Miércoles, 5 de septiembre de 2012 | Hoy
CINE › VICTOR KOSSAKOVSKY Y SU FILM ¡VIVAN LAS ANTíPODAS!
El gran documentalista ruso presenta su trabajo más ambicioso hasta la fecha, una mirada muy personal hacia esos escasos lugares habitados del mundo que, al trazar una línea recta imaginaria, se encuentran unidos con otro sitio en el extremo opuesto.
Por Diego Brodersen
¿Qué tienen en común un pueblito de Entre Ríos y la populosa Shanghai? ¿Y qué puede unir a una ballena encallada en Nueva Zelanda con una piedra en un descampado de Galicia? Las respuestas a éstas y otras preguntas las responde –o intenta hacerlo– ¡Vivan las Antípodas!, el documental del ruso Victor Kossakovsky que se estrena mañana en salas de la Argentina, uno de los ocho lugares del mundo elegidos por el realizador para su proyecto más ambicioso hasta la fecha. El cine de Kossakovsky –descubierto por muchos porteños allá por el año 2003, cuando el festival especializado DocBsAs presentó varias de sus películas e invitó al cineasta a presentarlas– suele ocuparse de detalles mínimos, mentirosamente banales. En Svyato (2005), por ejemplo, registra las primeras reacciones de su propio hijo frente a un espejo, mientras que Tishe! (2003) condensa en ochenta minutos un año de rodaje en la calle de San Petersburgo donde vive desde hace años. Lo ínfimo, lo casi invisible también está presente en su último largometraje, pero de una manera mucho más grandiosa. Podría pensarse ¡Vivan las Antípodas! como una sinfonía del mundo para el nuevo siglo, una mirada muy personal hacia esos escasos lugares habitados del mundo que, al trazar una línea recta imaginaria, se encuentran unidos con otro sitio en el extremo opuesto. O tal vez, sencillamente, el film materialice el sueño de todo niño de hacer un pozo en el jardín y encontrar a un chino saludándolo desde allí abajo.
Dueño de una ética cinematográfica que parece inseparable de sus ideas estéticas (ver recuadro), Victor Kossakovsky ubica el germen de este proyecto tiempo atrás, cuando tenía veinte años y era apenas un asistente de cámara. “En aquel entonces me hallaba en una expedición en el Polo Norte, en el rodaje de una película de investigación junto a un grupo de científicos. Uno de esos hombres, cuya segunda profesión era la de cocinero, era extremadamente dado a la conversación. Y sabemos que cuando un grupo de hombres pasa una larga temporada sin mujeres... inevitablemente empiezan a hablar del sexo opuesto. Esta persona siempre me hablaba de su novia, a su vez científica y cocinera, que en ese mismo momento se hallaba en otra expedición en el Polo Sur. Fue realmente muy extraño: dos personas ubicadas exactamente en el lugar opuesto del planeta, pensando cada uno en el otro al unísono. En esa época no había teléfonos celulares ni Skype para comunicarse, por lo que la única conexión posible era mental. Esta anécdota quedó grabada en mi memoria. Muchos años más tarde, mientras visitaba la Argentina en ocasión de una retrospectiva de mi obra, pude recorrer algunos lugares en mi tiempo libre. La gente del festival me llevó a un lugar fuera de la ciudad –no recuerdo exactamente dónde– y allí vi a un hombre pescando en un paraje muy tranquilo y hermoso. Inmediatamente pensé en las antípodas de la Argentina, en China. La idea comenzó a darme vueltas en la cabeza, aunque tardé unos siete años en conseguir el dinero para financiar el proyecto.”
El contacto vía Skype a través del cual se realiza la entrevista se corta. Un par de minutos después la enorme distancia entre Rusia y Argentina vuelve a achicarse, tecnología mediante. “La conexión entre habitantes del mundo alejados unos de otros es realmente notable. Ayer mismo estuve presente en una función de la película en Moscú y la gente estaba muy feliz de ver a los hermanos Abel y Orlando Pérez, los habitantes del paraje de Entre Ríos que abren y cierran la película. Son verdaderas estrellas, rostros muy cinemáticos y, al mismo tiempo, muy humanos. Su sentido del humor es único y al mismo tiempo universal. En todos los lugares del mundo donde el film se exhibe la gente los adora. Creo incluso que la Argentina debería hacerles alguna clase de homenaje, porque se han transformado en dos auténticos embajadores de la paz. Todo el mundo los ama y a través de ellos ama a la Argentina.
–¿Hubo un trabajo intenso de búsqueda de locaciones?
–Hicimos una búsqueda intensa. Por ejemplo, nos llevó mucho tiempo la búsqueda de historias y lugares en su país. Hay muchas historias interesantes en Entre Ríos y, de hecho, tengo intenciones de rodar una nueva película en Paraná en el futuro. El día en que llegué a la Argentina estaba muy cansado y con un fuerte jet lag por el largo vuelo, por lo que decidí quedarme en el hotel y dormir un poco. Por supuesto, no dormí nada, entre otras cosas porque enfrente del hotel había una tienda de música. No recuerdo cuántos temas escuché ese día, cerca de 400, supongo. En un momento me llamó la atención uno muy bonito y le dije a Gema (Juárez Allen, productora ejecutiva del film) que sería bueno averiguar quién era el autor e intérprete de esa canción. Y ella me preguntó, lógicamente, cómo sabía que ese tema iba a estar en la película si todavía no teníamos idea de dónde íbamos a rodar. No puedo precisarlo pero cierta energía, una sensación muy fuerte, hizo que esa canción en particular me llamara la atención. (N. de la R.: se refiere al chamamé “Soy entrerriano”, compuesto por Linares Cardozo). Dos semanas más tarde, y de nuevo de manera accidental, llegamos a ese lugar cerca del río donde está el puente cuidado por los hermanos Pérez. Abel me pidió dos pesos para cruzar e inmediatamente después de aceptarlos comenzó a silbar esa misma canción. Fue otro momento mágico. Nos detuvimos y dije que ya no teníamos que buscar más. Ese era el lugar para rodar.
