CINE › LA CASA CIERRA LA TRILOGíA DE GUSTAVO FONTáN INICIADA POR EL áRBOL Y ELEGíA DE ABRIL
La idea con la que el cineasta encaró este trabajo fue “ver qué ocurre si uno filma durante varios años un mismo espacio y grupo de personas”, con la idea de notar el paso del tiempo y también “de qué manera puede resignificarse lo ya mirado”.
› Por Ezequiel Boetti
No siempre es así, pero en este caso lo mejor es empezar por el principio. Para eso será necesario retrotraerse hasta 2006, cuando Gustavo Fontán quebró su filmografía con El árbol. Atrás habían quedado varios films sobre escritores y poetas –oficios en común con el cineasta– y un primer largo llamado Donde cae el sol, entre otros proyectos. Era tiempo de hacer de la evocación y lo latente sus nuevos estandartes, de evadir los lenguajes fosilizados para, en cambio, abrazar otro tan genuino como personal: el de la construcción a través de lo ausente y lo invisible. “Se ha revelado un realizador del misterio, un fabricante de imágenes y sonidos que no se agotan en la manifestación de su superficie, sino que, por el contrario, obligan al espectador a investigar qué se oculta detrás de ellos”, se escribió en estas páginas en ocasión del estreno. “Había una intuición de que era un conjunto y no una sola película. La idea era ver qué ocurre si uno filma durante varios años un mismo espacio y grupo de personas, ver el paso del tiempo, por un lado, y de qué manera puede resignificarse lo ya mirado, por el otro”, afirma Fontán a Página/12. Esa intuición inicial se terminaría configurando en una trilogía integrada por la mencionada El árbol, Elegía de abril y La casa, que luego de su paso por el último Bafici puede verse en la cartelera porteña.
“En la película de 2006 estaban los personajes y aparece una primera idea de la muerte, en la segunda ellos ya están en fuga y ahora sólo quedan los fantasmas”, resume el también escritor. Esa suerte de continuidad narrativa se complementa con otra física, ya que aquí Fontán volvió a la casa familiar de la localidad de Banfield, donde él pasó gran parte de su vida. Lo que muestra aquí, a lo largo de justísimos sesenta minutos, es cómo la misma geografía hogareña, en los instantes previos a su demolición, revive un pasado esplendoroso, pleno de fiestas, celebraciones, crecimientos y agasajos. “Sabíamos desde el principio que la casa sería la protagonista. Ella era la que tenía que observar ese momento último, que a su vez era una mirada sobre todo su pasado y sus huellas”, explica el realizador.
El término se repite con regularidad a lo largo de la entrevista: Fontán habla de mirar. De volver a mirar. Una y otra vez. ¿Cómo es, entonces, apropiarse de esos espacios tan cargados de presente y retrotraerlos a una condición pretérita? ¿Qué efectos personales genera esa introspección hasta ese pasado físicamente irrecuperable? “Había un material movilizador y de algún modo perturbador. Y volver a remirar un espacio personal a partir de la idea de la vida y la muerte, de los ciclos, del paso del tiempo, implica también mirarse y ponerse uno mismo en juego con todo eso. Es recuperar esa historia no biográficamente, sino como material sensible. Es decir, el presente configurado por capas de pasados y a su vez como proyección a un futuro.”
–¿Y qué vio usted al “ponerse en juego”?
–Creo que lo que uno siempre ve es la certeza de la finitud, la posibilidad de la felicidad, la fortaleza de la memoria. Uno va tomando conciencia de que tiene una historia, de que esos espacios dejaron cosas en uno y uno también dejó cosas en ellos, más allá de que fueran habitados por muchos. Todo eso de alguna manera nos instala en una genealogía. No somos una instancia única de presente absoluto, sino que hay algo más, y esa conciencia es muy fuerte. Y no sólo para mí. Creo que si todo el grupo no consigue darle su sensibilidad en relación con sus propios espacios la película no puede funcionar.
–Sus padres en El árbol, los antepasados familiares en Elegía de abril y ahora la casa y sus fantasmas. ¿Por qué decidió hablar de esos temas que usted menciona con su núcleo íntimo y no con otros elementos?
