CINE › CARLOS SORIN, ANTES DEL ESTRENO DE DIAS DE PESCA
Para el director de La película del rey, las miradas de Alejandro Awada y Victoria Almeida fueron las claves para saber que ellos debían ser los protagonistas de su nuevo film. Allí, un padre que intenta recomponer la relación con la hija a la que abandonó.
› Por Oscar Ranzani
En la mente de Carlos Sorín abundan películas que van mutando hasta encontrar la forma definitiva. Eso le sucedió, una vez más, antes de realizar Días de pesca, octavo largometraje en la carrera del director de La película del rey, que se estrenará el próximo jueves en la cartelera porteña. Primero, Sorín había pensado en un viajante de comercio que llegaba a Buenos Aires a visitar a su hija, cuando, en realidad, el recorrido era una excusa para ir a Piriápolis a conquistar a una mujer. Cuatro años después, cambió: el viajante era un representante de una empresa de cigarrillos que iba a Trelew a visitar a su hija y allí se enteraba de que ella ejercía la prostitución. Pero la abandonó por otra historia que transcurría en Concordia, donde el padre era un cantante que animaba fiestas de bodas y que llegaba a ver su hija que trabajaba en un supermercado. “En todos esos casos, el protagonista tenía una enfermedad terminal y antes de despedirse quería poner las cosas en orden. Y las abandoné porque se volvían muy dramáticas por el tema de la proximidad de la muerte”, cuenta Sorín a Página/12.
¿Qué quedó y qué se modificó, entonces, en Días de pesca respecto de aquellas historias? En este film, hay un viajante de comercio, Marco (Alejandro Awada), de 52 años, que después de haber hecho un tratamiento para dejar su adicción al alcohol, decide ir a Puerto Deseado a pescar tiburones. Un poco de aire para el alma, podría pensarse. Allí conoce a unos expertos en la materia que le dicen cómo hacerlo. También conoce a un entrenador de una boxeadora, con el que entabla una pequeña amistad. Pero el objetivo preciso de Marco es reencontrarse con su hija Ana (Victoria Almeida), a quien abandonó como consecuencia de su adicción, y ella tampoco supo nada de él. El viaje que emprende Marco tiene la premisa de poner las cosas en orden. Pero es recibido de la mejor manera y los rencores salen a flote.
Como puede observarse, es una historia simple y pequeña. Pero suficientemente dramática como para elaborar un relato que, por momentos, conmueve. Mal no le fue hasta ahora a Días de pesca: fue seleccionada para prestigiosos festivales internacionales como Toronto y San Sebastián. En la muestra vasca, Sorín prácticamente juega de local: Eterna sonrisa de New Jersey (1989), Historias mínimas (2002), El perro (2004) y El camino de San Diego (2006) participaron en distintas ediciones del festival donostiarra y siempre el director argentino se llevó un premio. Días de pesca no podía ser la excepción: obtuvo el Signis, cuyo jurado argumentó que Marco busca “nacer como un hombre nuevo”. “No sé si tanto”, admite Sorín. “Lo que busca, en todo caso, es rehacer ciertas partes de su vida que están hechas pedazos. No es una cosa mística que quiera renacer como un hombre nuevo. No es en el sentido religioso, pero trata de reparar las cosas que su tránsito por la adicción deterioraron. Entre otras cosas, algo muy general como la alegría de vivir y de estar contento por hacer algo, cosa que el adicto difícilmente tiene. Y busca recuperar sus afectos, su familia. Es un hombre solo y solitario”, agrega.
–Haciendo una analogía con otra de sus películas, ésta presenta una “historia mínima” y, a la vez, íntima. En cambio, para el personaje es determinante, ¿no?
–Absolutamente. Este es un viaje decisivo. El juega muchas fichas con este viaje. Primero, dejar el alcohol. Después, la metáfora de poder pescar tiene que ver con poder gozar de algo. Y tercero, busca recuperar el afecto de su hija, que es lo único que le queda de su familia, porque se supone que se peleó con su mujer. Lo que pasa es que a la relación con los hijos, uno no puede renunciar. Son definitivas: tu hijo es tu hijo siempre. En cambio, de tu esposa te podés divorciar. Y en ese caso, pasa a ser tu ex esposa. Pero no hay un ex hijo. Son relaciones permanentes.
