CINE › UNA PELíCULA QUE SE RESISTE A LA CLASIFICACIóN, DESAFIANTE Y LLENA DE MATICES
Fontán cierra su Ciclo de la Casa con un film que se presenta como documental, pero no es eso ni ficción: cabe hablar de ensayo, prosa y poesía cinematográfica, sólidamente apoyados en una impecable labor de fotografía, sonido y montaje.
› Por Juan Pablo Cinelli
Si algo es felizmente inasible en el cine de Gustavo Fontán, ese algo es la realidad: de ahí para abajo todo puede ser puesto en cuestión. De hecho La casa, su última película –que cierra el Ciclo de la Casa, trilogía compuesta por la inicial El árbol, más Elegía de Abril– desafía al espectador ya desde los títulos iniciales, en donde se afirma que se trata de un documental. Alcanzan las primeras escenas para preguntarse de qué manera amplia definirá el director al género. Una lechera derramando su contenido sobre la hornalla encendida; los pies de una niña esquivando a la vez el rastro oblicuo del sol sobre las baldosas y la mirada intrusa de la cámara; juegos de luz a través de una ventana sucia entre ramas a medio secar o de las hendijas de una persiana fuera de foco. Nada de ello parece ser el registro directo de la realidad, sino una representación coreográfica de ella. Las películas de Fontán afirman ser menos de lo que son. Ni El árbol es pura ficción, ni Elegía de Abril es un... ¿Qué es? ¿Se trata de un documental que deviene ficción? ¿O es una ficción que engaña, haciéndose pasar por un documental fallido? Cierre de trilogía y suerte de balance de todo lo filmado hasta aquí por Fontán, todo eso convive en este film que, claro, tampoco es un mero diario de la demolición de una casa. Buscando un punto de apoyo, puede decirse que el director se permite intervenir literariamente los géneros cinematográficos y que quizás lo mejor fuera no hablar ni de ficción ni de documental, sino de ensayo, prosa y poesía cinematográfica.
Las películas que componen el Ciclo de la Casa tienen elementos que las ligan. Por un lado el hecho de haber sido rodadas en la casa paterna, con la complicidad de su familia. Por otro, una fantasmagoría sumamente personal: en todas su casa es habitada, en diferentes formas y medidas, por espíritus siempre difíciles de aprehender. Pero los fantasmas de Fontán son más que un simple residuo de la muerte. También son la persistencia de la memoria; los senderos abiertos en el tiempo por rutinas familiares acumuladas durante años; obsesiones de una vida que se apaga iluminando. A partir de la combinación de esos elementos podría sostenerse que el cine de Fontán es siempre un trabajo en torno de aquel ensayo de Sigmund Freud acerca de Lo siniestro. Allí el padre del psicoanálisis definía a su objeto como lo cotidiano que repentinamente se vuelve extraño, lo inesperado surgiendo del seno mismo de lo familiar. Ese es uno de los caminos por los que se puede recorrer la trilogía ahora completa.
Si en El árbol esos fantasmas habitan un espacio hipotético ubicado entre la pérdida (los tiempos idos) y la incertidumbre (el propio futuro) de sus protagonistas (interpretados por los padres de Fontán), en Elegía de Abril los espíritus se vuelven tangibles y truncan el proceso del rodaje, obligando al director no sólo a repensar la película, sino a filmar sus antojadizos recorridos por los cuartos y pasillos de la casa. La misma casa que es protagonista absoluta de esta tercera parte; una casa que, como en la novela homónima de Mujica Lainez, se encarga ella misma de contar su historia y su final. Pero si el escritor narraba desde su herramienta literaria –la palabra–, Fontán elige darle a su casa la voz cinematográfica de la imagen.
Así, del mismo modo en que los susurros de las voces que habitaron ese hogar se van sumando hasta convertir al proceso de desmantelamiento en una polifonía del caos, Fontán también acumula imágenes a las que va superponiendo para tejer una maraña hecha de susurros que se ven. Para ello filma a través del reflejo en un piso mojado; de cortinas en movimiento; de las multiplicaciones que producen los biseles de un espejo, consiguiendo texturas naturales que materializan lo invisible. Como todas las películas del director, La casa tiene una impecable labor de fotografía, sonido y montaje, herramientas vitales para dar con la multiplicidad de tonos que requiere una obra que maneja un gran abanico de recursos poéticos, capaz de ir de un impresionismo desde donde se trabajan los juegos con la luz, los focos y las capas de imágenes, al modo más bien expresionista con que consigue articular sombras y contraluces. Aunque no es absurdo decir que el film es una suerte de bitácora de demolición, eso equivale a quedarse en el zaguán para luego afirmar que se conoce toda la casa. La casa es también una composición acerca de la memoria; de la muerte y de sus múltiples “más allá”; y sobre todo, de esa particular y potente forma de supervivencia que para Fontán representa el arte de hacer cine.
9-LA CASA
Argentina, 2012.
Dirección y Guión: Gustavo Fontán.
Fotografía: Diego Poleri.
Montaje: Mario Bocchicchio.
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