espacios a veces están en salas que en otros horarios tienen otro tipo de programación. Ahí aparecemos como articuladores, como una acción que estimula”, afirma su programador, Pablo Mazzola. Esa falta de presiones económicas y la ausencia de la dinámica semanal de estrenos permiten que las películas tengan una ventaja casi anacrónica en esta era de lo instantáneo: tiempo. “La sala tiene gastos cotidianos mensuales que hay que salvar, sería una mentira decir que no los tenemos en cuenta a la hora de programar. Pero tratamos de que las películas puedan tener un público. No importa si la sala no se llena”, se sincera Zito.
El caso del Malba es particular. La programación conjunta de ciclos y estrenos le permiten a Peña ladearse hacia el riesgo sin tanto miedo al abismo. “Si hay una película que sé que puede no funcionar bien, pero que considero valiosa, trato de reforzar las trasnoches, donde viene mucha gente. Puedo complementar con los ciclos, aunque otras veces el estreno banca al resto. Son las ventajas de trabajar en un lugar que no te demanda mirar los números todos los meses. Los miro, sí, pero con libertad. La sala no va a cerrar porque estemos un mes abajo, pero más vale que estemos arriba”, confiesa.
Aunque no alcanza sólo con predisposición y paciencia. Las salas con regímenes económicos y de exhibición particulares requieren directores y productores dispuestos a afrontarlos. “Creo que no aparecieron más películas sino que se mantuvo la constante de un cine interesante que se venía dando desde los ’90, y en lugar de pensar en un circuito obsoleto que no les sirve, como es el comercial, ven que esto también puede funcionar. Hoy me cuesta mucho menos convencerlos. En 2002 era difícil”, asegura el programador del Malba. Mariano Llinás fue el primero que dijo sí.
“Prefiero que mis películas sean vecinas de Frida Kahlo y no de Kosiuko.” Con esa máxima como norte, este director edificó una carrera, aceptando el modelo alternativo de exhibición. No es casual que su filmografía creciera a la par del Malba, cuya sala cobijó los proyectos dirigidos o producidos por su compañía, El Pampero Cine. De hecho Balnearios, su ópera prima, fue el primer estreno programado por Peña y se mantuvo por cinco meses en cartel. Le siguieron El amor (primera parte), Opus –en ambas productor– y finalmente Historias extraordinarias, que permaneció un año en la pantalla grande –entre 2008 y 2009– y que volvió a exhibirse en el flamante Cosmos-UBA. “Las salas más chicas reproducen esa sensación de que el cine es un espacio manejable que no tiene la misma lógica que un shopping”, opina.
La concepción de un proyecto a sabiendas de que no irá al circuito comercial les permite a los directores tomarse libertades artísticas y administrativas que de otra forma serían imposibles. “Es la única forma de ir por fuera del Incaa. Así podés pasar la película en un ámbito no comercial, donde no se necesita el libre deuda de los sindicatos. Si no, es imposible que una producción que costó entre 10 mil y 50 mil dólares pueda mantener ese presupuesto”, razona Llinás, quien calcula que si hubiera filmado Historias extraordinarias con los requerimientos del Instituto, el costo se habría inflamado hasta los “3 millones de dólares”. “Este es un lugar de defensa para las películas chicas que quieren mantenerse así a lo largo de todo su proceso de producción”, argumenta.
Balnearios e Historias extraordinarias no fueron los únicos éxitos en este circuito. El modelo de pocas funciones en un tiempo prolongado también le dio enormes dividendos a la mencionada Río arriba y La Tigra, Chaco, que desde su estreno en enero hasta los primeros días de abril estuvo dos veces por semana en el Malba, y entre mayo y octubre una cada siete días en El Camarín de las Musas. A lo largo de esos casi diez meses, la ópera prima de Federico Godfrid y Juan Sasiaín fue vista por alrededor de ocho mil espectadores. “El éxito pasa por instalar la película y que eso en lo que uno puso tanto amor y esfuerzo llegue a un número de personas. Desde ya que sería hermoso tener dos millones de espectadores, pero no es posible para este tipo de películas, aunque bombardees a publicidad”, analizan.
Ellos encontraron en estas exhibiciones la posibilidad de sostenerse, pero también chocaron de frente contra la muralla de olvido y menosprecio erigida por los grandes medios. “Es muy difícil que la prensa entienda este tipo de funcionamiento. A medida que pasan los meses se hace más difícil encontrar canales que informen al respecto. Obviamente no aparecés en la cartelera. La solución está en que los medios decidan hacerlo. El teatro funciona de esa manera: ¿cuántas obras permanecen meses y meses en la cartelera, aunque estén en salas muy pequeñas? Eso no está contemplado a nivel cinematográfico”, dispara la dupla, que actualmente está trabajando en la inminente edición del DVD.
Esa lateralidad, muchas veces involuntaria, implica la autoconciencia de reconocerse en las márgenes del sistema. “El medio cinematográfico es muy conservador. Las grandes películas siguen apostando a muchas copias y todavía encontrás tipos absolutamente laterales que siguen creyendo que con la publicidad alcanza. La desventaja es que uno está en un ámbito no del todo legitimado. Es como una especie de circuito B, un lugar de segunda. De alguna manera uno interpreta un rol accesorio que, en una industria snob como el cine, implica cierto desprecio. Es un lugar que sigue siendo una zona medio relegada a la que todavía se la mira de costado”, aseguran.
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