Miércoles, 16 de febrero de 2011 | Hoy
CINE › NADER Y SIMIN: UNA SEPARACIóN Y EL CABALLO DE TURíN
La película de Asghar Farhadi viene a sumarse a la mejor tradición del cine iraní, aunque tiene su propia impronta. La otra es un nuevo monumento del gran Béla Tarr, con una majestuosidad y una dimensión que se creían perdidas.
Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín
En estos últimos días, la competencia de la Berlinale albergó películas fallidas (la rusa Sábado inocente, sobre la tragedia nuclear de Chernobyl), pretenciosas (Coriolanus, dirigida y protagonizada por Ralph Fiennes, que actualiza a Shakespeare mezclándolo con el conflicto de los Balcanes) o simplemente irrelevantes (My Future, de la indie estadounidense Miranda July). Pero ayer aparecieron, de un solo golpe, dos obras tan diferentes entre sí como particularmente valiosas, que le dieron nuevos bríos al concurso oficial: la iraní Nader y Simin: una separación, de Asghar Farhadi, y la húngara El caballo de Turín, del gran Béla Tarr.
Aunque ya tiene cuatro largometrajes previos en su filmografía (incluyendo el Oso de Plata de la Berlinale 2009 por Acerca de Elly), Farhadi sigue siendo casi un desconocido en el circuito de festivales internacionales, opacado sin duda por sus colegas más famosos, Kiarostami, Panahi y Majmalbaf. Pero a partir de ahora habrá que prestarle atención a su nombre: con Nader y Simin, Farhadi (38 años) viene a sumarse a la tradición del mejor cine iraní con un film que, sin embargo, tiene su propia impronta y se aparta de la línea dura de sus predecesores.
La película empieza por aquello que en apariencia es su nudo dramático: Nader y Simin están frente a un juez dirimiendo, en términos bastante ásperos, su separación. Está de por medio no sólo una hija preadolescente sino también el padre de Nader, enfermo de Alzheimer. Para cuidarlo, Nader –clase media urbana, con recursos– contrata a una mujer, de la que ignora casi todo: que está embarazada (su condición la oculta el chador), que no tiene el permiso de su marido para trabajar y que está atravesando su propia crisis de pareja, en términos muy distintos a los suyos.
Aquello que en un comienzo puede parecer apenas un pequeño drama doméstico va creciendo en densidad e implicancias de todo tipo, hasta que el film de Farhadi adquiere una complejidad impensada. Nader y Simin aborda primero problemas de clase, luego –a raíz de una serie de mentiras y manipulaciones de todas las partes involucradas– plantea cuestiones de orden cívico e incluso ético, y, finalmente, como corresponde a una sociedad gobernada por un régimen teocrático, aparecen conflictos religiosos y de conciencia. Lo notable de Farhadi es que logra ir introduciendo todos estos distintos niveles de lectura con una puesta en escena siempre simple, transparente, pero capaz de transmitir una verdad a la que no son ajenos los excelentes actores, entre ellos Leila Hatami, el rostro a partir del cual Abbas Kiarostami creó todo un film, Shirin (2008). Considerando la calidad de la película y los actuales acontecimientos en Irán (entre ellos el affaire Jafar Panahi, jurado en ausencia de la Berlinale por estar sentenciado a seis años de prisión), no sería nada raro que el sábado Nader y Simin se lleve alguno de los premios mayores de esta Berlinale.
En el otro extremo del arco expresivo, A Torinói Ló es una obra en las antípodas del realismo, un nuevo monumento del gran autor de Sátántangó (1994) y Werckmeister Harmonies (2000). Filmado en un imponente blanco y negro y con sus acostumbrados planos-secuencia, que restituyen el valor del tiempo en la experiencia cinematográfica, el nuevo film de Béla Tarr (que él dice será el último) se inicia con la pantalla en negro y la voz en off de un narrador, que cuenta la famosa anécdota de Nietzsche, cuando en Turín, hacia 1899, se abrazó a un caballo que era brutalmente castigado por su cochero. “Todos sabemos lo que sucedió luego con Nietzsche: nunca más volvió a escribir y descendió al silencio y la locura”, dice el narrador. “Lo que no sabemos es qué le sucedió al caballo...”
A partir de allí, Tarr y su guionista de siempre, Laszlo Krasznahorkai, imaginan a ese caballo golpeado y exhausto, a su viejo cochero, tan desfalleciente como el propio caballo, y a la hija del cochero, ajada de tanta hambre y pobreza. Durante seis jornadas, que Tarr divide como si fueran capítulos de una novela, padre e hija se abocan a los trabajos y los días, a repetir mecánicamente –como los acordes de órgano que se reiteran como un angustiante ostinato– sus actos más básicos: cortar leña, extraer agua del pozo, limpiar el estiércol de la caballeriza, devorar con las manos las pocas papas que pueden llevar a la olla...
Pero en el mundo siempre oscuro de Tarr algo ha sucedido después del incidente con Nietzsche. Un viento feroz sacude día y noche la cabaña, haciendo que todo a su alrededor parezca tierra gris y yerma. Paulatinamente, el pozo se seca, el animal se niega no sólo a dejarse ensillar sino también a comer, las lámparas de aceite se apagan y, al final, se hace la noche, en pleno día, como si un sol negro hubiera decidido terminar con tanto sufrimiento.
Hay una majestuosidad y una dimensión en El caballo de Turín que se creía perdida en el cine contemporáneo. Sus planos parecen esculpidos en luz (obra del alemán Fred Kelemen) y el rostro del cochero y la expresión de su caballo por momentos dan la impresión de haber sido trabajados en bronce, como si se hubieran escapado de alguna de las obras más expresivas de Rodin. No siempre la película puede estar a la altura de esas ambiciones, pero en el solo gesto de intentarlo Béla Tarr merece ser reconocido como un cineasta único, completamente fuera de norma.
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