–Yo había dirigido algunos cortos, medios, un primer largometraje y después filmé en España. Allá podía hacer lo que quería con la única condición de que incorporara a un conjunto de actores. Y la pasé fatal. Me di cuenta de que el ofició me había enseñado cómo y dónde poner la cámara, pero en verdad no sabía cómo filmar un espacio. Había algo de lo sensible que no podía poner en juego. Cuando volví a la Argentina estaba muy perturbado y entonces me propuse hacer al revés: ver un lugar donde sé que lo sensible está y recién después pensar una pequeña estructura que habilite un diálogo con lo real. Y si uno no consigue establecerlo no hay forma de sostener una película. Nosotros sabíamos que eso era lo que poníamos en juego y que los recursos de lenguaje eran operativos y funcionales. Lo real era lo que pudiéramos descubrir en ese espacio. Esa fue la decisión: hacer un cine en el que queden implicadas todas esas sensibilidades y sentimientos y no otro de oficio y de construcción externa.
–¿Tuvo alguna experiencia cinematográfica previa relacionada con la observación?
–Justo antes de El árbol había dirigido El paisaje invisible, un documental sobre el poeta jujeño Jorge Calvetti. El se estaba muriendo, tenía una sensibilidad muy especial y no podía volver a su Maimará natal. Nosotros ya habíamos terminado y en ese momento él me dio la llave de su casa y me dice que vaya. Yo no sabía para qué ir porque no quería filmar la casa y poner “ésta es la casa de Calvetti”. Cuando le dije, él me respondió: “Vaya a mirar”. Y ese mandato del viejo está en el origen de El árbol: vamos a mirar, no queremos hacer un cine de diseño sino una estructura para mirar.
–Pero da la sensación de que esa idea está muy presente en todas sus últimas películas, más allá de que pertenezcan o no a la trilogía.
–Claro. Es la estrategia a partir de la cual desplegamos todo. Para mí El árbol es un punto de ruptura porque el grupo empezó a trabajar distinto, a crecer en un cine en el que la clave está en mirar, parar y pensar, y no en filmar todo junto. Así podemos repensar cómo usamos el lenguaje y cómo él permite que nuestras emociones se accionen con más o menos claridad y por fuera de las formas habituales que tiene el cine para construirlas. De qué manera podemos construir lenguajes genuinos y no fosilizados. Es fácil trabajar la emoción desde un lenguaje fosilizado, acciona muy rápidamente.
–El tono crepuscular de La casa habilita a pensar que de alguna forma podría cerrase una etapa dentro de su cine. ¿Es así?
–Actualmente estoy trabajando en el Paraná en un segundo ciclo que necesito completar, que es el del río. Empecé hace un par de años con La orilla que se abisma, ahora estamos con una película que se llama El rostro y vamos a terminar con la adaptación de El limonero real, de Juan José Saer. Y las tres mantienen algo de esa forma de trabajar y accionar, más allá de que el espacio sea distinto y nos obligue a pensar otras cosas. Recién después de este ciclo veremos cómo seguir.
–Un sector de la crítica suele definir a su cine como poético. ¿Es posible hacer poesía con imágenes?
–Creo que sí, pero habría que pensar a qué nos referimos con poesía. Lo que creo es que la televisión y cierto cine transformaron a la imagen en el reino de lo visible. Lo que se ve es lo que es, y así la imagen pierde su capacidad poética. En cambio, yo creo absolutamente en esa cualidad del cine, que no sé si necesariamente es hacer poesía, sino en esa posibilidad del orden de lo sugerente. Es decir: nunca lo que es debe ser todo lo que es. Siempre hay un mundo sugerido que debe ser necesariamente completado por el espectador. Y en esa condición entiendo el concepto de poesía. No como un vínculo directo con lo que entendemos como poema, sino en una capacidad de amplificación del mundo. Que por supuesto también lo tiene el arte. El mercado destruye lo genuino que puede tener el cine, que es la capacidad de sugerir. Y en ese caso sí creo que el cine puede ser poesía.
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