–Por eso ciertas actitudes resultan imperdonables...
–Personalmente, pienso que el abandono es imperdonable. Bueno, en realidad, uno siempre perdona, porque hay que ponerse en la piel de cada ser para saber qué pasa. Pero son cosas graves y a los hijos, que son las víctimas, la ausencia de un padre los marca de por vida.
–¿Por qué buscó esta situación extrema en el núcleo familiar? ¿Fue una manera de darle potencialidad al drama?
–No, es muy habitual, conozco mucha gente en esa situación. No diría que es normal, pero sí absolutamente habitual en parejas que se separan con un hijo en el medio que el padre casi desaparezca. No es algo muy excepcional. Diría que es bastante y lamentablemente frecuente. O sea, busqué un tipo de relación que pertenece a la realidad. No es una excentricidad de guionista.
–Hablando del personaje, ¿por qué eligió a Alejandro Awada como protagonista?
–Mi hijo hizo la música de Verdades verdaderas: la vida de Estela, y me mostró el trailer. Y en la fugacidad del trailer vi la cara de Alejandro y dije: “Es él”. No dudé un segundo. A los quince minutos estaba hablando con él y era un tema cerrado. Yo elijo así.
–¿Por intuición?
–Sí, elijo intuitivamente. Sabía que Alejandro es un gran actor, pero no lo elegí por eso, sino porque vi que era exactamente el personaje. Y así fue.
–Al haber tantos silencios en la película, Awada tuvo que mostrar o potenciar sus recursos expresivos. ¿Esto también lo tuvo en cuenta a la hora de elegirlo?
–No, al menos en forma consciente. Evidentemente, al tener tantos silencios (para mí el silencio es un elemento dramático esencial), empiezan a funcionar las cosas no verbales. Lo verbal te cubre y el resto de la gestualidad desaparece. Cuando lo verbal se reduce, empiezan a aparecer las miradas, ínfimas expresiones. Cuando vi el film por primera vez en pantalla grande en Toronto descubrí una cantidad de gestos infinitamente pequeños que no había visto en las pantallas con las que uno trabaja para la edición. Y eran dramáticamente importantes. Esos gestos podían existir porque el personaje no hablaba en ese momento.
–¿Y en el cine las miradas dicen más que las palabras?
–Depende del tipo de cine que uno haga. Hay un cine que se apoya más en la palabra, es más de discurso. No está ni bien ni mal. Uno no siempre tiene que pensarlo en términos de cine en general. Cada película propone un universo con sus reglas, conscientes o no. Entonces, depende en qué película, las palabras funcionan o no. En mi tipo de cine o en el cine que me gusta, los silencios son dramáticamente más intensos que las palabras, porque mis personajes no dicen demasiadas cosas trascendentes. Y cuando las dicen, en realidad, están queriendo decir otra cosa.
–El viaje que emprende Marco es externo y, a la vez, interno, ¿no?
–Absolutamente. Diría que es un viaje iniciático: quiere iniciarse en otro tipo de vida. El dice que quiere cambiar de vida. Sucede que es algo que se dice, pero no es fácil. El quiere sacarse su pasado de encima, también el alcohol y sus resacas. En realidad, el alcohol no es una causa, sino una consecuencia de conflictos. En general, la gente llega al alcohol o a la droga porque hay algo que está funcionando mal. Por supuesto que es un mecanismo de retroalimentación, porque con eso anda peor. Es una especie de espiral descendente. En su caso, el alcohol es una consecuencia y quiere sacarse esa pesadilla.
–¿Marco siempre fue un ser pacífico como se ve en la historia o se pone una máscara?
–El está reprimiendo y controlando una angustia. Es la angustia de la situación de prueba que está viviendo: a ver si puede no tomar, reencontrar a su hija y que lo ayude. Entonces, hay algo de una especie de felicidad forzada, que Alejandro interpreta muy bien. Marco se propone ser feliz, lo cual no significa ser feliz. Actúa ser feliz, pero abajo hay algo oscuro. Y Alejandro eso lo hace bárbaro, no a través de lo que dice, sino de la mirada. Abajo hay algo denso y turbulento que está siempre presente en él.
–¿No es una visita esperada por su hija por lo sucedido en el pasado?
