Mar 24.01.2012
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CINE › EL FENóMENO DE LOS CORTOMETRAJES EN EL MAPA CINEMATOGRáFICO ARGENTINO

“Cuando hay tanto siempre pueden surgir cosas buenas”

La lista de films nacionales de menos de media hora es vasta y diversa. Una creciente cantidad de muestras y festivales, la libertad creativa inherente al formato y la tecnología confluyen en la nueva coyuntura. Lo que falta es mayor presencia en la cartelera.

› Por Ezequiel Boetti

La finalidad del diccionario es la evacuación de dudas sobre la utilización de un determinado vocablo o construcción lingüística. Es decir, darle un sentido unívoco a algo que originalmente no lo tiene. Todo eso siempre y cuando el término en cuestión no sea “cortometraje”: la definición online de la Real Academia Española no acota ni puntualiza; por el contrario, expande. “Película de corta e imprecisa duración”, devuelve el monitor. La vaguedad de la frase tiene su correspondencia con el amplísimo crisol artístico y técnico argentino. Desde la radicalidad experimental de Ernesto Baca hasta el espíritu seminal de Tetsuo Lumière, pasando por la animación casera pero infinitamente profesional de Juan Pablo Zaramella, cuyo Luminaris está entre las diez preseleccionadas que pelearán por una candidatura al Oscar a Mejor Cortometraje Animado, la lista de films nacionales de menos de media hora es vasta y diversa. “Contamos con aproximadamente mil producciones por año, entre aquellas realizadas de forma independiente y las de las escuelas de cine”, estima Liliana Amate, coordinadora del Departamento de Cortometrajes del Instituto Nacional de Cine y Artes y Audiovisuales (Incaa).

Las razones del crecimiento

“Nos abocamos a que todo el material pueda salir al exterior. Lo hacemos a través del envío gratuito a distintos festivales internacionales, con lo que en algunos pasamos de tener uno o dos cortos a veinte o veinticinco”, asegura la funcionaria. La creación de esa dependencia, que desde 2009 llamó a dos concursos para proyectos digitales y coordinó gran parte de las convocatorias de material terminado para los canales de la Televisión Digital Terrestre, es un producto directo del fenómeno, pero no el único. La creciente cantidad de muestras y festivales, la libertad creativa inherente al formato y la tecnología confluyen en la nueva coyuntura. “Las posibilidades que se abrieron desde hace diez años habilitaron a muchos cineastas independientes a hacer trabajos prácticamente profesionales, algo que antes era muy difícil. Y cuando hay tanto siempre pueden surgir cosas buenas”, observa Becho Lo Bianco, animador del premiado Teclópolis. Esa democratización no alcanza solamente a la etapa de producción, sino también a la posterior difusión y reproducción. En ese sentido, la multiplicidad de ventanas y la preponderancia de lo efímero, características nodales de Internet, se adecuan perfectamente a este formato. “La gente que navega les presta atención a las cosas durante un minuto, y uno tiene que engancharlo sí o sí en ese tiempo”, complementa. Es por eso que sitios especializados como el nacional Solocortos.com o los más genéricos YouTube y Vimeo operan como trampolín al mundo para cientos de cortometrajes.

Sin embargo, muchos buscan un espacio en el ámbito tradicional de exhibición cinematográfica: la sala. La tarea es muchas veces ciclópea. Con las honrosas excepciones de los ganadores del concurso anual del Incaa agrupados en las Historias Breves, cuya sexta edición se estrenó en diciembre de 2010, la factoría nacional no tiene lugar en la cartelera comercial. Ante este panorama, en el transcurso de este año, los espacios Incaa, aquellas pantallas programadas por el instituto, buscarán incrementar la presencia de los cortometrajes especialmente en el interior del país. “El público va a empezar a degustar este formato”, afirma la ejecutiva. Pero el proceso será gradual. Por un lado, se trata de estimular a un público mayoritariamente ajeno a las narraciones breves. Pero además, porque se requiere una ingeniería institucional compleja que permita resolver la enrevesada serie de trámites administrativos –libre deuda con los sindicatos involucrados, entre otros–, indispensables para el estreno comercial de un film.

