CINE › ESTE FIN DE SEMANA, EL CINE ARGENTINO DESEMBARCA FUERTE EN LA CROISETTE
Mientras que Los salvajes, ópera prima de Alejandro Fadel, tuvo excelentes comentarios en la crítica francesa, mañana se estrenan Villegas, primer largometraje de Gonzalo Tobal, e Infancia clandestina, primer largo de ficción de Benjamín Avila.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Fin de semana intenso para el cine argentino en el Festival de Cannes. A pesar de unas dificultades técnicas en el primer pase de prensa, Los salvajes, ópera prima de Alejandro Fadel, estrenada el mes pasado en el Bafici, finalmente pudo completar ayer sus proyecciones en la Semaine de la Critique, con excelentes comentarios de la prensa francesa. “Un primer film magistral”, tituló Elisabeth Lequeret, pluma de los Cahiers du Cinéma, en su columna de Radio France International. “Una fábula mística sobre el coraje y la gracia”, define a su vez el sitio de Paris Match. “El primer deslumbramiento de esta edición 2012”, consigna Jacques Mandelbaum en Le Monde, quien señala que la de Fadel es “una película que reconcilia la serenidad y el horror, la violencia y la ternura, la humanidad y la bestialidad”. Para el matutino Libération se trata de “una fábula de pesadilla, que se eleva sobre el pesimismo absoluto de una juventud perdida”.
Otra ópera prima “egresada” del Bafici llega también este fin de semana al Festival de Cannes: mañana será el debut de Villegas, primer largometraje de Gonzalo Tobal. El cineasta ya tiene cierta experiencia en el festival, donde cinco años atrás ganó el primer premio de la Cinéfondation, la competencia oficial de escuelas de cine, con su corto Ahora todos parecen contentos. Egresado de la Universidad del Cine, Tobal tiene ahora un lugar de raro privilegio en las “Proyecciones Especiales” del programa oficial, donde comparte cartel con Mekong Hotel, la nueva película del tailandés Apichatpong Weerasethakul, y Journal de France, del maestro francés del documental Raymond Depardon, entre otros nombres consagrados. Y en el otro extremo de la Croisette, en la Quincena de los Realizadores, también mañana tendrá su estreno –esta vez mundial, en première absoluta– Infancia clandestina, primer largo de ficción de Benjamín Avila, producido por Luis Puenzo y la Televisión Pública, y protagonizado por Natalia Oreiro y Ernesto Alterio. Todos ellos ya están por supuesto aquí, donde también se espera la presencia del equipo de Elefante blanco (Pablo Trapero, Martina Gusmán, Ricardo Darín), que tiene su primer pase en Un Certain Regard este mismo lunes.
La competencia oficial, por su parte, alcanzó su primer pico de interés con Reality, la nueva película de Matteo Garrone, el recordado realizador de Gomorra, Grand Prix du Jury en Cannes 2008. Se trata de un film completamente diferente, en tono, tema y estilo a aquel potente fresco sobre las mafias napolitanas, pero no menos arriesgado en su ambición formal y conceptual. El propio Garrone lo definió aquí co-
mo “una comedia triste” y esa paradoja precisa muy bien la propuesta de su película: el retrato de una suerte de “pulcinella” napolitano de hoy, un personaje que no podría ser más actual y anclado en la realidad y que, sin embargo, parece remitir a la tradición crítica de la commedia dell’arte. Se trata de Luciano (el estupendo Aniello Arena, candidato desde ya a disputar el premio al mejor actor), un pescadero de una populosa barriada de Nápoles, buen marido y padre de tres hijos, que pelea diariamente el pan de cada día, con sus negocios limpios y también con algunos rebusques levemente reñidos con la legalidad.
En fin, que Luciano, como tantos italianos (y no sólo italianos) de hoy, trata de salir de pobre, como puede. Y en esa desesperación, cae presa de la televisión: tentado por su propio carácter histriónico, con el que anima las fiestas familiares, e impulsado por la voracidad mediática del mundo que lo rodea, Luciano se presenta a un casting de Grande Fratello, la versión italiana de esa plaga extendida por todo el planeta que es Gran Hermano. Pero, a diferencia de Bellisima (1951), el clásico de Luchino Visconti, en el que la gran Anna Magnani entregaba a su pequeña hija a las fauces del monstruo siempre sacrificial del espectáculo, ahora –signo de los tiempos– es la hija preadolescente de Luciano quien impulsa a su padre a presentarse en ese templo eterno de la fama prometida que es Cinecittà.
Si esa inversión de sentido remite a Visconti, el grotesco con el que Garrone describe el mundo vacuo y frenético de la televisión dialoga con las invectivas que Federico Fellini le dedicó en sus últimos años a la obscenidad esencial de la pantalla chica italiana, saturada de colores hirientes y sonrisas falsas. Pero, en Reality, Garrone va más allá y traza una nueva dirección de sentido: ilusionado con una posibilidad que está lejos de concretarse, Luciano se obsesiona con su participación en el programa y se imagina un elegido. Toda su fe y su esperanza se depositan, al punto de la locura, en ingresar a la Casa de Grande Fratello, como si fuera el nuevo reino de los cielos. De una manera muy lúcida y punzante, Garrone (también autor del guión) sugiere que este Reality está sustituyendo en la conciencia de su pueblo a una de las más entronizadas instituciones de la cultura italiana: la religión católica, nada menos.
Alienado por la visión permanente de esos jóvenes ociosos, permanentemente vigilados por cámaras que todo lo ven, Luciano también se sentirá observado, pero ya no por la mirada omnipresente de Dios, sino por quienes él cree son unos enviados de Grande Fratello, una suerte de arcángeles imaginarios ante quienes supone que debe rendir su propia prueba de fe. Es así como realiza un acto de contrición y caridad y entrega sus pocos bienes materiales a unos vecinos menesterosos, ante la desesperación creciente de su esposa y sus amigos. Uno de ellos no tiene mejor idea que intentar devolverlo al rebaño y llevar a Luciano a la parroquia del barrio, siempre más confiable para un napolitano que un terapeuta. Pero cuando todo parece encauzado y Luciano accede a ir a Roma para participar de una procesión, aprovechará esa excusa para escapar de la luz cada vez más tenue de los cirios para conseguir finalmente, por una noche al menos, ser iluminado por los potentes reflectores de esa nueva religión pagana que es la televisión.
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