CINE › JORGE GAGGERO HABLA DE MONTENEGRO, SU NUEVA PELíCULA
El realizador explica el sentido de su documental, que viaja al interior profundo del delta entrerriano al encuentro de Juan Manuel de Dios Montenegro, ermitaño y artesano de su propia vida. La película viene de ser premiada en Amsterdam.
› Por Diego Brodersen
Una isla y dos personajes. Así define Jorge Gaggero su última película. Pero Montenegro es algo más que eso, aunque muchas de las complejas ideas y sensaciones que transmiten sus imágenes no estén explicitadas. Ganador el año pasado del premio principal en la sección mediometrajes del prestigioso IDFA –el festival de cine documental que se lleva a cabo todos los meses de noviembre en Amsterdam–, el último esfuerzo del realizador de Vida en Falcon y Cama adentro viaja al interior profundo del delta entrerriano al encuentro de Juan Manuel de Dios Montenegro. Ermitaño y artesano de su propia vida, con un pasado que el film se resiste a revelar por completo, la vida de este particular sujeto cinematográfico gira alrededor de las redes de pescador que fabrica como medio de subsistencia, los paseos en barca para recoger la pesca del día, la crianza de sus perros y el esporádico contacto con el único vecino de la isla: César, un criador de cerdos con quien mantiene una relación tirante, siempre al borde del conflicto. En sus precisos 56 minutos de metraje, Montenegro permite encontrarse con un estilo de vida tan distinto al de las ciudades, grandes o pequeñas, que se tiene la impresión de asistir a un universo en extinción. Pero Montenegro, el personaje, el hombre, resiste.
La película no aclara dónde fueron rodadas las escenas, casi una declaración de principios respecto de su falta de intenciones didácticas, pero Gaggero, en diálogo con Página/12, se apura en esclarecer que “está filmada en Entre Ríos, en el delta cercano a Gualeguaychú. De hecho es un brazo del río Gualeguaychú que comunica con el río Uruguay. El lugar donde vive Montenegro es llamado la Isla del Corte, porque el canal que se puede ver en la película fue hecho por los presos, cavando a pala, con la idea de lograr una vía de comunicación más rápida con el río Uruguay. Si uno navega hacia arriba por ese río se desemboca casi en Botnia”.
–¿Cómo encontró al personaje de Montenegro?
–Montenegro es un desprendimiento de Botnia, un documental de la serie “Fronteras argentinas” que había dirigido para el canal Encuentro. A mí me tocó la frontera con Uruguay, justo en la época del conflicto con la pastera. Botnia era una historia coral y durante la preproducción estuvimos buscando historias de un lado y del otro. La intención era contar la historia de un hombre que no tuviera una frontera, cuyo contacto con la naturaleza fuera más primitivo y estuviera poco afectado por los delineamientos territoriales. Así fue que encontramos a Montenegro, una suerte de Robinson Crusoe, de Coronel Kurtz (en referencia al famoso personaje de El corazón de las tinieblas, la novela de Joseph Conrad). Al tiempo me di cuenta de que no valía la pena incluir su historia en Botnia y que sería mucho más interesante que tuviera una película propia.
–Si bien son documentales distintos, Montenegro parece formar una suerte de díptico con Vida en Falcon, por su interés en personajes que viven en los márgenes de la sociedad.
–La relación es clara, pero no lo tenía tan claro al comienzo. Supongo que tiene que ver con una búsqueda. Pero Vida en Falcon, por sus personajes y su contexto, es una película diferente. Montenegro, como su nombre lo indica, toca un costado del ser humano más oscuro, más relacionado con los miedos. Pero sí es cierto que ambas películas tienen como protagonistas a hombres que no pueden vivir en otro lado, algo que no está tan relacionado con una cuestión económica, sino con el hecho de que allí se sienten protegidos, compensados. Montenegro quiere vivir en esa isla, sólo puede vivir ahí. Un lugar donde la cadena alimenticia, las estaciones, la muerte, son cosas mucho más patentes. Vamos perdiendo esa clase de contemplación en las grandes ciudades.
