CINE › HACERME FERIANTE, NOTABLE DOCUMENTAL DE JULIAN D’ANGIOLILLO
La película que se exhibe en el Gaumont y en el Malba entrega un impactante retrato de la feria de La Salada, sin apelar a la voz en off o al abuso de cifras. E incluso hace un interesante contrapunto con imágenes históricas de Sucesos argentinos.
› Por Horacio Bernades
Dirección y guión: Julián D’Angiolillo.
Fotografía: Matías Iaccarino.
Montaje: Lautaro Colace.
Producción: Magoya Films.
Estreno en cines Gaumont - Km 0 y Malba (sábados y domingos a las 18).
Al lado de la bijouterie, el puesto contiguo luce las joyas de sus salamines colgados. Alguien estira una bombacha mientras en una plancha cruje un huevo frito. Una mano saca media docena de devedés recién grabados y otra mete media docena de vírgenes en la torre de multicopiado. Una etiqueta dice Tucci; otra, Adidas; ninguna de las dos es del todo confiable. Dicen que es la mayor feria trucha de América latina y las cifras lo sostienen: quince mil puestos, cuatrocientos ómnibus vomitando compradores dos veces por semana, veinte mil visitantes por jornada, escalofriantes diez millones de dólares de facturación semanal. Ejemplo extremo de documental de observación, Hacerme feriante registra el asombroso fenómeno de La Salada con tal renuencia a toda forma de intervención externa que ninguna de esas cifras aparece jamás en pantalla. Lo que sí aparece son las mil caras del fenómeno, desde su prehistoria hasta la actualidad. Incluyendo la febril producción y comercialización, la oscilación entre el vacío y el hormigueo, la intervención de punteros políticos y las negociaciones con el intendente de Lomas de Zamora, enclave zonal de este paraíso regional del trucherío.
“Lo que era un espacio de recreación de segunda para los porteños, hoy es un espacio de consumo de segunda”, declaraba un par de días atrás a Página/12 Julián D’Angiolillo, realizador de Hacerme feriante. Uno de los grandes aciertos de la película consiste en el trazado visual de esa línea histórica, echando mano a fragmentos del noticiero Sucesos argentinos (que se hallan en muy buen estado, por cierto) para dar testimonio de aquella época dorada (mediados de los ’50) en que los trabajadores, después de haber tomado calles, plazas y parte del producto bruto, comenzaron a acceder también a sus propias fuentes de recreación, las famosas piletas populares al borde del Riachuelo, que sobrevivieron un par de décadas. Vívido testimonio de un momento de plenitud popular, el solo paso de esas imágenes en prístino blanco y negro a las aguas servidas del Riachuelo y sus riberas –un baldío hasta los ’90, en que comenzaron a instalarse los primeros puestos de la futura feria monstruo– es tan elocuente como el que lleva de esas ruinas al actual enclave de Punta Mogote, Ocean y Urkupiña, los tres centros neurálgicos de La Salada. Enclave ganado a fuerza de pura ocupación y no por un impensable arranque de asistencialismo menemista, bueno es recordarlo.
Dos principios parecen guiar al realizador, hijo del cineasta y compaginador César D’Angiolillo. Uno, queda dicho, es el de la más extrema parquedad, la renuncia a toda forma de intervención visible o audible en el material. No hay relato en off en Hacerme feriante, no hay lo que suele llamarse “acompañamiento musical”, no hay un solo cartel explicativo: nada que guíe los hechos, ningún sentido que no devenga de ellos mismos en su desnudez. Ese principismo sin resquicios da por resultado algunos momentos francamente curiosos, como los que surgen de enmudecer ese verdadero imperio del comentario en off que supo ser Sucesos Argentinos, obligando al espectador a ser él y no el director quien seleccione motivos organizativos, recorridos narrativos, secuencias de sentido.
El otro principio fuerte que parece guiar el abordaje de D’Angiolillo es la ruptura de una secuenciación convencional. Así como los títulos de crédito vampirizan la ini-mitable estética caótica de las carátulas de las ediciones truchas de devedés propias de La Salada, daría la impresión de que, a la hora de organizar su material, el realizador decidió tomar como modelo la planta misma de la feria, el orden secreto que rige la contigüidad entre un puesto y otro, la dinámica interna de compradores y feriantes. Orden basado en la acumulación irrestricta, la convivencia promiscua, la desconcertante alternancia de tiempos fuertes y tiempos muertos que anima la vida de la feria (abre sólo miércoles y domingos, desde la medianoche hasta media tarde, y los días restantes permanece vacía, desocupada, muerta). Un orden que consiste, daría toda la impresión, en un desorden controlado.
D’Angiolillo hace historia, documenta una asamblea masiva de feriantes, filma la reunión de algunos de ellos con el intendente Martín Insaurralde, registra una presentación del folklorista Argentino Luna (que canta un tema dedicado a La Salada, de cuya letra surge el título de la película), hace oír la radio de la zona (“Se necesita overloquista”, repite el locutor), entra a los sweat shops casi chinos en los que familias bolivianas enteras cortan telas y tejidos, observa a los truchadores de devedé hacer su trabajo de cíclopes de la informalidad, presencia una procesión de la Virgen de Urkupiña, recorre el Riachuelo en bote como si fuera el Amazonas, asiste a la apertura del portón a la madrugada, la apurada irrupción (que recuerda a los trabajadores de la fábrica de los Lumiére), la llegada de centenares de convoys de compras en micro, escruta el sobrecargado tránsito de carritos llenos de bultos y contempla puestos vacíos, puentes, atardeceres, como lo haría un Renoir de Ingeniero Budge. Cuenta con una homogeneidad y cuidado estético infrecuentes, obra sobre todo del fotógrafo Matías Iaccarino. ¿Que un poco más de información, cifras, datos, vía carteles mudos, hubiera sumado elementos de análisis sin restar rigor expositivo? Sí, seguramente. ¿Que esta película puede verse en el Gaumont y en el Malba, y si no conseguirse a precio de “ofertón” en La Salada? Más seguro todavía: podría ser el primer caso de autopiratería que registren los archivos del rubro.
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