CINE › LA RECUPERACION DE LA CASA MUSEO HAROLDO CONTI EN EL TIGRE
Es una cabaña de madera donde el autor de Sudeste pasó muchos días plagados de historias y anécdotas junto a los isleros. La restauración se concretó a partir de un convenio firmado por los municipios de Tigre y Chacabuco, la ciudad donde nació el escritor.
› Por Facundo García
La última nota del verano suena entre las islas y la lancha taxi se bambolea rumbo a la Casa Museo Haroldo Conti. Es decir, hacia esa zona a la que antes le decían “punto muerto”, más precisamente sobre Arroyo la Angostura –casi Cruz de Gambado–, a diez minutos del puerto de Tigre. Conti pasó muchos días en esa cabaña de madera y de su amistad con los vecinos quedó un anecdotario que sigue nutriendo las conversaciones de los que lo conocieron. Es más: aquí se habla del autor de Sudeste igual que si se mencionara una presencia constante, como la de los árboles o el río.
Algunos libros cuentan que antes circulaba por este lugar “una legión de vagabundos” y que era “una especie de puerto o escala para gente que iba o venía por el río y más lejos”. Hoy el rincón recibe el viento con cierta indiferencia, entre botes de remos que van y vienen sin quebrar la tranquilidad. Ya en el muelle, María del Carmen Bruzzone inunda la llegada con simpatía. Mary –como pide que la llamen– vivía en el lote aledaño e incluso acompañaba al escritor y su familia en los paseos. “Pero vení, hablá con mi mamá, que es la que más charlaba con él”, invita.
A pocos metros –en un jardín que parece la paleta de óleos de un pintor gigante–, doña Teresa ceba mate y recapitula con la seguridad de quien habita el sitio desde hace más de cincuenta años. “Haroldo, qué tipo. Decía que era escritor ‘sólo cuando escribía’; el resto del tiempo era más que nada un amigo. Con mi marido nos sentábamos a oírlo relatar sus viajes, porque te los contaba y te juro que sentías que el viaje lo habías hecho vos”, se transporta. Teresa selecciona recuerdos para delinear a un Conti magnánimo. No obstante, cada tanto retrata a un hombre extrovertido, cuya principal característica era un profundo sentido de la humanidad. Teresa: “Esto no sé si contártelo. Resulta que se había comprado un Citröen. El era muy meticuloso, lo limpiaba por todas partes con un trapito mojado en nafta. Bueno, se ve que se olvidó el trapito ése al lado del motor. Salió a la ruta viniendo desde Balcarce, calentó el motor y vio que la tela se estaba prendiendo fuego. Buscó agua, pero como no había por ninguna parte... ¡tuvo que apagar el fuego haciéndole pis encima! Mirá, cuando venía acá y nos contaba esas cosas, nos caíamos al suelo de la risa”.
Conti decía que “el río teje su historia y uno es apenas un hilo que se entrelaza con otros diez mil”. En ese entramado, aprendió a moverse con ojos y oídos atentos. “Se tomaba el esfuerzo de escuchar a cada uno. Era un observador increíble. Los viernes y sábados nos juntábamos todos los lugareños en este patio y él se fascinaba con los personajes que iban cayendo”, relata Bruzzone, que trae una carpeta con fotos en blanco y negro mientras enumera las costumbres de un sinfín de pescadores y recolectores de junco que ya no están, pero dejaron su huella en las páginas que el literato consiguió redactar antes de que la dictadura lo secuestrara, en 1976.
Por eso la recuperación de la casa es una conquista: les pone un eje a las energías que andan revoloteando por el Gambado. La restauración se concretó a partir de un convenio firmado por los municipios de Tigre y Chacabuco, que es la ciudad donde nació Conti. En consecuencia, a mediados de 2009 la vivienda quedó inaugurada al público. Más tarde se la declaró Patrimonio Histórico Cultural de la Provincia de Buenos Aires y se la incluyó en el circuito cultural de las islas, donde además se encuentran el Museo de Arte de Tigre (MAT) y el Museo Sarmiento.
El recorrido es simple e intenso. Los visitantes pueden echarles un vistazo a las habitaciones y ubicarse en medio del verdor rumoroso que Conti aprendió a transcribir en palabras. En las paredes del comedor cuelgan cuadros con escenas marítimas, aparte de instrumentos de náutica. Entre los catres del pequeño dormitorio persiste una biblioteca que resguarda libros dedicados y cerca hay un hogarcito a leña que hace fáciles de imaginar las tertulias alrededor del fuego que debe haber habido en los atardeceres. Una escalera conduce al altillo y una ventana permite dominar la plenitud del paisaje. Sin embargo cuentan que a Haroldo le gustaba escribir en la cocina, que está en la parte inferior de la casa y se inunda si la marea crece. Entre los rayos de luz que vienen del patio, hay una mesa y una cocina de sencillez casi franciscana.
“Pasaba horas en esa mesa. Me acuerdo de que una vez estábamos tomando unos mates acá, yo hablaba con su esposa y él hacía rato que estaba pensativo –señala Teresa, mientras camina por la orilla–. De repente, se dio unas palmadas en las rodillas y dijo ‘che, me estoy acordando de que esta semana no tengo nada para comer. Voy a ver si escribo algo’. Y entonces se alejó para esa piecita.” La mujer relata que cuando ya se había puesto el sol, Conti salió de la cocina con una sonrisa más grande que un velero. “Me dijo: ‘Ya está, escribí un cuento y te lo dediqué a vos’.” El cuento, asegura Bruzzone, era “La balada del álamo carolina”.
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