Martes, 1 de marzo de 2011 | Hoy
CINE › RED SOCIAL DEBIó RENDIRSE ANTE EL PESO DE LA TRADICIóN
Con sus cuatro estatuillas, un poker de ases que no se daba desde los tiempos de El silencio de los inocentes, El discurso del rey es esa clase de películas que siguen pulsando la vieja y siempre rendidora cuerda de Cenicienta.
Por Luciano Monteagudo
Un poco a la manera de su protagonista, a El discurso del rey le costó arrancar, como si tartamudeara: habían pasado dos horas de ceremonia y apenas si había conseguido una estatuilla de las doce a las que aspiraba. Pero en la atropellada final la película británica demostró, como el rey Jorge VI, que era capaz de quedarse con la última palabra. Gran ganadora de la noche, The King’s Speech se aseguró cuatro de los premios mayores –mejor película, director (Tom Hooper), actor (Colin Firth) y guión original (David Seidler)–, un poker de ases que no se daba desde los tiempos de El silencio de los inocentes, 19 años atrás.
“We shall prevail”, se escuchaba pronunciar a King George en la heroica, pomposa banda de sonido que repiqueteaba de fondo mientras desfilaban imágenes fugaces de las diez candidatas al premio mayor. Era obvio que el sobre cerrado que retenía en su mano Steven Spielberg, después de más de tres horas de ceremonia, no podía contener otro ganador que El discurso del rey, destinada a prevalecer por sobre todas las demás. La pregunta, en todo caso, es: ¿por qué?
Sin duda, respuesta no hay una sola. Los insiders de Hollywood empiezan señalando los errores estratégicos de marketing de la que se suponía debía ser su principal competidora, Red social, premiada apenas con tres Oscar (guión adaptado, música original y edición) de los ocho que tenía en juego. Que se estrenó demasiado temprano y ninguna película se sostiene seis meses en la consideración de los 5774 miembros de la Academia, aparentemente de memoria corta; que su director, David Fincher, no pudo promocionarla lo suficiente porque estaba en Suecia filmando La chica con el tatuaje de dragón, la primera entrega de la Trilogía del Milenio de Stieg Larssen; que uno de sus principales productores, Scott Rudin, es una persona tan admirada por su capacidad de trabajo como odiada en el medio por su despotismo (Rudin también es el productor de Temple de acero, el western de los hermanos Coen, que significativamente no consiguió ni una sola de las diez estatuillas a las que había sido nominado).
Explicaciones hay muchas. También se habló de una réplica del efecto David vs. Goliath del año pasado, cuando la producción independiente Vivir al límite desplazó al gigante Avatar, representante de los grandes estudios. Pero no parecen casos comparables. Es verdad que Red social es un producto de Sony Pictures y en cambio El discurso del rey proviene de una iniciativa casi personal de un grupo de productores británicos y australianos, al punto que el director Tom Hooper reconoció que fue su madre quien le insistió en que filmara esta historia. Pero ni una ni otra película expresan la antinomia de la ceremonia anterior. De hecho, más allá de cómo haya sido desarrollado cada proyecto, sus roles lucen casi invertidos. Por su tema, sus actores y su planteo formal, Red social parece por cierto la película indie, mientras que toda la pompa y circunstancia de King’s Speech hacen pensar en una producción mainstream de esas que tanto gustan a la masa societaria de la Academia, cuyo promedio de edad se ubica bien arriba de los 50 años.
Ahí está quizá la clave de su éxito. A diferencia del film escrito por Aaron Sorkin (el guionista de West Wing) y dirigido por David Fincher, El discurso del rey responde a las tradiciones más anquilosadas y conservadoras del cine que sigue gustando y ganando en Hollywood. Ambas películas están basadas en personajes y hechos reales; pero mientras que Red social no hace nada por identificar a los espectadores con su odioso protagonista (Mark Zuckerberg, el creador de Facebook), The King’s Speech, por el contrario, busca la empatía con ese rey en problemas.
Se trata, sin ir más lejos, de la vieja fábula de la superación personal a partir del esfuerzo y el sacrificio. Buen esposo y mejor padre de familia, el monarca tiene plena conciencia de su minusvalía (que la película adjudica a un trauma infantil causado por el autoritarismo de su padre) y no aspira a grandes ambiciones políticas. Pero cuando descubre que su reino lo necesita, sabe que no puede faltar a su deber, a diferencia del hedonista de su hermano, inclinado hacia las mujeres y el champán. Así, con la ayuda de un plebeyo –para colmo de una colonia lejana, Australia–, George luchará contra la adversidad y se pondrá al frente de una nación que no ha querido la guerra, pero que está dispuesta a darla en defensa de sus más acendrados valores.
Ganadora del premio del público en el Festival de Toronto allá por septiembre, cuando tuvo su estreno mundial, El discurso del rey es, además, esa clase de películas que siguen pulsando la vieja y siempre rendidora cuerda de Cenicienta: el plebeyo de extramuros que compone Geoffrey Rush finalmente termina integrando el círculo más íntimo de la familia real, provocando en la audiencia la inveterada ilusión de que la tan ansiada igualdad es posible a pesar de las diferencias de origen y de clase. Nada muy distinto, por caso, a lo que propone la lectura de la revista Hola.
El arquetipo que explota El discurso del rey expresa exactamente lo contrario de lo que sucede con el protagonista de Red social: un plebeyo –joven, nerd, judío– que no sólo no tiene la menor intención de integrarse con la aristocrática elite de Harvard, sino que directamente la provoca, la desafía y hasta la derrota. El film de Fincher podrá presentar a Zuckerberg casi como a un autista, pero no por ello impulsa a sus espectadores a sentir simpatía por él. En el nuevo mundo de las redes sociales electrónicas, el valor que pueda tener el creador de Facebook como persona se limita a su capacidad de éxito. Es un signo de los tiempos, un espejo en todo caso en el cual esa sociedad de poetas muertos que cada vez más parece la Academia de Hollywood no ha sentido la necesidad de verse reflejada.
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