Viernes, 26 de mayo de 2006 | Hoy
CINE › DOS PELICULAS SOBRE LA SEGREGACION AFRICANA
Rachid Bouchareb y Rabah Ameur-Zaïmeche hacen foco en un tema de candente actualidad.
Si el año pasado tuvo que venir un austríaco –Michael Haneke, con Escondido, que se llevó el premio al mejor director y en Buenos Aires ya fue vista por más de 70.000 espectadores– para recordarle a Francia la culpa que guarda todavía oculta en algún rincón de su inconsciente en relación con su pasado colonial, ahora son los mismos magrebíes quienes traen al Palais des Festivals sus propias memorias de su tierra y de la discriminación que históricamente han sufrido por parte de lo que alguna vez se consideró “su madre patria”. Con Indigènes, el productor y director Rachid Bouchareb, nacido en Francia de padres argelinos, desentierra una historia oficialmente olvidada, la de aquellos soldados provenientes de las colonias francesas en Africa que durante la Segunda Guerra se unieron al ejército aliado y lucharon por liberar de los nazis a un país que antes jamás habían conocido. Y en el que luego, en muchos casos, serían vistos no sólo como extranjeros sino también como una amenaza que debía ser erradicada.
En los libros de historia y en la memoria colectiva, la Liberación de Francia se sigue asociando únicamente con el espectacular desembarco aliado en las costas de Normandía, hegemonizado por el ejército estadounidense y reflejado en decenas de películas de Hollywood. En menor medida, también quedó instalada la importancia de la Resistencia interna y de la ofensiva soviética en el Frente Oriental. Pero lo que exhuma Indigènes es que existió una importante ofensiva en el sur de Europa que inició el llamado Comité Française de la Libération Nationale (CFLN), con base en Argelia y que bajo el comando estratégico de De Gaulle movilizó a miles de esos “nativos” de los que habla el título del film de Bouchareb. Los “nativos” triunfaron primero en Túnez, a costa de enormes bajas (9200 muertos y 35.000 heridos) y luego de romper el cerco del Afrika Korps alemán –profundizando una sangría que facilitaría el debilitamiento de otros frentes nazis– entraron en Europa a través de Italia para pasar a Francia, donde liberaron primero la Provence, para ir luego avanzando en el mapa en dirección a París, siempre sufriendo terribles pérdidas, como en la batalla de Toulon, que Indigènes se ocupa de reconstruir con excesivo realce, para dar cuenta del heroísmo de esos hombres que en Francia eran llamados despectivamente “pieds noirs” (pies negros).
Con un enorme despliegue de producción que incluye cientos de extras, artillería y transporte de época, la película de Bouchareb –que hace unos años había presentado en la competencia de Berlín Little Senegal, un film mucho más modesto de producción pero que también hablaba de la diáspora africana– va siguiendo a ese ejército multicultural hecho de marroquíes, argelinos y senegaleses (entre otros 20 orígenes africanos) y que confraternizaron en una misión sacrificada en todo sentido, no sólo por la cantidad de bajas sino también por el deliberado olvido en que cayeron y del que ahora quiere sacarlos Bouchareb. Es una pena que su film sacrifique a su vez interés cinematográfico en beneficio de una espectacularidad dirigida a llamar la atención del gran público y las cadenas de TV, como si la película pudiera llegar a convertirse en el capítulo piloto de una serie a la manera de lo que hizo Steven Spielberg con su Band of Brothers.
Mucho más interesante desde el punto de vista cinematográfico es Bled Number One, el segundo largometraje de Rabah Ameur-Zaïmeche, un director nacido en Argelia en 1966 y criado a partir de los dos años en las afueras de París. Allí Ameur-Zaïmeche vivió en carne propia no sólo la historia de su propio destierro sino también de las condiciones de marginación que históricamente sufrió la población de origen magrebí, como se hizo evidente después de las masivas manifestaciones que sacudieron a Francia el año pasado. En su primera película, Wesh Wesh, premiada en la Berlinale2002, dio cuenta de esas tensiones y ahora para su segundo largo, presentado en Una Cierta Mirada, regresa a su pueblo natal, perdido en el norte de Argelia, para narrar una historia de desacomodamiento y de malestar cultural, la de un hombre –como él mismo– a quien le cuesta encontrar su lugar en el mundo.
Aquí Ameur-Zaïmeche retoma un personaje que interpreta él mismo y que ya estaba en su primer film, Kamel, un ex convicto que luego de salir de prisión es deportado a Argelia y forzado a un nuevo exilio, en el país donde nació. Allí, en esa tierra que ya no reconoce como suya, se convierte en un observador lúcido de una sociedad en crisis, desgarrada entre la urgencia de modernización y el peso de tradiciones ancestrales. En su pequeño pueblo encuentra a la vez la solidaridad colectiva y la violencia integrista contemporánea, el espíritu festivo y la brutal discriminación a la mujer, que ya no puede tolerar. Su film registra con lirismo y sensualidad todas estas contradicciones, que son las del personaje pero también las de un director sensibilizado por la conciencia del no man’s land en la que debe hacer su cine para ser fiel a sí mismo.
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