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Jueves, 28 de junio de 2012

CINE › A ROMA CON AMOR, DE WOODY ALLEN, CON ROBERTO BENIGNI, JUDY DAVIS Y PENELOPE CRUZ

De vacaciones en la Ciudad Eterna

De todos los paseos turísticos que el director de Medianoche en París ha venido haciendo por distintas ciudades de Europa en los últimos años, su nuevo opus es el que hace más evidente la pereza con la que encara estas excursiones off New York.

 Por Luciano Monteagudo

La Fontana di Trevi, Piazza Spagna, el Coliseo, Trastevere... Ni una sola de las más trajinadas atracciones turísticas de la Ciudad Eterna falta en A Roma con amor, el paseo más reciente de Woody Allen después de sus películas promocionales sobre Londres, Barcelona y París, que parecen financiadas (y en algunos casos lo son) por las respectivas oficinas de turismo de cada ciudad. Claro, no todas sus excursiones tuvieron la misma calidad. Match Point fue uno de los puntos altos de la última, irregular etapa de Allen, no sólo por el excelente uso que hizo de Londres, sino sobre todo por el espesor dramático del guión. Exactamente lo contrario de lo que sucedió con El sueño de Cassandra y Conocerás al hombre de tus sueños, su triste despedida de la capital del imperio británico. Vicky Cristina Barcelona y, sobre todo, Medianoche en París fueron más disfrutables, aunque no menos turísticas. Pero con esta desvaída, anémica declaración romántica a Roma, Allen parece haber tocado su piso más bajo.

En To Rome With Love es más evidente que nunca algo que siempre estuvo de manera más o menos latente en los últimos tres lustros de la obra de Allen (lo que no es decir poco, considerando que filma al ritmo de, al menos, una película al año): la pereza, la dejadez, la falta de rigor, el todo vale, como si Woody ya no quisiera tomarse la molestia de pegarle una segunda revisada al guión o de pensar alguna solución a la puesta en escena que no sea el más ramplón y cómodo plano y contraplano con elemento decorativo de fondo.

A diferencia de su opus más reciente, en el que imaginó un dispositivo que le permitiera abordar París de una manera más original (aunque se trataba de un reciclado de un viejo cuento de Allen, “Memorias de los años veinte”, incluido en el volumen Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, reeditado infinidad de veces por Tusquets), aquí todo empieza (y termina) por lo más obvio. Una turista norteamericana (Alison Pill) quiere ir de las escalinatas de Piazza Spagna a la fuente de La dolce vita y, previsiblemente, no encuentra el camino en el mapa que da cuenta de ese laberinto que es Roma. Pero tiene la fortuna de tropezar con un joven abogado italiano, pintón y dueño de un impecable inglés (Flavio Parenti), que la acompaña personalmente y de quien la chica no podrá sino enamorarse, a pesar de que el anzuelo no podría ser más gastado: “Déjeme adivinar, a ver, usted es una... turista”.

A partir de allí, todo es más fragmentario que episódico, más caprichoso que azaroso, como si con la excusa de hacer una commedia all’ italiana se pudiera recurrir a los clichés más remanidos o a los estereotipos más fatigados, que tanto irritaron a la prensa italiana. Está el uomo qualunque (Roberto Benigni, imitándose por enésima vez a sí mismo) que la televisión hace famoso de la noche a la mañana para después abandonarlo por otro; el talento natural (Fabio Armiliato) que canta magníficamente las arias más complejas en la ducha, pero le cuesta enfrentarse al público fuera del cuarto de baño; y la pareja de ingenuos recién casados de luna de miel en Roma (Alessandro Tiberi y Alessandra Mastronardi), que más que un homenaje a El sheik blanco (1952), de Federico Fellini –uno de los ídolos de Allen desde los tiempos de Recuerdos, su infatuado 81/2–, parece directamente un plagio, con la tierna esposa cayendo rendida a los encantos de un capocomico a la manera de Sordi.

Y como los enredos de alcoba no faltan, también hay una prostituta de lujo (Penélope Cruz) que se hace pasar por cónyuge legítima y una pareja de jóvenes intelectuales norteamericanos (Jesse Eisenberg, Greta Gerwig) desestabilizada por la presencia de una actriz histérica y presumida (Ellen Page), la clásica tercera en cuestión, vigilada de cerca por una suerte de ángel guardián encarnado por Alec Baldwin, por lejos lo más desafortunado de la película.

Para los nostálgicos, el Woody actor está de regreso, por primera vez desde Scoop (2006), pero con el mismo desgano con el que últimamente se coloca detrás de la cámara. Junto a su esposa (Judy Davis), llega a Roma para conocer al novio de su hija –aquel abogado romano–, pero termina enredado en el mundo de la ópera, lo que da la excusa para decorar la banda de sonido con Verdi y Puccini, además del infaltable “Volare” que popularizó Domenico Modugno.

Una última aclaración: si en las reseñas de un film de Allen, para agilizar el texto, suele ser rutina (los críticos también las tenemos) citar textualmente una o dos frases graciosas de esas que los estadounidenses llaman one-liners, aquí más vale no hacerlo. Son tan pocas las que valen la pena que al potencial espectador ya no le quedaría casi nada para disfrutar de la película.

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Woody, Flavio Parenti, Alison Pill y la Fontana di Trevi, como lujoso elemento decorativo de fondo.
 
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