Domingo, 7 de mayo de 2006 | Hoy
CINE › ENTREVISTA AL ACTOR RODRIGO DE LA SERNA, QUE PROTAGONIZA LA RECIEN ESTRENADA “CRONICA DE UNA FUGA”
De Francella a Okupas y de amigo del Che Guevara en travesía latinoamericana a arquero de Almagro chupado por la dictadura, De la Serna batalla entre los que creen que la calidad y la popularidad pueden unirse.
Por Julián Gorodischer
Su hosquedad militante respeta el mito del artista verdadero: es el que se expresa fluidamente sólo en acto. Si sus trabajos hablaran, dirían mucho sobre creencias y convicciones. ¿Una coherencia? Allá lejos y hace tiempo, Rodrigo de la Serna era el rey de la comedia: nunca fue prejuicioso sobre los géneros populares; le gustaba el remate rápido junto a Guillermo Francella en la tira Naranja y media (Telefé, 1997), pero luego también el gag sofisticado de Son o se hacen, dirigido por Diego Kaplan, un precursor de la ola actual de sitcoms. Esa vez (Canal 9, 1998) pasó a la breve historia catódica en la primera aproximación a sexualidades alternativas que hubo en la tele. Muchas veces le tocó encajar en una fundación: ocurrió en el ’98 cuando inauguró las historias de deseo cruzado entre confundidos sexuales, y luego en Okupas (Canal 7, 2000, guionado y dirigido por Bruno Stagnaro), al aparecer en el primer retrato de marginalidad en la ciudad de la crisis delarruista.
Y en 2006 vuelve a ser pionero, esta vez en una película de Israel Adrián Caetano (Crónica de una fuga, sobre la huida de cuatro ex detenidos desaparecidos de la Mansión Seré), adaptando el relato sobre el pasado trágico a las reglas del cine de acción. En esa búsqueda de llevar calidad a más gente, ¿se podrá encontrar el eje que organiza una carrera? Rodrigo de la Serna batalla en esa corriente –más o menos reciente– que imagina y concreta una fusión entre lo culto y lo masivo. Lo hará de nuevo en su próximo trabajo. Detective Montero (el unitario de Damián Szifrón que “muy pronto” estrenará Telefé) retomará el espíritu de Los Simuladores para proponer una ficción del género detectives plagada de guiños y citas pero apta, también, para no entendidos. Allí será un detective de homicidios desencantado, entregado a una burocracia de la investigación criminal, súbitamente a cargo del cuidado de un hermano de once años que se le apareció de imprevisto y con el que deberá aprender a convivir aún teniendo características de personalidad opuestas. “Me gustaba Los Simuladores; era muy divertido”, dice De la Serna. “Damián Szifrón tiene mucho respeto por el público; da lo mejor de sí para la gente. Son programas muy populares y con calidad. Está bueno que mucho público vea cosas cuidadas; porque es cierto que Okupas estaba bárbaro, pero conseguía sólo unos puntos de rating.”
Tiene 30 años y el hecho de que le toque contar una historia sobre el pasado trágico permite la pregunta: ¿quedó marcado? La dictadura lo encontró como recién nacido (clase ’76), luego en el jardín y la primaria: entonces era un iletrado, poco consciente. “Yo no tuve la posibilidad de militar, pero esas marcas todavía están –asume–. En mi historia personal, veo a un policía o un milico y me da miedo. Hay una impunidad grande y todavía no se blanqueó lo que pasó; no se sanaron las heridas.” Luego del protagónico en Crónica de una fuga, inspirada en la historia verídica del ex arquero de Almagro Claudio Tamburrini (su captura, cautiverio en la Mansión Seré y su fuga), hace propias las preguntas que el propio arquero se formula muchos años después de su odisea.
“¿Por qué no aprovechar lo que hizo Nelson Mandela en Sudáfrica? –dice De la Serna–, y negociar las penas con los tipos para que cuenten absolutamente todo lo que saben: las complicidades civiles, empresariales, cómo fue el Plan Cóndor, si les dieron armas, si les dieron logística. Es trágico que todavía no se sepa toda la verdad..., dónde están los cuerpos, los archivos, quiénes fueron los civiles, los empresarios que participaron, y dónde está esa información. Si eso todavía no se sabe, seguimos todos afectados...” Fluye, 30 años después, el relato de su propia historia de iniciación: es una reconstrucción de cómo fue forjando un compromiso que se actualiza en 2006.
–Era ajeno a todo eso... Me acuerdo del Mundial, de estar tirando papelitos con mi viejo. Me acuerdo también de ir a festejar cuando ganó Alfonsín: fueron las dos veces en mi corta vida (hasta el año ’83) en quevi más gente junta. Me acuerdo de Malvinas, de estar en primer grado, de las placas de los comunicados de la Guerra, del Seguimos ganando. Vivía en Capital, en dos ambientes del bajo Belgrano, con mi viejo y mi vieja... Mi cabeza estaba en otra cosa.
–¿Tuvo un momento de iluminación?