–Hay una escena durante un viaje a Gualeguaychú en la cual se afeita y, casi inmediatamente, el espectador siente que Montenegro quiere regresar al pago.
–Es interesante porque se afeita, se pone a ver la televisión y a partir de ese momento podría ser cualquier jubilado en un bar de plaza Once. Se produce una suerte de transfiguración hasta que vuelve a la isla.
–¿Cómo logró el grado de intimidad necesario para que la cámara, de alguna manera, se hiciera invisible?
–Fue complicado, pero se trata, fundamentalmente, de estar presente. Por supuesto, en el documental sólo se ve lo “usable”, hay muchísimo material que quedó afuera. Montenegro también se fue abriendo y fue contando cosas de su intimidad, que en muchos casos no incluí en la película, porque quería mantener algo del misterio, no develarlo totalmente. Algo que está relacionado con cierto pudor, con correrse de lo obsceno; no meterse en su vida, pero sí vislumbrar algo para que cada espectador pueda confrontarla con la suya. El rodaje fue bastante sui géneris. Filmábamos dos o tres días, con intervalos de dos meses. No podía quedarme mucho tiempo porque sentía que me inmiscuía demasiado. Por otro lado estaba el tema de la falta de luz... aprovisionarse era complicado. Fueron muchos segmentos de rodaje a lo largo de tres años.
–¿Fue difícil organizar el material en el montaje, lo que en el terreno del documental equivale al trabajo de guión?
–El documental es un ejercicio de ascetismo, de racionalidad. Es sacar lo superfluo; sacar, sacar y sacar hasta que queda lo esencial. En este caso, incluso es ascético el escenario: una isla sin luz, con pocos elementos de la civilización, sin el consumo. Una isla y dos personajes, la mínima representación de una sociedad. Los encuentros entre Montenegro y César eran mucho más esporádicos, pero en la película están condensados. Hay una escena en la película, una suerte de confesionario, donde Montenegro habla sobre la amistad. No sabía qué hacer con esa escena, porque en la película no hay entrevistas, apenas dos preguntas que se escuchan en la pista de sonido. Esa escena casi queda afuera del montaje, pero ubicarla al comienzo fue importante porque ayudó a direccionar la mirada, a centrar el relato. Montenegro es una película de indicios pequeños.
–¿No sintió la tentación de “estirar” la película y llevar su duración a unos 70 minutos para que fuera considerada un largometraje? Se trata de una práctica común.
–Es algo con lo que no especulo. Además, el montajista Alejandro Brodersohn trabaja de una forma implacable. Esa honestidad nos dio satisfacciones, ya que entró en la competencia del IDFA como mediometraje y ganó el primer premio. Trato de que las películas duren lo que tienen que durar y no siento que sean más chicas o más grandes por su duración.
En ese momento, ante una pregunta directa del documentalista, el entrevistador se transforma en entrevistado. Este cronista señala que una de las virtudes del film es su falta de sensacionalismo, la manera humana, tierna incluso, con la cual se introduce en un mundo desconocido. “Uno arranca el rodaje lleno de clichés y prejuicios acerca de la vida del personaje pero, después, el contacto con la realidad te va cambiando el relato”, reflexiona el documentalista. “En este caso, creo que la película, hacia el final, se va poniendo un poco más densa, más oscura. Vivimos en una sociedad donde nos encontramos con muchas personas diariamente, saludamos, nos dejamos de saludar, nos puteamos con alguien, pero todo pasa. Pero allí, en la isla, todo tiene un peso distinto. Hay una enorme contradicción entre el querer estar solo pero al mismo tiempo necesitar de alguien. Algo es seguro: Montenegro está orgulloso de no tener patrón, de ser el príncipe de su tierra.”
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