CINE › “EL ACORAZADO POTEMKIN” CON PAGINA/12
Con la edición de mañana del diario, se presenta el DVD El acorazado Potemkin, que ratifica el carácter de obra maestra del film y reactualiza la figura de su director, Sergei M. Eisenstein.
Si es verdad que no hay verdadera revolución social sin un cambio estético radical, entonces la Rusia de 1917 vivió un proceso histórico verdaderamente trascendente. Aquellos años, que abrieron la perspectiva de un futuro sin fronteras, serán recordados como un momento en el que el paradigma de lo que era el mundo tambaleó para que millones se asomaran a un sueño. Ahí están la vida y el cine de Sergei Eisenstein para demostrarlo. Página/12 ofrece un encuentro con aquel retazo de paraíso que algunos artistas ayudaron a vislumbrar a través de una colección de tres DVD que mañana ofrecerá su primera entrega con El acorazado Potemkin (1925), la más célebre de las realizaciones de un genio al que no le temblaron los nervios por ponerse a la altura de su momento histórico.
Repasar la trayectoria de aquella máquina de demoler construyendo que nació con el nombre de Sergei Mijailovich Eisenstein no solamente hecha luz sobre una individualidad excepcional. La osadía con la que aquel joven de cráneo desproporcionadamente grande encaró sus primeros trabajos recuerda que no hay libertad aislada de un proceso colectivo de liberación, como también invita a considerar que, como fruto de aquel momento y de aquel hombre, el cine de Eisenstein es irrepetible.
Volver a este letón nacido en Riga en 1898 es reconectarse con un Leonardo moderno, que empezó estudiando ingeniería, luchó en las trincheras con el Ejército Rojo, se apasionó por la escritura japonesa y por las teorías teatrales de Vsevolod Meyerhold y terminó generando un “cine-puño” para trompear al espectador y convertirlo en un hombre nuevo. A tal punto encarnó Eisenstein las potencialidades de cambio del furor social con el que se conectó, que cuando la revolución entró en su etapa burocrática se transformó en uno de los nombres sospechados por el dictador Joseph Stalin. No fue el único odio “meritorio” que se ganó el cineasta. Los camisas negras norteamericanos estaban convencidos de que había que prohibir su entrada a Estados Unidos porque su arribo era “peor que el desembarco de un ejército comunista”.
Para lograr esa influencia personal sobre los pueblos –equivalente, es verdad, a la de cientos de soldados, pero pacífica– Eisenstein tomó desde temprano una senda de pensamiento y experiencia lo suficientemente amplia para que pudiera transitarla su mente colosal. De la primera vez que concurrió a un circo quedó marcado por los acróbatas y, sobre todo, por los payasos. Esa fascinación aparecería en sus films bajo la forma de una poética que combinaba movimiento con interacción y seducción, tanto en los cuerpos vivos como en los objetos. La adolescencia, en cambio, lo acercó al Renacimiento y a Da Vinci, con quien se sintió muy identificado después de leer a otro referente: Sigmund Freud. Buen dibujante, Sergei se pasaba las tardes leyendo, casi sin hablar con su padre y añorando a una madre poco afectuosa a la que no veía nunca.
Culto y refinado, concurría a sus clases de ingeniería cuando se encontró con la revolución pululando en las calles de San Petersburgo. En asamblea, sus compañeros de estudio decidieron alistarse en el ejército para combatir a favor de los bolcheviques. Aunque su padre le había adelantado que él lucharía por el bando blanco de los zaristas, Sergei se puso el uniforme miliciano y abrió paso así a sus próximas dos lecciones: la del ritmo y la de los sujetos colectivos. Ritmo veloz de las ametralladoras. Hombres hermanados como uno solo en la trinchera. Contrapunto del ataque de un ejército contra otro. Hermanos de sangre conocidos en medio de una batalla. Todas esas vivencia serían parte del futuro creador.
Cuando los soviets finalmente triunfaron Eisenstein decidió estudiar japonés. Esa lengua le ofreció una demostración viviente de la manera en que podía funcionar el cerebro humano, a partir de sus ideogramas. “Un ojo más la figura del agua equivale a llanto”, leía el ruso. Y pensaba en una forma de narrar que recogiera ese fenómeno de remisión casi automático. Llegaría pronto.
En 1922, ya vinculado con el teatro, se topó con Meyerhold. El maestro lo introdujo en la biomecánica, un principio de análisis según el cual cada movimiento del cuerpo puede ser diferenciado y utilizado con máxima capacidad comunicativa. Esa plenitud expresiva sería una de las grandes ansias del Eisenstein cineasta; contundencia que buscaba ahorrar celuloide y tiempo para acercar la revolución a un costo mínimo.
Después vinieron viajes y honores. Exitos en toda Europa y una visita frustrada a Hollywood que concluiría en un proyecto de película –también frustrado– en México (¡Viva México!). Pero esa sucesión de claroscuros no hubiera llegado jamás sin Acorazado Potemkin. En el film, que Buñuel calificó como “la mejor película de todos los tiempos”, no sólo se narra la rebelión de marineros de un barco que en 1905 hizo estallar una sedición contra el zarismo en Odessa. También está allí la explosión definitiva de un genio, catapultado a un arte del futuro a fuerza de osadía. Allí las posibilidades rítmicas y figurativas del montaje, la ausencia de un héroe individual, la épica colectiva, el trabajo desalienado sobre los objetos y la presencia de actores no profesionales marcan toda la narración; dando una pauta que atravesará el siglo y las geografías influyendo directamente en creadores tan dispares como Emilio “el Indio” Fernández o los miembros del “tercer cine” latinoamericano.
En esos 79 minutos se dio, también, la entrada a Occidente de una luminaria todavía desconocida en toda su magnitud, que supo atravesar en sus análisis toda la cultura europea, la poesía, la pintura y las historia, dejando películas, como La huelga y Octubre, que también vendrán con este diario en las próximas semanas.
Informe: Facundo García.
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