Sáb 10.11.2012
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CINE › EL FESTIVAL DE TESALONICA VOLVIO A EXHIBIR UNA OBRA MAESTRA DEL REALIZADOR GRIEGO

Angelopoulos, sintetizador del tiempo

A casi cuarenta años de su estreno, El viaje de los comediantes sigue siendo uno de esos ejercicios cinematográficos fascinantes. No sólo por sus condiciones formales, sino también por la resonancia con lo que sucede hoy fuera de la sala de cine griega.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Tesalónica

Para la población griega, la situación no está precisamente mejor hoy que hace unos días –cuando el Parlamento votó nuevos recortes y medidas de austeridad y, en repudio, el país se vio casi paralizado por una huelga general de 48 horas–, pero la vida continúa. Y el Thessaloniki International Film Festival, que culmina mañana domingo, también. A diferencia de Atenas, que se convirtió una vez más en un campo de batalla, con feroces enfrentamientos entre los manifestantes y la policía, Tesalónica (la segunda ciudad del país, 500 kilómetros al norte de la capital y recostada sobre las costas del Egeo) vivió de manera mucho más serena los últimos acontecimientos. Lo que no impidió que gruesas columnas de trabajadores marcharan a lo largo de la avenida Tsimiski con sus reclamos, banderas y pancartas. Es curioso: adentro de una de las salas del festival, en una película que ya tiene casi cuarenta años, pero que no ha perdido nada de su belleza ni su fuerza, esas mismas manifestaciones griegas de hoy parecían reflejarse en las del último siglo en Grecia. No por nada El viaje de los comediantes, de Theo Angelopoulos, que fue uno de los puntos altos del tributo que el festival le rindió al más grande cineasta griego (fallecido en enero pasado, a los 76 años), está considerado un clásico. Nada en la película ha perdido vigencia, porque habla de una herida abierta que parece eterna: Grecia.

Filmada en 1974, cuando languidecía la denominada “Dictadura de los Coroneles” (que denunció Z, la película de Costa-Gavras), El viaje de los comediantes es una de esas obras que en el cine de hoy parecerían impensables, no sólo por sus dimensiones sino, sobre todo, por sus ambiciones. Con casi cuatro horas de duración, la que quizá sea la obra maestra de Angelopoulos es un auténtico film-río, con un cauce principal e infinidad de afluentes que se dejan navegar como si el tiempo no transcurriera. Tal es la cantidad de sorpresas de toda índole –narrativas, pero también formales– que acechan en cada recodo de ese viaje, que a su modo no deja de ser una nueva Odisea.

Los comediantes del título conforman una pobre compañía trashumante, que llevan por los pueblos más miserables de Grecia su pequeño espectáculo teatral, una obrita bucólica sobre el amor entre dos jóvenes pastores que nunca alcanza a consumarse, porque una y otra vez esas representaciones son interrumpidas por los vientos huracanados de una Historia con mayúsculas. La película transcurre entre 1939 y 1952, uno de los períodos más convulsos de la Grecia del siglo XX, que va desde la dictadura fascista de Metáxas hasta el ingreso del país en la OTAN, pasando por la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial, la ambigua liberación británica y una cruenta guerra civil, considerada el primer conflicto bélico de la llamada Guerra Fría.

Nada de esto, sin embargo, está narrado lineal o cronológicamente. Por el contrario, se diría que la estructura es cíclica, en la medida en que el film empieza y termina con la misma escena, la de los comediantes llegando con sus tristes pertenencias a una estación abandonada, como si su destino fuera seguir vagando –para parafrasear uno de los títulos más emblemáticos de Angelopoulos– por la eternidad y un día.

Y no hay voluntad alguna de identificar al espectador con la suerte de estos artistas. Más allá de algunas situaciones puntuales de uno u otro personaje, lo que importa en ellos es su carácter colectivo, coral, en la medida en que esa compañía, que tiene entre sus miembros tanto a militantes de la derecha como de la izquierda, parece representar a todo el espectro del pueblo griego. Por si cabían dudas, en el prólogo, uno de los actores ya había descorrido el telón para explicarle al público (del film) lo que se disponía a ver, como para hacer evidente el carácter teatral de la propuesta. El distanciamiento brechtiano siempre fue una influencia determinante en el cine de Angelopoulos y aquí alcanza su cumbre, sobre todo en tres largos, impresionantes monólogos a cámara que van pautando el relato, profundas cisuras en una narración que se vale mucho más de música y canciones que de diálogos (casi no los hay) y que en todo momento aspira a la reflexión crítica del espectador.

El tiempo del relato tampoco responde a los parámetros del realismo, sino al de un tiempo histórico, de un modo amplio. En cada uno de los inmensos planos-secuencia a partir de los cuales está construido el film (no son más de 80 para una duración de 230 minutos) distintos hechos y circunstancias pueden llegar a convivir entre sí, aunque correspondan a distintos momentos históricos. Son muchos los ejemplos que podrían citarse, a cual más virtuoso, pero hay una secuencia en particular que siempre fue famosa y que incluso mereció un extenso análisis del gran director japonés Nagisa Oshima. Se trata de una toma sin cortes, que se inicia con una manifestación popular en una plaza de Atenas, hacia 1944, cuando la ocupación nazi está en retirada. Un flamear de banderas –británicas, rusas, estadounidenses, griegas– celebra la inminente liberación, cuando ráfagas de metralla dispersan a la multitud por las calles adyacentes. Mientras, la cámara va girando en 360 grados, hasta recuperar su posición inicial. Allí descubre los cuerpos inertes de algunos manifestantes. Un gaitero escocés atraviesa orgulloso la plaza desierta, uno de esos “muertos” se levanta (resulta ser el acordeonista de la compañía) y huye corriendo. La cámara –siempre sin cortar– vuelve a girar lentamente en 360 grados, descubre nuevas columnas de manifestantes que se acercan por las distintas calles y para cuando, una vez más, se vuelve a detener, la plaza está otra vez cubierta de gente, pero haciendo ondear ahora un mar de banderas rojas. El mismo pueblo que antes celebraba la liberación de los nazis, ahora reclama la partida del ocupante británico. El tiempo real se sintetiza y se vuelve tiempo histórico en manos de Angelopoulos.

Para un film que constantemente trabaja en base a los mitos y tragedias de la cultura griega –la Odisea, por cierto, pero también la Orestíada, cuando el hijo de una actriz de la compañía mata a su madre y a su amante–, se diría que hay un mito en particular que es el que pone en movimiento toda la película. Y que hoy especialmente, en los tiempos que corren, le da a El viaje de los comediantes su impensada actualidad. Es el mito de Sísifo, como si el pueblo griego siguiera cargando sobre sus espaldas la misma pesada piedra, una y otra vez. Tantas luchas, tantas divisiones, tanto sufrimiento y –como quedó claro esta misma semana– no queda más remedio que volver a empezar.

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