Mar 17.05.2011
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CINE › EN THE TREE OF LIFE, DE TERRENCE MALICK, CONVIVEN EL MEJOR Y EL PEOR CINE

Un poema épico-sinfónico-religioso

El director de Días de cielo presentó en competencia un film de una ambición desmesurada, en el que se asume plenamente como pensador. Por el festival también pasó un documental excepcional, Durch, le maître des forges de l’enfer, del camboyano Rithy Panh.

Por Luciano Monteagudo Desde Cannes @

En los afiches, al frente del elenco, figuran Brad Pitt y Sean Penn, pero en The Tree of Life (El árbol de la vida), la estrella es el director, Terrence Malick, y su protagonista es nada menos que el misterio del universo, desde el origen de los tiempos hasta estos días. De regreso a la competencia oficial después de 32 años, cuando en 1979 se llevó el premio a la mejor dirección por Días de cielo, el cineasta estadounidense trajo ahora al Festival de Cannes un film de una ambición desmesurada, una suerte de poema épico-sinfónico-religioso que toma como eje la vida de una típica familia estadounidense de los años ’50 y la pone en perspectiva con una dimensión cósmica. Tan aplaudida como abucheada en la función matutina de prensa, que colmó las 2300 butacas del Théâtre Lumière, The Tree of Life es esa clase de obra en la que el cineasta –para bien o para mal– se asume plenamente como artista y más aún, como pensador. En el caso de Malick, eso significa arrogarse la herencia de los llamados “trascendentalistas estadounidenses”, encabezados por Walt Whitman, Henry David Thoreau y Ralph Waldo Emerson.

Esta idea ya estaba en toda su escasa obra previa (apenas cinco films en casi cuatro décadas) y se había manifestado sobre todo en su película inmediatamente anterior, El nuevo mundo (2005). Pero ahora, en El árbol de la vida, Malick plantea, a la manera de la filosofía de Emerson, una “relación original con el universo”. Según Emerson, el ser humano, en contacto con la naturaleza y haciendo uso de la intuición y la observación, es capaz de entrar en contacto con la energía cósmica y con la fuente creadora de la vida, identificada como Dios –u orden– por los deístas, y como “totalidad” por los panteístas. Y a eso se dedica durante casi dos horas y media Malick, a través de la familia O’Brien, oriunda de la pequeña localidad de Waco, estado de Texas.

Padre (Brad Pitt), madre (Jessica Chastein) y tres hijos varones llevan una vida relativamente feliz en un barrio arquetípicamente estadounidense, aunque no exenta de fuertes conflictos internos. Figura brillante pero a la vez severa y autoritaria, el padre impone su ley y su orden en esa casa, donde se escuchan Brahms y Bach y se reza religiosamente en la mesa antes de empezar la cena. Quien sufre particularmente esta sombra es el hijo mayor, Jack, que de adulto –perdido en la gran ciudad, lejos de la Madre Naturaleza– estará encarnado por un cariacontecido Sean Penn.

Hay amor y también odio en esa relación padre-hijo, pero la película –a contramano del cine producido en Hollywood– reniega no sólo del realismo sino de la linealidad del relato. La película va y viene en el tiempo de la manera más libre, al punto de que ni siquiera es necesario establecer si se está frente a evocaciones o recuerdos. Y en un gesto de audacia retrocede salvajemente hasta el comienzo del mundo, cuando la Tierra parece estar en formación y las aguas se funden con los magmas de lava y se forman lagos y montañas y los meteoritos sacuden la superficie del planeta. De ese caos y de esa energía provienen también los O’Brien, parece decir la película, donde la naturaleza está siempre presente como una fuerza creadora eterna. Incluso en los momentos más banales de la vida de esa familia, que Malick pinta siempre con una estructura fragmentaria, con trazos aislados, como si lanzara líricos brochazos de sol sobre la pantalla.

El árbol de la vida, claro, no siempre puede estar a la altura de semejantes ambiciones, y por momentos es de una puerilidad absoluta, como cuando se empeña en representar algo así como el alma universal con una especie de abstracción con forma de ameba, que se agita hacia el comienzo y el final del film. Otras instancias están más logradas, pero resultan redundantes, como cuando en ese viaje hacia la historia prehumana Malick –gracias a la tecnología digital– parece recorrer en apenas unos minutos la distancia que va de 2001: Odisea del espacio a Jurassic Park, con dinosaurios y todo. Se diría que las cimas y abismos en la creación del mundo que describe el film también los alcanza la película misma, donde el mejor cine también convive con el peor.

Fuera de competencia, casi escondido con una única proyección en las “Sesiones especiales” de la pequeña sala Bazin, pasó también ayer un documental excepcional, Durch, le maître des forges de l’enfer (Durch, maestro de la fragua del infierno), del gran cineasta camboyano Rithy Panh. De regreso al universo oscuro de su film capital, S21: la máquina de la muerte del Khmer Rouge (2003), Panh encuentra ahora en prisión a Kaing Guek Eav, también conocido como “Durch”, que fue el principal responsable de ese campo de tortura y exterminio que fue el tristemente célebre “S21”. Como recuerda al comienzo el film, entre 1975 y 1979, el régimen del Khmer Rouge causó la muerte de un millón y medio de personas, casi un cuarto de la población de Camboya. Y como secretario del Partido Comunista en el S21, Durch comandó esta máquina de muerte donde, según los archivos, fueron ejecutadas al menos 12.300 personas. Pero, ¿cuántas más desaparecieron, “pisoteadas, reducidas al polvo”, como dice el mismo Durch, sin que se haya encontrado ningún rastro?

Ferviente defensor, aún hoy, del “gran salto hacia adelante” con que el líder Pol Pot definió la revolución camboyana, Durch –condenado en el 2009 por la Corte Penal Internacional– se revela como todo un intelectual, capaz de citar de memoria aún hoy, a los 70 años, pasajes enteros de las obras de Marx, Lenin y, sobre todo, Mao. Confrontado a los testimonios de víctimas y perpetradores que le presenta Rithy Panh, extraídos de su película anterior, corrobora algunos, niega otros y a algunos incluso los corrige. Reivindica consignas de la época como “es mejor matar a alguien por error a que quede un enemigo vivo” y reconoce que, en su tarea de pedagogo de la muerte, “los campesinos iletrados estaban dispuestos a matar, a diferencia de los intelectuales, que se resistían a hacerlo”.

Al día de hoy, se declara cristiano y dice buscar “el camino del amor”, pero no parece renegar de sus acciones pasadas, que afirma haber cumplido en el marco de la época que le tocó vivir. “¿Qué es un hacha, qué es un martillo?”, pregunta retóricamente Durch, que también fue responsable de la policía política del régimen. “Son instrumentos, y yo era un puro instrumento del partido”. Recuerda que en el apogeo del Angkar, la ideología que imperó en Camboya en esa época, “se cambió radicalmente la moral burguesa por una moral proletaria, se cambiaron todos los valores”. Y él –tal como declaraba Adolf Eichmann en El especialista (1999), el film de Eyal Sivan sobre el otro gran burócrata de la muerte– rendía culto a la jerarquía y el trabajo bien hecho. También como Eichmann, Durch se revela como un obsesivo del orden, los papeles, los documentos y las listas, que él mismo muestra a cámara, aclarando en qué casos reconoce su propia letra. Y hacia el final, como para demostrar la complejidad del personaje, el film no sólo lo muestra rezando en su celda sino también dejando caer, con una irónica sonrisa en los labios, una cita de Balzac: “Los gobiernos pasan, los Estados cambian, pero la policía es eterna”.

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