CINE › “EL PLAN PERFECTO”, DE SPIKE LEE, CON DENZEL WASHINGTON
La nueva película del director y el actor de Malcolm X es un thriller por encargo.
› Por Horacio Bernades
Run for cover, correr en busca de refugio: eso aconsejaba Hitchcock a cineastas en problemas. Es lo que parece haber hecho Spike Lee tras el desastre de su película anterior, She hate me, que produjo por su cuenta y en la que ni él mismo parece haber entendido bien si quiso hacer una sátira antimachista, un alegato en contra del lesbianismo o todo junto. Recibida con el mismo desprecio por crítica y público en su país (aquí salió directamente en video), en cuanto se le presentó la posibilidad de filmar un producto industrial, Mr. Lee parece haberse abalanzado sobre él. El plan perfecto es ese producto. Y no es que no funcione ni que el director de Haz lo correcto haya cumplido su papel a media máquina. Enérgica, construida con cuidado y narrada con la tensión que todo thriller dramático requiere, el problema de El plan perfecto es que se trata de la clase de producto en la que lo que se espera del director es justamente eso: que cumpla su papel, cobre por ello y se marche a casa, contento y calladito, en espera del próximo encargo.
Como en Tarde de perros, todo comienza cuando una pequeña banda de ladrones entra a mano armada en una sucursal bancaria, en pleno Manhattan Sur. Toman como rehenes a todos los que están allí, ponen una serie de exigencias bastante incumplibles y amenazan con empezar a despachar a los rehenes, de a uno en fondo. La diferencia es que si allí Pacino y sus compinches eran unos improvisados absolutos, aquí se trata de una banda superprofesional, liderada por un verdadero cerebro criminal, Dalton Russell (el británico Clive Owen). El costado El negociador consiste en que a eso se dedican los detectives Keith Frazier (Denzel Washington, otra vez a las órdenes de Lee luego de Mo’Better Blues, Malcolm X y El juego sagrado) y Hill Mitchell (el morocho Chiwetel Ejiofor), enviados a tomar cartas en el asunto. Como Hollywood estila cada vez más en sus productos clase A, subtramas y vueltas de tuerca están a la orden del día. Empezando por ese clásico de las internas policiales –con el capitán que encarna Willem Dafoe disputándole autoridad a su colega– y siguiendo por la aparición de Ar-thur Case, el todopoderoso al que da vida el siempre temible Christopher Plummer.
Uno de los dueños del banco, Case, parece tener guardado, en una caja fuerte de esa sucursal, algo infinitamente más valioso (y comprometedor) que simples dólares. Es para recuperarlo que contrata a Madeleine White, asesora de altos intereses que por su dureza daría la impresión de ser un Sam Spade con trajecito sastre (Jodie Foster). Y que terminará metida en el banco, negociando con Russell y deslindando territorio con Frazier. Mientras tanto, los ladrones ya han empezado a cumplir con su promesa de ejecuciones... A partir de un guión bien atado, Lee maneja todas estas líneas cruzadas sin confundirse, como quien agrega ingredientes en una olla a presión. Claro que la temperatura a la que Lee cocina esta vez es cerebral antes que física, y ni por asomo emocional. Bien distinta de la locura que crecía, entre calor y odios raciales, en películas como Haz lo correcto y Fiebre de amor y locura.
Lee no renuncia a ciertos incomprensibles manierismos (sobre todo esa manía de hacer que los personajes hablen a cámara, mientras vaya a saber por qué se desplazan, como subidos a un skate), pero los reduce al mínimo, en procura de abrochar el producto para el cual lo han contratado. Rodeado de un equipo de confianza (el director de fotografía Matthew Libatique, el compositor Terence Blanchard, el diseñador de producción y el editor) y apoyado en un elenco de hierro, Lee dosifica tensiones y humor, tiempos fuertes y alivios, sabiendo que cuenta con un buen par de sorpresas argumentales bajo la manga. Esas sorpresas, que terminan hallando en el presente insospechadas secuelas del nazismo, son la manera en que la película, y el propio Lee, parecen reclamar una “seriedad” que eleve a El plan perfecto por encima del producto que es.
Sobre el final, dos nobles hombres afroamericanos terminan haciéndole frente a un blanco poderoso y perverso. Con lo cual el director de Malcolm X parecería estar reservándose para sí una coartada política e ideológica bastante tirada de los pelos. No es difícil ver en ese gesto la actitud de quien remacha una manufactura con su firma, pero usando tinta invisible.
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