CINE › “CASANOVA”, DE LASSE HALLSTRÖM, CON HEATH LEDGER Y JEREMY IRONS
› Por H. B.
Casanova se enamora y termina eligiendo la monogamia. De aspecto terrible, el inquisidor vaticano que compone un desaforado Jeremy Irons termina siendo más parecido al inspector Clouseau que al padre Lombardero. Todo el mundo se la pasa adoptando identidades falsas, y los demás siempre se lo creen. Los venecianos hablan en inglés. En lugar de canzonettas, los gondolieri cantan baladas folk. El verdadero motivo de la promiscuidad del más famoso amante de la historia resulta ser que vive añorando a la mamá. Al final, la mitad más uno del elenco se sube a un barco y marcha con rumbo desconocido, casi como los protagonistas de La vida acuática. Por momentos ridícula sin querer, por momentos queriendo, esta nueva Casanova transmite la sensación de no entenderse del todo a sí misma. Síntoma típico de aquellas grandes producciones donde, por demasiadas manos en el plato, el resultado se parece más que nada a un garabato.
Pero a veces es preferible el garabato que el dibujo serio y coherente, y eso es lo que salva a Casanova del mamarracho liso y llano. Exhibiendo todos los síntomas típicos de la qualité de época (imponente monumentalidad veneciana, desfile de empavonados personajes, vestuario para caerse de espaldas, fotografía de tarjeta postal), la película dirigida por el sueco Lasse Hallström empieza con una escena tan solemne como disparatada, en la que la mamá abandona al pequeño Giacomo, prometiendo que volverá algún día. Vaya si terminará volviendo, en un last minute rescue al pie de la horca, después de que su edípico párvulo la busque en 10.000 mujeres ... literalmente. Durante buena parte del metraje, Hallström y sus guionistas parecen no decidirse del todo entre el psicologismo más primario, la insólita pacatería de narrar a un Casanova casi asexuado y un paso de comedia forzada y teatral, en el que no faltan homenajes a El mercader de Venecia y algún otro Shakespeare. Cuando se deciden –textualmente empujados por la aparición del obeso comediante Oliver Platt, que hace de comerciante de grasa de cerdo– terminan tirando la chancleta y optando por el delirio. E incluso, en toda la parte final, por un slapstick de cine mudo.
¿Importa algo la anécdota de Casanova, en la que el más célebre amante se ve obligado a contraer matrimonio, para no ser expulsado de su amada Venecia? ¿Debe atribuírsele algún viso de seriedad a que la elegida sea una suerte de protofeminista avant la lettre, en una película en la que llega a hablarse de publicidad, unos trescientos años antes de su invención? ¿O conviene relajarse y gozar con esos anacronismos, con el humor casi porceliano de algunos pasajes, con el inquisidor over the top de Jeremy Irons, con el increíble tratamiento de belleza (en base a grasa de cerdo) al que el protagonista somete al mercader? Ni el propio elenco parece saberlo con propiedad. Heath Ledger da la impresión de ser el cowboy de Secreto en la montaña, pero con traje de época en lugar de camisa leñadora; Lena Olin pasa de la seriedad al cachondeo; Platt se toma el pelo a sí mismo y a la protagonista femenina, Sienna Miller, se la nota convencidísima de que su Francesca lee Las/12 todos los viernes. Pero la película parecería escrita por los editores de Sátira/12. ¿O no?
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