Frente a esa coyuntura, muchos cineastas encuentran su lugar en las muestras y festivales. Según consigna el imprescindible anuario de la consultora Ultracine, existen casi cien eventos distribuidos a lo largo y ancho de la Argentina, mientras que alrededor de setenta tienen espacios –competitivos o no– para cortometrajes. “Este crecimiento fue mucho más notorio en los últimos tres o cuatro años”, asegura Luciana Abad, quien desde hace un lustro coordina la distribuidora Hasta 30 minutos. Las actas de nacimiento de los festivales validan el joven fenómeno expansionista. A excepción del clásico gesellino Uncipar, que en la próxima Semana Santa tendrá su 34ª edición, eventos como Cortópolis, Mirada en Cortos, Hacelo Corto, Noa Cortados, o los de Oberá, Tandil, Maipú, Comodoro Rivadavia y Olavarría, entre otros, tienen una antigüedad promedio de cinco años.

La consecuencia principal es la posibilidad concreta de ver gran parte del material producido en el país. “Hay muchos directores de 30 o 35 años que se dedican a la publicidad y, además de irles muy bien, tienen un conocimiento profesional de la disciplina. Entonces pueden generar contenidos por gusto, por placer. Siempre les digo a los realizadores que para todos las obras existe una pantalla, que solamente hay que buscarla”, agrega Abad antes de detallar el circuito habitual de un cortometraje. “Los festivales más importantes usualmente piden material nuevo, de entre 12 o 18 meses. Entonces el plan se arma primero teniendo en cuenta esos eventos y los diferentes países donde el corto puede llegar a funcionar. El segundo año, en cambio, se apunta a los festivales más chicos o a aquellos que no son tan estrictos en ese sentido. En total son alrededor de dos años a partir del estreno.”

Sin embargo, la democratización tecnológica, el aumento geométrico de la cantidad de festivales y las iniciativas estatales no serían más que una mera situación coyuntural y transitoria sin la anuencia de un conjunto de cineastas dispuestos a seguir apostando por este formato, incluso a pesar de la acepción lectiva, de tesis universitaria, o de producto traccionado por la imposibilidad de hacer un largo que acarrea. Como si la menor duración implicara una suerte de proyecto inconcluso, perdura una mirada de reojo a las narraciones cortas, que ignora su búsqueda constante de lenguajes. Puede haberlos experimentales y en Súper8 (los del reaparecido Claudio Caldini) o más apegados a las normativas narrativas clásicas (Medianeras, de Gustavo Taretto, luego hecho largo), pero lo fundamental es que, a diferencia de gran parte de los largometrajes, la forma es consecuencia del contenido y no al revés.

“El corto posibilita que la industria no te restrinja ni te marque los límites. La mayoría de los largos tienen que responder a una inversión, en cambio aquí la idea se de-sarrolla hasta donde se quiere. Hay cortos que duran un minuto y tienen un impacto que no tiene un largo de dos horas”, afirma Raúl Etchelet, director de Maipú Cortos. Para Paulo Pécora, la clave está en el juego lúdico que implica exprimir la capacidad creativa. “Hay un espacio de libertad para reencaminar las cosas que salen mal y encontrar caminos aleatorios, recovecos o atajos que permitan llegar al mismo destino sin tener los mismos medios de un largometraje. Además una historia más larga implica más trabajo en la elaboración de los personajes y la trama. En un corto existe cierta cintura en la estructura narrativa. Para mí es un espacio muy lúdico. No todo el mundo hace cortos porque no tiene dinero o porque no se anima a hacer un largo, sino porque es un espacio que los completa como realizadores”, teoriza el periodista y director de una treintena de cortos. Los animadores son un ejemplo inevitable.

La pasión de animar

No es arriesgado pensar que hoy será uno los días más importantes en la historia del cortometraje argentino. Cuando se conozcan las ternas de los próximos Oscar, se sabrá si Luminaris estará o no entre las candidatas a Best Animated Short Film. Lejos de encuadrarse en un hecho aislado, la mención de un producto nacional en la meca de la industria connota la calidad técnica y artística local alcanzada gracias a un conjunto de animadores dispuestos a suplir la escasez monetaria con inventiva e ingenio. Así, el corto argentino crece cualitativamente traccionado por los artesanos del lápiz y el papel. “El equipamiento que necesitás es complemente casero y es posible ser muy profesional si le dedicás el tiempo que necesita. Vos podés iluminar con lamparitas comunes y hacer un buen corto igual. No hay limitaciones desde la técnica. Lo único es la inversión de tiempo. Lo más caro es la mano de obra. Si uno se hace cargo de eso tardarás dos o tres años, pero lo vas a hacer. A todos nos une la voluntad para empezar y terminar los proyectos”, observa Zaramella, realizador de Viaje a Marte y Lapsus. La fidelidad y la perseverancia, entonces, son piezas fundamentales para lograr esa alquimia que es una animación.

