CINE › SE VIERON ICHIMEI, DE TAKASHI MIIKE, Y THE MURDERER, DE NA HONG–JIN
El director japonés brilló en la competencia con su relectura del clásico Harakiri, mientras que el coreano lo hizo en la sección Una Cierta Mirada. En cambio, decepcionaron Drive, de Nicolas Winding Refn, y This Must Be The Place, de Paolo Sorrentino.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Samurais, gangsters, dobles de riesgo, road-movies... El cine de género se hizo fuerte estos últimos días en el Festival de Cannes, tanto en el concurso oficial como en la sección Una Cierta Mirada. Y los asiáticos, en este campo, hace tiempo que llevan las de ganar, como si fueran capaces de recrear infinitamente unos códigos que les son propios y para los cuales siempre encuentran nuevas variaciones, aun abrevando en viejas fuentes. Tal es el caso de la relectura del clásico Harakiri (1962), de Masaki Kobayashi, ahora llamada Ichimei por su director, Takashi Miike, con la que el director japonés debuta en la competencia cannoise. Viejo conocido de los seguidores del Bafici, desde los tiempos de Ichi the Killer, la trilogía Dead or Alive y Audition (la única de sus películas que tuvo estreno comercial en Buenos Aires, aunque las otras siguen circulando incesantemente en DVD piratas), Miike es famoso en el mundo del cine por su infernal capacidad de trabajo. A la manera del viejo cine clase B, Miike (51 años) ha llegado a filmar hasta cinco largometrajes por temporada y en menos de dos décadas de trabajo ya lleva dirigidos más de 80 films, la gran mayoría de bajo presupuesto y muchos incluso concebidos para el mercado de directo a video y DVD.
No es el caso de Ichimei, una película de gran producción, sostenida por los estudios Shochikuy, enrolada en el más clásico y estricto jidaigeki, la denominación con la cual se conoce en Japón al cine ambientado en los tiempos de los samurais. Lo curioso del caso es que a Miike siempre se lo ha reconocido no tanto por su cuidado formal como por su sorprendente inventiva visual. La sorpresa aquí –como en su film inmediatamente anterior, 13 Assassins, presentado en agosto pasado en la Mostra de Venecia– está en que, sin haber resignado en nada su imaginación, su nueva película es de un rigor inédito en su obra. Pareciera como si Miike hubiera querido demostrar –una vez más, en menos de un año– que con los recursos de producción a su alcance, él también está en condiciones de hacer películas clásicas, con las cuales rendir culto a una de las manifestaciones más tradicionales del cine japonés.
Tan clásicas que –a diferencia de 13 Assassins, que tenía una batalla de 45 minutos de duración– en las dos horas de Ichimei hay apenas dos momentos de sangre: el brutal seppuku inicial, con un sable de bambú, que desata la tragedia, y la venganza final, que no lleva más de diez minutos. Por lo demás, Ichimei elabora su puesta en escena con una parsimonia y una austeridad que parecen heredadas del teatro Noh, al punto que la versión en 3D presentada aquí no parece tener otro sentido que el de aprovechar el marketing de las nuevas salas que están haciendo furor en el mundo entero.
Otro que debuta este año en la competencia oficial de Cannes es el director danés Nicolas Winding Refn, largamente radicado en el cine de habla inglesa, desde que pegó fuerte con la trilogía Pusher (1996–2005), sobre el submundo del tráfico de drogas. Lo que trajo ahora a Cannes es un thriller titulado Drive, sobre un doble de riesgo de Hollywood (Ryan Gosling) especializado en conducir autos a toda velocidad y, eventualmente, chocarlos y volcarlos. Pero como ese ingreso no le alcanza para vivir, este conductor sin nombre –como el que protagonizaba Ryan O’Neal en The Driver (1978), de Walter Hill, una película con la cual la del danés está claramente en deuda– trabaja por las noches poniéndose al volante de todo aquel asaltante que requiera sus servicios profesionales. Establece tres condiciones: una tarifa fija por adelantado, no lleva armas y cinco minutos después del robo deja a sus pasajeros y nunca más los vuelve a ver.
Bastará que el conductor en cuestión –parco y solitario, como indican los lugares comunes del género– ponga el ojo en una mujer (la rubia Carey Mulligan) para que empiecen los problemas. Se involucra emocionalmente en un atraco, las cosas salen mal y descubre que tiene a la mafia encima. Si no fuera por su elenco secundario –entre ellos los veteranos Albert Brooks y Ron Perlman como dos viejos mafiosos y asesinos, uno de ellos con un prestigioso pasado como productor de cine, una broma muy celebrada aquí–, habría muy pocos motivos para interesarse por Drive. Es más, no se entiende muy bien qué hace en el concurso oficial una película que trabaja no tanto con los códigos del género, sino más bien con sus clichés, como esos momentos supuestamente románticos, en los que la música pop adorna la imagen como si se tratara de un videoclip.
Tampoco se comprende el lugar en la competencia de This Must Be The Place (Este debe ser el lugar), la road-movie del italiano Paolo Sorrentino, con Sean Penn como una vieja estrella de rock que abandona su lujoso castillo en Irlanda, donde vive retirado y recluido, para largarse a recorrer las rutas de los Estados Unidos en busca del nazi que fuera torturador de su padre en un campo de concentración. Se supone que ese viaje es lo más importante de la nueva película del director de Il Divo, el momento en el que esa vieja réplica de Ozzy Osbourne que compone Penn –con largas crenchas de pelo negro y maquillado hasta parecer una vieja dama indigna– se reencuentra con su espíritu rocker. Pero para cuando llega ese tramo ya es tarde: con sus manías y caprichos, el protagonista se ha vuelto insoportable y lo único que lo redime es su amistad con David Byrne, que le regala a la película un tema completo en vivo y buena parte de su música.
Para redimirse de esos dos pasos en falso de la competencia, bastó con correrse a la sección Un Certain Regard para encontrar allí uno de los mejores films de acción del cine coreano reciente. Y eso es decir mucho, considerando que la producción de Seúl es modélica en este sentido, no sólo por su dinamismo, sino también por su imaginación, que no les teme a los excesos de ningún tipo. Es el caso, precisamente, de The Murderer (El asesino), del director Na Hong–jin, que hace tres años ya había estado en Cannes con otra action-movie, The Chaser.
El comienzo parece simple. Frontera entre Rusia, China y Corea del Norte. Acosado por las deudas, cerca de la miseria, un hombre acepta un contrato para asesinar a alguien. Es su último recurso para cubrir las necesidades de su familia. Conoce muy poco sobre su objetivo. Pero no puede imaginar el engranaje, casi kafkiano, por el que va a ser devorado. Buscado simultáneamente por la brutal mafia china, por los elegantes gangsters coreanos y por una policía que parece más inepta que los Keystone Cops, ese asesino accidental protagoniza algunas de las más espectaculares persecuciones automovilísticas que hayan llegado al Palais de Cannes. Por momentos, el rizo parece rizarse demasiado, pero no se puede sino reconocer el virtuosismo que hay en ese paroxismo.
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