–En la secundaria empecé a ir a las marchas. Me enteraba de lo que había pasado a través del cine, del Juicio a las Juntas, de La historia oficial, de La noche de los lápices. Esas primeras películas pueden ser cuestionadas desde lo cinematográfico, pero fueron muy valiosas. No sé si hay un cambio generacional con respecto a los films actuales, pero estamos a treinta años y tenemos otra perspectiva. Me imagino que el director de La noche... tenía cuatro añitos para mirar para atrás. Tenía una necesidad de expresión que tenía más que ver, seguramente, con destapar. Nosotros ya sabemos más cosas. A mí La noche... me impactó muchísimo: me empezó a despertar el bichito por conocer la historia argentina.
–¿Y si compara esas primeras películas con la camada de Los rubios (Albertina Carri), Hermanas (Julia Solomonoff), Cautiva (Gastón Biraben) o Crónica de una fuga?
–Yo te puedo hablar de las necesidades que yo tengo: es importante que vuelva a surgir una película que hable del tema, que ayude a concientizar; que la gente sepa y vea lo que sucedió. Hoy tengo la necesidad de contar algo que trascienda la vieja antinomia entre guerrilleros y militares, que se podría remontar a la de unitarios y federales; y así seguimos entrampados. Tal vez desde el cine o la TV se pueda ayudar a generar conciencia y a que algo nuevo suceda.
Pese al ritualismo macabro y al encierro en un templo del horror, recuerda el rodaje de Crónica... como una experiencia placentera. “Alrededor de Adrián –dice– se armó un equipo muy lindo. Yo le tenía mucho miedo a esa filmación, porque es un tema que me toca de cerca por ser argentino y tener 30 años, justo cuando se están cumpliendo 30 años desde el golpe..., porque es un tema que nos compromete emocionalmente y produce miedo.” Sólo en dos oportunidades, durante el rodaje, se sometió a la representación de la tortura, infrecuente en su vida como actor, convertida en una prueba para su tolerancia más física que mental... “La Mansión Seré –recuerda De la Serna– fue quemada y dinamitada al día siguiente de la fuga. Se encargaron de no dejar huellas de la clandestinidad que ellos encarnaban. Los mismos militares blanquearon a los prisioneros y los mandaron a penales. Por eso no existía la posibilidad de filmar en la locación real. Se buscó una casa muy parecida a la original, en medio de un campo en Brandsen. Me entregué a lo que iba sucediendo; en este caso, todos los rasgos de construcción de personalidad y de neurosis de personajes cedían ante la situación límite, donde se descontractura todo eso y aparece lo esencial. Me entregué a las situaciones con lo que yo tengo adentro. Tirado sobre una cama con un elástico frío, atado de manos, ya me colocaba en algo. Participé sin mucha especulación o intelectualización de lo que estaba haciendo. Pero la película le escapa a ese tipo de escenas; se concentra en la cotidianeidad del cuarto, en las especulaciones de cómo hacen para salir, en cuando llega uno nuevo y qué novedades trae...”
A los trece ya había tenido su primera aproximación a una escena de tortura. Algo se anticipaba a través de la metáfora en su primer papel teatral, en Decir sí, de Griselda Gambaro (1998, dirigido por Alejandro Oliva), actuando en un taller de la escuela secundaria. Eran un torturador y un torturado: pero los roles se invertían... “Yo terminaba siendo el peluquero (el agresor). Era una situación de sometimiento jugada muy libremente. Salíamos por escuelas, y el método era cagarse de risa. El ingreso a una cosa más profesional fue con El club del espanto, un piloto que al final no salió. Después vinieron Naranja y media, Son o se hacen...” En 2006, el sufrimiento se agrava, filmado en esa réplica de la Mansión Seré en la que le aplicaron la picana y el submarino. Por decisión de Caetano, la cámara le escapa a la mueca del horror, al dolor físico atestiguando sin exaltar ni subrayar.
Sobre lo que pasó antes del boom –su conversión a actor internacional en Diarios de motocicleta, de Walter Salles–, a actor comprometido (en Crónica...), rótulos tan extendidos como vacuos, recordará cada paso de su carera televisiva con una frase, no más que eso, con cierta reticencia al análisis de sus apariciones, dejando que el archivo hable. Pasando revista al pasado, despliega una escueta mirada que expresa menos melancolía que síntesis: “Son o se hacen no era una tira, era un unitario y había un jugueteo con las sexualidades alternativas. En Campeones conocí a mi mujer y me compré una casa con la guita que gané. Con Okupas llegó un quiebre: dejé una interpretación delirante, humorística y me rotulé como actor dramático. Me empezaron a ver como ‘el serio’, al que le gusta lo marginal. Así salió Sol negro, y lo que vino después. Okupas fue un retrato de posmenemismo.
–¿Lo recuerda como un hito?
–Se mostró algo que no se quería ver..., que no se veía. Estábamos trabajando con un guión literario: daba pena filmarlo de tan bien escrito. Eso era algo nuevo. También eran condiciones muy malas para trabajar; el último día nos tiraron una pizza en el piso. Y era el placer que se siente cuando uno se da cuenta de que lo está contando por primera vez..., cuando está haciendo algo distinto.
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