Domingo, 22 de mayo de 2011 | Hoy
CINE › HOY SE ENTREGARA LA PALMA DE ORO DEL FESTIVAL
Este año el resultado es más impredecible que nunca, porque nadie sabe realmente qué tipo de cine aprecia, valora o defiende Robert De Niro, presidente del jurado oficial. En la última jornada brilló Erase una vez en Anatolia, del director turco Nuri Bilge Ceylan.
Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Ya se sabe: críticos y jurados muchas veces son como el agua y el aceite. Pero quizás el premio de ayer de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (Fipresci) a Le Havre, la extraordinaria película del finlandés Aki Kaursmäki, sea un buen presagio para el palmarés oficial de hoy por la noche. Pronósticos, profecías, augurios... ¿o expresión de deseos? Siempre es difícil, en cualquier festival, adelantar las decisiones del jurado y lo suele ser aún más en Cannes, donde lo encierran bajo siete llaves, como si sus deliberaciones fueran un secreto de Estado. Pero este año el resultado es más impredecible que nunca, porque –a diferencia de la edición anterior, donde se suponía que Tim Burton no iba a ser indiferente frente al cine de Apichatpong Weerasethakul, que finalmente se llevó la Palma– nadie sabe realmente qué tipo de cine aprecia, valora o defiende Robert De Niro, presidente del jurado oficial.
¿Quién pesará más, el actor de Taxi Driver y Toro Salvaje o el macchietta que desde hace más de diez años no hace sino comedias y policiales cada vez más irrelevantes? ¿El fundador del festival Tribeca en Nueva York o el agente de relaciones públicas que convirtió a ese festival en un evento publicitario-corporativo, cada vez más alejado del cine? Para colmo, su jurado, debe decirse, es particularmente ecléctico: allí conviven la argentina Martina Guzmán, junto a Uma Thurman, Jude Law, el realizador y crítico francés Olivier Assayas y el cineasta hongkonés Johnnie To, entre otros nombres menos conocidos. Los dos últimos son grandes cinéfilos, pero ese dato tampoco aporta muchas pistas.
Se puede suponer –como lo hacen muchos aquí en el Palais des Festivals– que una película como The Tree of Life, de Terrence Malick, está hecha para ganar la Palma de Oro o no ganar nada, por su grandiosidad sinfónica y sus ambiciones místico-filosóficas. El hecho de que Malick sea un director estadounidense que siempre le ha dado la espalda a Hollywood también podría tener su peso, porque en este caso la Palma reconocería el valor de un cineasta que es prácticamente ignorado en su país. Y el hecho de que en el elenco figuren Brad Pitt (también productor asociado de la película) y Sean Penn (amigo personal de De Niro) no es un dato menor. Ambos son viejos transeúntes de la Croisette y nunca pasan inadvertidos por Cannes.
Más allá de las especulaciones, una película que no debería pasar inadvertida, no obstante haber sido programada en la última jornada de la competencia –cuando después de once días de cine el cansancio se hace sentir tanto en la prensa como seguramente en el jurado– es Bir Zamanlar Anadolu’da (Erase una vez en Anatolia), del gran director turco Nuri Bilge Ceylan, que ha vuelto a su mejor forma. El recordado director de Nubes de mayo (1999) y Lejano (2003), por la que obtuvo aquí en Cannes el Grand Prix del Jurado, había caído en los últimos tiempos en un regodeo formal que lo alejaba de cuestiones de fondo, como sucedía en Climas (2006) y Tres monos (2008), todas conocidas aquí en Cannes y estrenadas también en Buenos Aires. Pero con su nueva obra viene a demostrar que se trata de un autor sin concesiones, capaz de hacer un film de una densidad narrativa que no tiene nada que envidiarle a la mejor literatura, al punto que la prensa francesa ya lo ha comparado tanto con Simenon como con Dostoievski.
El punto de partida es extremadamente sencillo, pero la puesta en escena da cuenta de un cineasta en pleno dominio de sus herramientas expresivas. Es noche cerrada en un valle desierto de la región de Anatolia, en la región asiática de Turquía. Gran plano general. Por un camino sinuoso, cerca del cual apenas se divisa la sombra de un árbol, comienzan a vislumbrarse las luces de tres automóviles que avanzan a gran velocidad, serpentean en la noche y se detienen bruscamente. Un grupo de hombres baja de los vehículos. Es una partida policial, que llega con un acusado para encontrar el lugar de un crimen y el cuerpo de la víctima. Pero el asesino, aturdido aún por su acto, no alcanza a reconocer el terreno. Lo que sigue será el largo camino de la noche hacia el alba, con una serie de personajes desarrollándose paulatina y magistralmente frente al espectador, durante dos horas y media de relato.
Ese camino quebrado, tortuoso, que se va enredando como un laberinto a medida que avanzan los autos y con ellos la burocrática investigación, se revela poco a poco como la representación de la conciencia de esos hombres, cada uno con sus vidas, sus ilusiones y fracasos. Está el asesino, que no parece haber tenido otro pasado que la miseria y que no tiene otro futuro que la cárcel. Está el jefe policial, harto de su trabajo, al que cree haberle dedicado más tiempo y esfuerzo del que ahora –después de veinte años en la fuerza– reconoce que merecía. Pero están sobre todo el fiscal y el médico forense, que durante esa larga noche del alma que atraviesan por la campiña turca irán descubriendo facetas ignoradas de sí mismos, verdades que nunca pronuncian en voz alta pero que se adivinan en sus ojos tristes y cansados.
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