–¿Hubo alguna antípoda no utilizada?
–No hay muchas antípodas habitadas en el mundo, ya que el planeta está cubierto por una gran cantidad de agua. Pero hubo un par de lugares que quise usar y no pude: una isla en el Pacífico y su opuesto en Pakistán. Pero era demasiado caro producirlo.
–Usted también es el director de fotografía y el camarógrafo del film. ¿Fue difícil elegir el tipo de equipo ideal para un rodaje de características tan particulares?
–Creo que hoy en día hay que ser muy cuidadoso y pensar mucho acerca de qué tipo de cámara debe utilizarse en cada proyecto. Particularmente en una película como ésta, que llevó mucho tiempo de rodaje, y donde la tecnología puede ser obsoleta al llegar al final del camino. Con los cambios tecnológicos constantes, las cámaras envejecen muy rápidamente, como las bananas. En nuestro caso tuvimos tres equipos distintos, pero finalmente optamos por la cámara RED ONE y creo que fue una decisión muy afortunada. Sobre todo porque esa cámara permite una posibilidad de registro ideal para mis intenciones: poder captar ciertas realidades que, muchas veces, tardan bastante tiempo en aparecer. Es un simple botón que registra en la memoria digital los últimos treinta segundos. Es algo fantástico para el director de documentales. Durante mucho tiempo algunos documentalistas han resuelto situaciones de manera casi ficcional, pidiendo que algún sujeto repita una acción o una línea de diálogo para la cámara. Con esta posibilidad abierta por algunas cámaras digitales esto ya no es necesario, lo único que no hay que perder es la paciencia. Además, ¡uno no puede pedirle a un animal que repita lo que acaba de hacer!
–Ser su propio cameraman, ¿le permite además tener un mayor control de esos posibles eventos inesperados de los que hablaba?
–Por supuesto. Además, creo que la herramienta más potente de un documentalista son los movimientos de cámara. Por eso prefiero filmar yo mismo. Si algo cambia durante el rodaje hay que reaccionar; y en tu propia y particular manera, dependiendo de lo que sientas en ese momento. Es lo mismo que la escritura manuscrita: cada uno tiene su propia letra. Lo mismo con la cámara. Yo no puedo darle la cámara a otra persona. Por supuesto que hay grandes camarógrafos, pero el tipo de film que hago requiere de una conexión muy personal con el equipo. Nunca sé lo que voy a filmar al día siguiente. Simplemente voy y si llueve filmo otra cosa. Si el cielo es azul filmo desde una posición, si es gris desde otra distinta. Sigo a la naturaleza, la naturaleza me ayuda. El cineasta es la persona que abre los ojos y ve lo que se le ofrece.
–¿Se impuso algunos límites a la hora de manipular la imagen digitalmente?
–No hay prácticamente manipulación. Provengo de un tipo de entrenamiento cinematográfico a la vieja usanza, de la escuela del 35mm. Prefiero filmar sin alterar posteriormente la imagen. La rotación de la imagen que puede verse en el film en varias ocasiones fue lograda al girar literalmente la cámara. Creamos esta máquina que puede hacer rotar la cámara por completo y luego, en algunas ocasiones, combinamos dos planos invertidos, pero sin alterar las imágenes originales. Cuando comencé a realizar documentales hace treinta años no teníamos muchas posibilidades de posproducción y, por otro lado, al trabajar en material fílmico y sin mucho presupuesto, había que ser muy preciso en el rodaje. Eso crea una manera de trabajar, una cierta ética. Por otro lado, debo decir que la imagen cinematográfica ya no es un documento. Solía serlo hasta hace poco tiempo. Atravesamos una coyuntura muy interesante que pone al realizador en un lugar difícil: ¿cómo lograr que la gente crea que lo que está viendo es real? Es casi imposible hoy en día, con las infinitas posibilidades de manipulación de la imagen que vemos todos los días en el cine y la televisión.
–¿Siente que pertenece a una generación de documentalistas rusos? ¿Hay algún cineasta que lo haya influenciado?
–Hay muchos directores de mi generación que, desafortunadamente, han abandonado el cine documental y se han cruzado al de ficción. Me siento un poco solo en ese sentido. Por otro lado, me imagino más cerca de cierto cine de los ’60 y ’70 que de algunos cineastas actuales. No conozco a ningún director perfecto. Ninguno. Pero si tuviera que definir a un posible director que se acerque a esa idea, diría que es una mezcla entre Andrei Tarkovski y Charles Chaplin. Tarkovski era un artista que usaba el lenguaje del cine como pocos, pero no era gracioso, no estaba tan cerca de la gente como de su propio cerebro, de sus ideas. Chaplin estaba lleno de humor y de vida, pero creo que a su cine le faltaba algo ligado al poder de la imagen. Unidos serían perfectos.
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