Vie 10.06.2011
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CINE › HANNA, UN RARO THRILLER DE ACCION DIRIGIDO POR EL BRITANICO JOE WRIGHT

Una jovencita que es experta en matar

No todo termina de cuajar en la película que protagoniza la adolescente Saoirse Ronan, pero no carece de buenos momentos. Sobre todo por la elección de Berlín como telón de fondo.

› Por Luciano Monteagudo

6

HANNA

(EE.UU./Gran Bretaña/
Alemania, 2011)

Dirección: Joe Wright.
Guión: Seth Lochhead y David Farr, basado en un argumento de Lochhead.
Fotografía: Alwin Küchler.
Música: The Chemical Brothers.
Intérpretes: Saoirse Ronan, Cate Blanchett, Eric Bana, Tom Hollander y Olivia Williams.

La trama transcurre en nuestros días y la protagonista tiene 16 años, pero no sabe qué es un teléfono, ni un televisor, ni siquiera una ducha. Creció y se formó en un bosque impenetrable, en lo que parece ser el extremo norte de Finlandia, donde la nieve no tiene fin. Allí aprendió a cazar ciervos de un solo, certero flechazo, y a luchar cuerpo a cuerpo y de igual a igual con un hombre. Que no es otro que su propio padre. Y que no sólo la entrena en las disciplinas del cuerpo sino también en las de la mente: Hanna maneja fluidamente varios idiomas y siempre, hasta cuando duerme, está alerta y vigilante, como el mejor de los ninjas. Básicamente, lo que Hanna aprendió es a sobrevivir. Y también a matar.

Primera experiencia en el cine de acción de Joe Wright, un director inglés que se había hecho un nombre con esmeradas, laboriosas adaptaciones literarias (Orgullo y prejuicio, sobre Jane Austen, con Keira Knightley, estaba mucho mejor que Expiación, deseo y pecado, infatuada superproducción sobre Ian McEwan), Hanna tiene, como todo en la vida, sus pros y sus contras. Por un lado, sin ser precisamente original –pesan los antecedentes de La femme Nikita, la saga Bourne y hasta de la farsa Kick Ass–, la película logra llamar la atención, al menos en la primera mitad del relato, con el personaje de esta chica de apariencia frágil, casi transparente, pero formada para ser una máquina de guerra.

Pero esta misma contradicción es la que fuerza al espectador a suspender al máximo la verosimilitud: por más que Hanna haya sido criada como lo fue y que en algún momento se explique que hasta su ADN ha sido alterado para hacerla más rápida y más fuerte de lo que puede serlo una mujer, cuesta creer que esta adolescente casi anoréxica esté en condiciones de combatir como lo hace con agentes especialmente entrenados y que la doblan en peso y estatura.

Deliberadamente, en Hanna (interpretada por Saoirse Ronan, 17 años) no hay nada de Lolita: su personaje es del todo asexuado, sin relieves, de una apariencia casi andrógina. El único momento en que un muchacho intenta darle un casto beso, se convierte en un mal paso de comedia, con Hanna, fría como un robot, derribándolo con una llave de judo. Las escenas de acción tampoco parecen el fuerte del realizador Joe Wright: son siempre demasiado mecánicas, rutinarias, de manual, como si las hubiera dejado en manos del director de segunda unidad.

Hay, sin embargo, algunos atractivos aislados en Hanna. Sus referencias al mundo cruel de los cuentos infantiles de los hermanos Grimm, en el cual la chica también fue formada, tienen su correlato en la villana de la película, una bruja contemporánea llamada Melissa Wiegler, agente de la CIA empeñada en matar a la niña, que en la ajustada composición de Cate Blanchett hace recordar un poco a la Lotte Lenya de De Rusia con amor, al punto de que cuando prueba sus zapatos de tacón parece que de su puntera va a salir algún arma filosa. A su vez, el estereotipado killer gay, de pelo platinado y afición por el kabaret, que propone Tom Hollander, parece escapado de alguna película de Fassbinder (aunque el casting ideal para que ese personaje eurotrash hubiera ganado una dimensión mayor tendría que haber sido Udo Kier).

Finalmente, siempre es un placer, aunque sea en unas pocas escenas, ver a Berlín como escenario de un thriller de espionaje, no sólo porque la ciudad, por su escenografía natural, se presta como pocas para el tema, sino también porque la memoria emotiva del espectador no puede dejar de asociarla con una Guerra Fría que habría acabado, pero que en el cine se perpetúa míticamente.

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