Sábado, 1 de octubre de 2011 | Hoy
CINE › ERARITJARITJAKA, BRILLANTE ESPECTACULO DE HEINER GOEBBELS EN FIBA
La obra del compositor alemán sobre textos de Elías Canetti tiene temáticas heterogéneas, aunque rondan las relaciones de poder, y también son diversas las estéticas musicales por las que discurre. Sin embargo, trasunta una coherencia inconmovible.
Por Diego Fischerman
ERARITJARITJAKA
Espectáculo de Heiner Goebbels sobre textos de Elias Canetti, con música de Johann Sebastian Bach, George Crumb, Maurice Ravel, Dimitri Shostakovitch, Giacinto Scelsi y Heiner Goebbels, entre otros.
Concepción y dirección: Heiner Goebbels.
Video en directo: Bruno Deville.
Escenografía e iluminación: Klaus Grünberg.
Vestuario: Florence von Gerkan.
Diseño de sonido: Willi Bopp.
Dramaturgia y colaboración en la dirección: Stephan Buchberger.
Ayudante de dramaturgia y escenografía: Anne Niederstadt.
Elenco: André Wilms y Cuarteto de cuerdas Mondriaan.
Teatro San Martín. Jueves 29.
Uno de los textos de Masa y poder, de Elías Canetti, elegidos por Heiner Goebbels para esta obra, habla del poder. Y del poder del secreto. Y de la estructura de muñecas rusas –los matemáticos la llamarían fractal– que lo sostiene. Eraritjaritjaka, el complejo y brillante espectáculo que se estrenó en 2004 en Lausanne, se presentó ese mismo año en el Festival de Edimburgo y que acaba de llegar a Buenos Aires, reproduce esa arquitectura. Aunque la vuelve sobre sí misma, en un giro a lo Moebius. La sala contiene a una casa que, a su vez, acabará conteniendo a la sala. Y a un actor, que logrará estar a un tiempo adentro y afuera –de la sala y de la casa– y a un cuarteto de cuerdas que establece un entramado textural y rítmico en el cual se mueven los textos –y el actor y sus acciones y la casa misma– y que, no casualmente, comienza y acaba con una fuga.
“Cuando muera, es difícil que alguien quiera escribir un cuarteto en mi memoria, así que decidí componerlo yo mismo”, decía Dimitri Shostakovich en una carta a Isaak Glikman, acerca de su Cuarteto No. 8. Creado en 1960 y dedicado “a la memoria de las víctimas del fascismo y de la guerra”, es una de sus composiciones más oscuras y oculta infinidad de referencias a otras músicas, propias y ajenas, e incluso a las iniciales de su nombre traducidas a notas según el cifrado alemán (D=Re, Es=Mi Bemol, C=Do y H=Si) y convertidas en el tema de la fuga inicial. Hay allí, por supuesto, una evidente lectura de Bach pero, por otra parte, ese cuarteto con el que comienza Eraritjaritjaka, con el Mondriaan tocando contra un negro absoluto, encierra una clave de toda la obra. En algún sentido es Goebbels el que cuenta su biografía: el que enuncia sus obesiones, a través del actor francés André Wilms y de Canetti, y el que compone, uniendo a Shostakovich con Scelsi y con Crumb y con Mossolov y Ravel, su vida musical. Y, nuevamente, Moebius: si en el principio Shostakovich mira a Bach desde su desgarrado estilo de la época de la Guerra Fría, en el final es el Contrapunctus 1 de El arte de la fuga, de Bach, el que lee, el que descifra, a la obra y a esa extraña palabra de los aborígenes australianos que Goebbels eligió para nombrarla y que significa “nostalgia por algo perdido”.
Una iluminación magistral, el robot que acompaña con su fantástica coreografía un texto acerca de la relación del hombre con los animales, las notables interpretaciones del Cuarteto Mondriaan y la composición absolutamente musical que Wilms hace de su personaje, son apenas el punto de partida para un juego de inclusiones –y de confusiones y enmascaramientos– que resulta siempre significativo, pero que no sería ni siquiera pensable sin la precisión casi exasperante que el espectáculo exhibe. Cada cambio de luz es milimétrico; cada entrada de una sílaba del texto está calculada con maniático detalle, y la escrupulosidad llega al punto de que el horario de un reloj mostrado en una filmación –y proyectado sobre la figura de la casa– coincide con el de la sala. El momento más asombroso, no obstante, es cuando el personaje, seguido por la cámara, se ha ido del escenario, ha subido a un taxi con el que ha dado una vuelta sin dejar de decir sus textos, ha caminado por la calle Montevideo y comprado una botellita de agua en un kiosco y, después de doblar en Corrientes en dirección contraria a la del teatro, ha entrado en una casa –la casa–, ha leído su correspondencia –y el diario argentino del día– y ha decidido cocinar una omelette. En ese momento hace algo virtualmente imposible: pica la cebolla exactamente al unísono con el staccato de las cuerdas en el Scherzo del Cuarteto de Ravel.
La naturaleza de los textos es heterogénea. Parte proviene de Masa y poder, parte de los diarios de Canetti y una secuencia es un extracto de Auto de fe. También son heterogéneas las temáticas, aunque muchos de los textos rondan las relaciones de poder. Y son bien diversas las estéticas musicales por las que la obra discurre. Sin embargo, la obra trasunta una coherencia inconmovible. El mundo de Eraritjaritjaka, esa nostalgia apenas definible y esa reflexión levemente desesperanzada acerca del ser humano, es, como el otro mundo, el que queda afuera (o adentro) de la sala, un sistema de relaciones imperceptibles (el famoso “efecto mariposa”) donde todo lo parecido se diferencia y en que lo más disímil guarda semejanzas. Donde la variedad infinita no hace otra cosa que definir al conjunto. Un mapa imaginario, a veces imposible, donde las distancias entre lo que está adentro y lo que está afuera se confunden y en el que, entre una y otra fuga, transcurre la vida.
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