Viernes, 31 de agosto de 2012 | Hoy
CINE › TODOS TENEMOS UN PLAN, DE ANA PITERBARG, CON VIGGO MORTENSEN Y SOLEDAD VILLAMIL
En esta ópera prima apoyada por las mismas productoras de El secreto de sus ojos, dos hermanos mellizos intercambian sus identidades porque ya no quieren ser quienes son. Pero todo suena un poco o muy forzado, según el caso.
Por Horacio Bernades
“Cuando la colmena no anda bien, dicen que hay que cambiar a la reina”, se oye en off sobre las primeras imágenes, en lo que constituye una clara, autoevidente metáfora. Es un cambio de rey, en tal caso, el que se produce en la ópera prima de Ana Piterbarg, realizadora y coguionista porteña. En Todos tenemos un plan, la idea del doble se manifiesta de modo visible, literal, con la recurrencia a una pareja de mellizos como vehículo, todo un clásico cinematográfico. Mellizos idénticos, que no dan a Viggo Mortensen la oportunidad de hablar como un porteño sino como dos, en su debut en el cine local. Como otros films argentinos recientes (El otro, Las vidas posibles), la ópera prima de Piterbarg trata sobre una sustitución de identidad, palanca para un cambio de vida. Aunque el subrayado existencial de la primera de las nombradas y el suspendido interrogante de la segunda son suplantados, aquí, por una intriga que quiere ser más clásica. Coproducción mayoritariamente argentina-española, encarada por las mismas productoras de El secreto de sus ojos, Todos tenemos un plan juega la carta del thriller como modo de apuntar al gran público. Pero el propio film no parece del todo convencido de la condición que ha decidido asumir.
En tres escenas casi sucesivas, el personaje de Agustín (Mortensen), un médico pediatra que no quiere tener hijos, toma sendas decisiones que dejan boquiabierto. Las dos primeras las padece su esposa, Claudia (Soledad Villamil), cuando la idea de adoptar un niño había sido aceptada hacía tiempo, de común acuerdo. Hasta ese momento y por lo que puede verse, nada justifica que la pareja de Agustín y Claudia sea puesta al borde del abismo, tal como sucede. La tercera decisión
inexplicable de Agustín la sufre Pedro, su hermano mellizo, que luego de quince años de no verse ni hablarse se aparece por su casa, de la más imprevista de las maneras. Lo hace con una propuesta más que intempestiva, difícil de creer. Si lo de Pedro pone en riesgo el verosímil, qué decir de lo que Agustín hace a continuación... No transcurrió media hora de película y Todos tenemos un plan ha puesto al espectador en estado de desconcierto primero, de incredulidad después. El corte es tan brusco que bien podría suponerse que empieza allí otra película, con la ventaja que da barajar y empezar de nuevo. El problema es que la restante hora y media tampoco termina de cerrar.
Es el clásico juego de opuestos, que los mellizos suelen representar en cine. Agustín es el blanco, el civilizado, el buen burgués. Pedro, el bárbaro, lo oscuro y salvaje. Ambos quieren dejar de ser quienes son. Uno de ellos, en el sentido más literal. Huyendo de sí mismo, Agustín ocupará el lugar de su hermano, viajando de lo civilizado a lo salvaje, de modo también literal. Abandona su departamento de Recoleta para hundirse en el delta del Tigre. Un Tigre donde el turismo ABC1 de Nordelta se extravía en el pajonal, las casitas menesterosas, la vida semisalvaje. Y, en este caso, delictuosa, gracias a los servicios de cierto secuestrador local llamado Adrián (Daniel Fanego) y su brazo derecho, Rubén (Javier Godino, el asesino de El secreto de sus ojos). “Siempre fuiste un cagón”, le escupe Adrián a Agustín, empujándolo a comportarse de un modo que ni él mismo sabía que podía. Si se sentía entrampado en su vida anterior, más lo está ahora, forzado a hacer lo que no quiere, ni le sale.
Tampoco le sale del todo a la película lo que se propuso. Todo suena un poco o muy forzado (según el caso) en Todos tenemos un plan. Tanto los resortes argumentales (el cliché de los mellizos, el corte más que abrupto que Agustín decide darle a su vida y la de su hermano, esos poco convincentes secuestros y secuestradores) como el propio pathos, que parecería no terminar de decidirse entre el drama de pareja, el tema de la identidad o el de la culpa, lo romántico (aportado por la relación entre Agustín y Rosita, una chica del Tigre) o lo policial. Las actuaciones lucen entre indecisas y tropezadas. Viggo Mortensen, que de niño vivió en el Chaco, habla como porteño en su vida privada, así que hacerlo aquí no representa para él ningún problema. “¿Qué hacés, boludo?”, le dice al hermano, y suena totalmente auténtico. Lo que le cuesta, donde se lo percibe infrecuentemente “actuado”, es en el papel del seco y brutal Pedro. La incomodidad se advierte también en Soledad Villamil, sobre todo en las escenas en las que tiene que violentarse. No es el caso de Sofía Gala –actriz de muy cinematográfica fluidez– ni de Daniel Fanego, que tal como en ¡Atraco! proyecta sobre su personaje, sin demasiado esfuerzo, una sombra francamente inquietante. Desde ya que los rubros técnicos son de primera: no son de acabado los problemas de Todos tenemos un plan.
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