Jueves, 22 de diciembre de 2011 | Hoy
CINE › BALANCE DE LA PRODUCCIóN CINEMATOGRáFICA INTERNACIONAL QUE SE VIO EN LA ARGENTINA EN 2011
El 3D empujó la recaudación, con un crecimiento del 10,9 por ciento de espectadores, pero también concentró el mercado todavía más de lo que ya estaba. Bajó la cantidad y la calidad de los estrenos y el cine internacional off-Hollywood pagó los platos rotos.
Por Luciano Monteagudo
Cuando se habla de balances, primero cuentan los números. Y los números de la exhibición cinematográfica en la Argentina durante la temporada 2011 –al menos aquellos que reflejan la recaudación y la cantidad de espectadores– fueron positivos. Muy positivos. Según datos de la consultora especializada Ultracine, al 30 de noviembre de 2011 se llegó a los 40.017.379 espectadores, con lo cual para cuando termine el año se habrá superado la barrera de los 42 millones de espectadores. Eso significa que en el total anual (11 meses) el público aumentó el 10,9 por ciento. Y la recaudación creció ¡42,1 por ciento! respecto de 2010: 912.424.674,01 contra 641.921.430,23 pesos.
Todos esos números pueden a su vez resumirse en uno solo, al que se le agrega la cuarta letra del alfabeto: 3D. El fenómeno de la tridimensionalidad llegó para quedarse e hizo la diferencia. El gran público compró –literalmente– la novedad y fueron las películas estereoscópicas, ésas que saltan sobre los ojos y resbalan en la memoria, las que empujaron las cifras del mercado local hacia arriba, en coincidencia con lo que pasa en casi todas partes del mundo.
Claro, esos números tan rutilantes esconden u opacan otros, más oscuros. La proliferación de dibujos animados y superproducciones de Hollywood en 3D concentró aún más el mercado de lo que ya estaba. Crecieron los espectadores y la taquilla, pero decreció la cantidad y, sobre todo, la calidad de los estrenos. El cine argentino –que tendrá su balance aparte, para dar cuenta de toda su complejidad– padeció particularmente esta concentración, con falta de fechas apropiadas y salas y horarios dignos para estrenar (aunque los espacios Incaa consiguieran en parte paliar el problema, especialmente el Km0 Gaumont, que se ha vuelto todo un éxito). Pero el cine internacional off-Hollywood pagó los platos rotos, como nunca antes.
Esa homogeneización de la cartelera, esa consagración de la sociedad del espectáculo –como hubiera dicho Guy Debord– que significó el triunfo del 3D, terminó de expulsar a los márgenes a casi todo el cine que no proviniera de la central de Hollywood. La brecha entonces se amplió: mientras el mainstream se enseñoreó como nunca en las cómodas multisalas 3D con sonido Dolby Stereo Digital, aderezadas con el dulzón olor a gaseosa y pochoclo, el cine europeo, asiático o latinoamericano fue empujado más y más a los circuitos paralelos, a las salas periféricas, con estreno en esa modalidad degradada que es la proyección en dvd ampliado, un formato que quizás expulsa más espectadores de los que se supone que suma.
Al fin y al cabo, con la sofisticación cada vez mayor de los home theaters y las facilidades que proporciona Internet para el acceso a todo tipo de películas, ya no es necesario padecer una mala proyección en una sala patibularia, cuando se puede ver casi cualquier cosa tranquilamente en casa. El resultado, sin embargo, es que, salvo para las películas-espectáculo, se está perdiendo el hábito de la pantalla grande y la sala oscura, una experiencia social que tiende a ser reemplazada por el onanismo del LCD o, peor aún, el monitor de la computadora.
Todas estas salvedades no impiden hacer un repaso de lo más valioso y perdurable del 2011. Entre las propuestas más radicales, se destacó, sin duda, El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, del tailandés Apichatpong Weerasethakul, Palma de Oro del Festival de Cannes 2010. En el extraordinario film de Weerasethakul –hecho de visiones, recuerdos, apariciones– vibra una idea consustancial a su propio medio de expresión: el cine como usina de fantasmas, como máquina del tiempo, como un instrumento capaz de preservar el pasado y proyectarlo hacia el futuro.
Del Lejano Oriente llegó también otro film excepcional, Poesía para el alma, del coreano Lee Chang-dong, quizá su obra más madura, una película que a pesar de las cimas y abismos que toca consigue un raro equilibrio, una suerte de serenidad y sabiduría que sólo se alcanza una vez que se ha atravesado, como una catarsis, el umbral de la tragedia. Otra visión extrema, de un pathos sobrecogedor, fue la de Morir como un hombre, del portugués João Pedro Rodríguez, un film que pasó injustamente inadvertido, como tantos otros este año.
De Portugal también llegó la bellísima El extraño caso de Angelica, de Manoel de Oliveira. Como siempre en el veteranísimo maestro portugués (103 años), la puesta en escena es en apariencia sencilla, casi naïf, pero en el interior de esos planos fijos y frontales, que recuerdan los del cine de Luis Buñuel (inspirados a su vez en la iconografía religiosa medieval), se esconde, sin embargo, el misterio de su arte. La realidad se transfigura en su mirada y todo adquiere un extraño vuelo feérico, a partir de la obsesión de un joven fotógrafo que cree haber visto sonreír (y haberlo captado con su cámara) a una joven muerta.
