CINE › NOCTURNOS, DE EDGARDO COZARINSKY, PUEDE VERSE LOS SABADOS EN EL MALBA
El film, que fue presentado en el Festival de Venecia, es, ante todo, una propuesta sensorial que conjuga imágenes y sonidos, abierta y permeable no tanto a interpretaciones como a filiaciones, y que demanda del espectador una participación activa.
› Por Diego Brodersen
Miniatura, capricho, miscelánea. Términos que pueden aplicarse, de manera independiente o conjugada, al último opus de Edgardo Cozarinsky. Nocturnos vuelve a poblar la pantalla de seres, rastros, sensaciones. Y fantasmas, aunque no del tipo ominoso-terrorífico, sino de una raza más espesa aún: los espectros de la memoria que vuelven una y otra vez a acechar el presente. No hay excusa argumental en el film porque su estructura, emancipada aunque rigurosa, está dispuesta a la manera de un tapiz impresionista, en el cual las escenas no están encadenadas a las reglas de la continuidad de tiempo y espacio. De todas formas, sí hay un rasgo contenedor y aglutinador, un ente mayúsculo que ordena, asfixia y libera, como una divinidad algo pagana y voluble: la ciudad de Buenos Aires, bella y terrible. Ciudad de lujos y miserias en cruda exposición, de tangos y skaters, de melancólicas soledades. Ciudad nocturna que cobra nueva vida cuando el sol cae escondido detrás del horizonte, con sus múltiples luces incitantes, y que volverá a dormirse unas horas más tarde, cuando los primeros rayos de la alborada espanten de un tirón esas visiones fantasmales que la película convoca.
Es allí que este último Cozarinsky se revela como un pariente lejano de aquellas sinfonías citadinas que, a fines del período silente, el cine ofreció en cuentagotas, de Ruttman a Vertov y de Vigo a Cavalcanti. Pero al realizador de Citizen Langlois y El violín de Rothschild no le interesan tanto los futurismos (tal vez porque el futuro nunca llegó ni llegará) como la impronta de la urbanidad en el espíritu. Y de cómo la poesía –expresa o tácita– tiende puentes entre las vidas y describe a veces con mejores armas que el verismo cinematográfico.
Presentada hace un año en la competencia Orizzonti del Festival de Venecia –sección dedicada al cine formalmente más arriesgado–, Nocturnos presenta en la figura de Esteban Lamothe una suerte de protagonista, un hombre joven que ha sido abandonado por una mujer. Y que, luego de quemar una carta manuscrita que parece resumir esa renuncia, sale al mundo, a la calle, a la ciudad que lo espera con los brazos abiertos. La odisea del héroe dura apenas una hora, sesenta minutos que contienen una noche y múltiples vidas, un viaje en automóvil y a pie a través de distintos barrios porteños.
Una mujer madura que recita unos versos mientras observa el mundo contenido en un bar; otra, joven, que espera en vano una respuesta desde un portero eléctrico; un hombre que ingresa a una suerte de burdel platónico para descargar su pasión por la belleza; otro que simula un suicidio cerca del final del recorrido. Imágenes de chicos jugando en una plaza, tomas aéreas de una ciudad que sólo aparenta estar desierta, un cuarteto de tango, cartoneros que van y vienen, fantasmas de otra clase. Y el recuerdo del protagonista de una pelea antológica que divide al film en dos y que ofrece una falsa sensación de clímax, de catarsis narrativa. Nocturnos es, ante todo, una propuesta sensorial que conjuga imágenes y sonidos, abierta y permeable no tanto a interpretaciones como a filiaciones, y que demanda del espectador una participación activa.
La evocadora música de Ulises Conti es parte esencial del tono del film, un elemento unificador que lo tiñe de añoranza, como también lo son los versos que, en off o en pantalla, son pronunciados por las diversas criaturas que habitan el universo de la película. Así conviven Baudelaire, Brecht, Pizarnik y Borges, entre otros, y es un logro de Cozarinsky que esas palabras ajenas suenen propias, naturales e incluso lógicas. Menos pertinentes resultan los fragmentos de archivo que se funden en varias ocasiones con largos travellings de la ciudad. Con excepción de los planos de un bombardeo en plena Guerra Civil Española –que retroalimentan la idea del pasado volviendo una y otra vez al presente, recuerdos ajenos incubando y gestando nuevas memorias–, las escenas de La huelga, de Eisenstein, o de Ménilmontant, de Dimitri Kirsanoff, no parecen tener mayor justificación que el deseo del realizador. O tal vez se trate de algo mucho más profundo y personal que el simple gusto, algo que el film nunca termina de explicar. Nocturnos es, al fin y al cabo, un organismo cinematográfico misterioso.
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