–Claro, la hija no lo esperaba para nada. Es más: no lo esperaba ni le resulta demasiado feliz que venga. La hija le muestra su casa, su familia, todo lo que ella pudo construir sin él. Su sensación es entre orgullo y desdén. Es una cosa ambigua que tiene la hija: por un lado es el padre, y remueve cosas, y por otro lado, hay una cosa de rencor. Vicky (Almeida) da muy bien con ese rol y la elegí por eso. La elegí por una foto que encontré en Internet, en la que se la veía con una nariz de payaso por un personaje que hacía en una obra infantil. Pero vi que detrás de esa nariz de payaso había una mirada. Y encontré otra foto y dije: “Es ella”, porque había algo que te hacía sentir culpable, que era lo que yo necesitaba.
–¿Y por qué ella no puede dejar de lado el rencor?
–Porque fue abandonada. No son cosas intrascendentes: no se pueden perdonar. Al menos, no fácilmente.
–Y la presencia del padre la conecta con los peores recuerdos de su infancia...
–Con los peores y los mejores. Esa secuencia en que él canta, ella da muy bien esas dos cosas: por un lado, los lindos recuerdos de cuando le cantaba y, por otro lado, el abandono, la ausencia. Y ella transita muy bien con miradas muy sutiles. Y el espectador entiende. Nadie le dice nada.
–¿No se puede confundir con una cierta ambigüedad por parte del personaje?
–Yo creo en un cine ambiguo, en el sentido de dejar abiertas las posibilidades de lectura. O sea, de dejarle al espectador las posibilidades de reelaboración durante o después de la proyección. Durante, porque incluso dejo ex profeso ciertas pausas después de alguna escena con cierta intensidad para que el espectador pueda reflexionar un poco. Hay muy poco del pasado. Uno supone el pasado de los personajes, pero se dice muy poco. Y eso es intencional. Esa falta de información son lagunas que quiero que llene el espectador. Necesito un espectador activo. Y en función de su sensibilidad y de su experiencia personal, que vaya completando. Funciona; me doy cuenta por las charlas que he tenido con la gente. El cine transcurre en la mente del espectador y no en la pantalla ni en la mente del director. Ahí pasan las películas. Por eso me gusta el cine que le deja espacios al espectador.
–En el fondo, ¿la película tiene una mirada positiva sobre el ex adicto? Porque lo muestra tratando de recuperar lo que perdió por el alcohol...
–En eso, sí. Pero yo soy escéptico. No creo que él pueda salir fácilmente del alcohol, porque no es fácil salir de eso ni de ningún tipo de droga cuando uno está bien agarrado. En general, es una lucha perdida. Pero aun así, me parece que tiene un valor ético y humano que, aunque uno la pierda, el mero hecho de intentarlo tiene un valor notable. Es una intención de salud dentro de un panorama de enfermedad.
–¿Qué tiene de especial la Patagonia que recurrentemente filma allí?
–Es una especie de vuelta de tuerca. La gente dice: “Sorín es el director de la Patagonia”. Y yo voy allí para confirmar esa imagen (risas). Pero mis historias no están ancladas de por sí en la Patagonia. Podrían suceder en cualquier lado. Podría contarlas también en Avellaneda. La Patagonia tiene una falta de color local que hace casi abstracto al lugar donde filmo. Si filmo en La Rioja, eso es La Rioja: lo noto por cómo se viste la gente, por cómo habla, por todo. Pero cuando filmo en la Patagonia, es de una neutralidad absoluta. Y eso me atrae mucho precisamente porque mis temas no tienen un anclaje local.
–Cuando no es el sur, es el norte. ¿Por qué le atraen los espacios abiertos? ¿Logra un mayor grado de concentración?
–No es una cosa que racionalice. Quizá pueda tratar de descubrirlo a posteriori. Pero en general, me gustan las películas abiertas. Trato de evitar interiores. Pero no sé bien por qué. Para mí, lo importante son las historias. Y algo previo a la historia: de qué estoy hablando en la película. Es muy importante. Tengo que estar hablando algo que me importe. Si no, no puedo pretender que después les importe a los demás. O es simultáneo a la historia. Siempre me lo pregunto, porque le da una base firme a un tipo de cine que no tiene muchas bases, ya que no está apoyado en posibilidades comerciales ni es industrial. En general, es un cine frágil. Entonces, mi único punto de apoyo es decir: “Al menos, estoy hablando de algo que me interesa”.
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