En un año particularmente pródigo para el cine italiano, donde abundaron los estrenos en la lengua del Dante –La prima cosa bella, La hora del crimen, El hombre que vendrá, Tengo algo que decirles, El amante– se destacaron particularmente dos. De manera muy evidente, Habemus Papa: el psiconalista del Papa. La notable película de Nanni More-tti –bendecida con una composición excepcional de Michel Pi-ccoli como el purpurado que se niega a asumir la máxima responsabilidad de la Iglesia Católica– se pregunta ante todo por las formas que asume la representación del poder, por los modos de relacionarse con la realidad, por las palabras y categorías de pensamiento con las cuales abordar el fragmentario mundo contemporáneo. Por su parte, y de un modo más discreto, quizá porque sus estrellas eran apenas unas cabras y un perro, otra cumbre del cine italiano de este año fue Le qua-ttro volte, de Michelangelo Framartino, que borra de manera indiscernible las fronteras entre documental y ficción para entregar un pequeño poema lírico, pleno de sabiduría, ternura y humor.
Filmada en paisajes típicamente italianos, pero protagonizada por la francesa Juliette Binoche y dirigida por el gran iraní Abbas Kiarostami, Copia certificada debe inscribirse entre los grandes títulos que deparó la cartelera porteña en el 2011. Por debajo de su apariencia deliberadamente simple, que durante una tarde de verano narra la lenta disolución de una pareja (interpretada por Binoche y el cantante de ópera William Shimell, en su debut cinematográfico), Copie conforme trabaja distintos niveles de lectura, que giran todos alrededor del tema del doble y de los ecos de otras historias en una nueva historia. Es que el tema de la “copia auténtica” es la idea central de la nueva película de Kiarostami, que en su primera incursión fuera del cine de su país se anima a dialogar con las convenciones y los modos de relato del cine occidental.
Otra cumbre del año fue Aquel martes después de Navidad, del rumano Radu Muntean, que con la historia más vieja del mundo –un triángulo amoroso– demuestra que la originalidad no está en los temas, sino en la forma de abordarlos. Y, de paso, que el cine de su país sigue estando no sólo en la cresta de la ola festivalera, sino que es capaz de producir con solidez y continuidad un núcleo de films de un rigor y una madurez sorprendentes.
A diferencia de otros años, de Francia llegaron pocos títulos. Se destacaron La mentira, de Xavier Giannoli, y De dioses y hombres, de Xavier Beauvois. Pero sobre todo, y por varios cuerpos, la excepcional Carlos, de Olivier Assayas, dedicada a una de las figuras más enigmáticas, controvertidas e inasibles del terrorismo internacional, el venezolano Ilich Ramírez Sánchez, que si no fuera porque existió y existe en la realidad (actualmente cumple cadena perpetua en Francia) se diría que es un personaje de ficción, la creación de un guionista afiebrado, una criatura puramente cinematográfica.
Un nombre repetido en la cartelera porteña este año fue el de Woody Allen, a quien el público local pudo finalmente seguirle el tren y ponerse al día. Primero fue el estreno de Conocerás al hombre de tus sueños (la más floja de sus películas en muchos años), luego la ácida Que la cosa funcione, y last but not least, la luminosa Medianoche en París, un simpático, ligero divertimento. Allí, Hemingway, Picasso y otras vacas sagradas de la cultura parisina de los años ’20 son mostrados de forma amablemente caricaturesca, a la manera de un viejo cuento de Allen, ¡Memorias de los años veinte! (incluido en el volumen Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, reeditado infinidad de veces por Tusquets).
En el campo del cine indie estadounidense fueron muy celebradas (seguramente demasiado) Lazos de sangre, de Debra Granik, y Blue Valentine, una historia de amor, de Derek Cianfrance, pero la película verdaderamente independiente del año fue Go Get Some Rosemary (Daddy Longlegs), de los hermanos Jo-shua y Ben Safdie, hecha en el auténtico espíritu de John Casave-ttes. Y si de polémicas se trata, nada fue más controvertido que el estreno de El árbol de la vida, de Terrence Malick, protagonizada por Brad Pitt y ganadora de la Palma de Oro de Cannes 2011. En el mismo film –que aspira a las dimensiones cósmicas del Kubrick de 2001: Odisea del espacio– parecen convivir las cimas y abismos del mejor y del peor cine: el más lírico y sugerente y también el más elemental, soberbio y pedestre.
La temporada cinematográfica 2011 tampoco hubiera sido la misma sin los desbordes tanáticos de El cisne negro, de Darren Aronofsky, inspirados en los gialli del italiano Dario Argento, y sin el formalismo mórbido, vicioso de La piel que habito, de Pedro Almodóvar. En una cuerda diferente, pero igualmente perturbadora, el enfant terrible canadiense Xavier Dolan presentó Yo maté a mi madre, un film hecho desde la subjetividad de su director y su personaje, que son un poco el mismo.
El cine de género de Hollywood trajo el regreso, en su mejor forma, del viejo maestro del terror John Carpenter, con Atrapada, mientras que los hermanos Joel y Ethan Coen se dieron el gusto de hacer la remake del western True Grit, que aquí se llamó Temple de acero. La primera hora de metraje de Super 8, el homenaje de J.J. Abrams al cine de Steven Spielberg, también estuvo entre lo más impactante del año; lástima que la segunda mitad se dispersara por los mismos “valores de producción” que uno de los niños protagonistas, aspirante a cineasta, anhelaba alcanzar.
En todo caso, la mejor reflexión sobre el cine que aportó el cine mismo este año fue La vida útil, del uruguayo Federico Veiroj. Como escribió en estas mismas página Horacio Bernades, “La vida útil es el anti Cinema Paradiso que durante el último cuarto de siglo el cine estuvo esperando: una película que en lugar de llorar la muerte de una época salta sobre ella, con un pasito de tap dance”.
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