Esta forma de trabajo también tiene su faceta positiva. La independencia le otorga prioridad tácita al producto por sobre los mandatos temporales impuestos por terceros. Eso confluye en la generación de un estilo caracterizado, valga la redundancia, por la ausencia de estilo. “Aquí siempre se busca algo distintivo. No hay una escuela que una pueda identificarse claramente como ‘argentina’, cosa que sí pasa con Estados Unidos o Japón, por ejemplo. Entonces generalmente el argentino no sigue muchos modelos. Y los que intentaron seguirlo no hicieron trabajos muy buenos porque quedaron parecidos a algo que ya existía. Lo mismo pasa en el comic”, compara Agustín Graham Nakamura, director de Fear. El dibujante comenzó con su trabajo bautismal durante su estadía en Japón, adonde viajó especialmente para estudiar animación tradicional y 3D. Desde entonces, el proyecto fue creciendo. “Avanzaba muy rápido y no llegaba a colorear, entonces mi tutor sugirió hacer un workshop con otros alumnos de la cátedra y colorearon prácticamente todos los dibujos”, recuerda. Así, aquel solitario proyecto académico terminó demandando más de tres años de producción.

Queda claro, entonces, que la dilatación temporal es una cuestión prácticamente procedimental. Basta ejemplificar con Luminaris. La técnica del cuadro por cuadro con actores (o pixilation) implementada por Zaramella estiró hasta dos años y medio el tiempo de rodaje: cualquier variación climática generaba un desequilibrio cromático en los fotogramas imposible de remendar. “Sólo podíamos filmar en las calles cuando estaban vacías, o sea domingos y feriados, con la luz de la mañana. Una mínima bruma podía arruinarnos la toma y teníamos que volver al domingo siguiente, siempre y cuando amaneciera despejado. Si pasaban más de tres semanas, la posición del sol cambiaba y las sombras ya no servían en esa locación”, recordó el cineasta ante este diario un mes atrás. Por otra lado, el stop motion de Teclópolis requirió una dedicación a tiempo completo durante más de dos años. Una de sus consecuencias fue la oficialización del vínculo de los animadores mediante la creación del estudio CanCan Club, que el mes que viene estrenará el cortometraje Inercia. Así, el fenómeno Luminaris se erige menos como una sorpresa que como la feliz consecuencia de un trabajo continuo. Es que desde hace varios años los cortos nacionales dan la vuelta al mundo alzándose con los lauros más importantes de la especialidad.

Desde su estreno en 2009, El empleo, suerte de distopía de seis minutos en la que los humanos reemplazan a los objetos utilitarios de la rutina, ganó más de cien premios, entre ellos el de la meca de la animación, el Festival de Annecy. La vitrina repleta convirtió al film de Santiago Bou Grasso y Patricio Plaza en el corto más galardonado de América latina, pero no del mundo: el corto más premiado del mundo es Porque hay cosas que nunca se olvidan. Con más de trescientos lauros y su correspondiente mención en el Libro Guinness, se trata de una producción española, rodada en Italia (actúa el futbolista Fabio Cannavaro) y, claro, dirigida por un argentino radicado en Madrid, Lucas Figueroa.

Hay más ejemplos de cómo la representación celeste y blanca trasvasó las fronteras para convertirse en una cantera de talentos hoy diseminados por todo el mundo. Uno de los cinco ganadores del concurso Your Big Break, que consistía en una buena suma de dinero para la concreción de un proyecto con la asistencia técnica del equipo técnico del organizador del concurso, un neocelandés llamado Peter Jackson, fue Andrés Borghi. Gracias a eso, el cineasta y guionista argentino pudo rodar Working Day con una de las editoras y el diseñador de sonido de El señor de los anillos, entre otros. Se trata de apenas dos muestras de un “desarrollismo artístico trasnacional incipiente”. Quizá la RAE aplique esa nueva acepción en su edición actualizada.

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