Martes, 13 de noviembre de 2012 | Hoy
CINE › EL FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE LA CAPITAL ITALIANA DA UN SALTO CON RIESGOS
De la mano de su nuevo director, Marco Müller –quien fuera cabeza de Rotterdam, Locarno y Venecia–, la muestra ya no se preocupa por el desfile de estrellas y sí por tener estrenos mundiales. Para calmar a las fieras, estarán Adrien Brody, Jude Law y Sean Penn.
Por Luciano Monteagudo
Desde Roma
A diferencia de la venerable Mostra de Venecia, que ya tiene casi 70 ediciones sobre sus espaldas, el Festival Internazionale del Film di Roma –que comenzó el viernes pasado y se extenderá hasta el próximo domingo– tiene apenas siete años de edad, pero sus ambiciones son tan grandes como la ciudad que lo alberga. Y sus polémicas también. Nacido como un festival no competitivo pensado para el gran público (a diferencia de Cannes y Venecia, por caso, que están dedicados fundamentalmente a profesionales del medio), el de Roma acostumbró a la prensa local a un constante desfile de estrellas, tanto italianas como de Hollywood, con una selección de películas que en su mayoría ya habían tenido su lanzamiento en otros festivales. Pero con la llegada de Marco Müller a la dirección artística, las cosas están empezando a cambiar. Cinéfilo exquisito y curador reconocido en todo el mundo, Müller es un experto en festivales y dirigió algunos de los más exigentes: Rotterdam, Locarno y Venecia, desde donde ahora acaba de dar el salto a Roma. Un salto no exento de riesgos, en la medida en que tuvo apenas cuatro meses para armar una programación (ahora con tres competencias simultáneas) a la que él mismo impuso una condición sine qua non: todos los films debían ser estrenos mundiales absolutos. Por lo que se pudo ver hasta ahora, consiguió unos cuantos, pero no son precisamente los que atraen a los paparazzi.
“Tappeto russo” tituló irónicamente el diario La Repubblica su crónica sobre la noche de apertura, en un juego de palabras entre una añorada alfombra de color rojo (rosso) y la película de Kazajastán que inauguró el festival, Esperando el mar, de Bakhtiar Khudojnazarov, con “attori bravi e sconosciuti”. Faltaba que se quejaran de “los desconocidos de siempre”. Lo que Müller está cambiando es cantidad por calidad, glamour por prestigio, pero ése no es un cambio que pueda darse de un día para el otro. Para calmar a las fieras, Müller se aseguró la presencia de algunas caras famosas: Adrien Brody, Jude Law, Sean Penn... Pero como para dejar en claro que ahora el director es la estrella, Sylvester Stallone acompañará mañana miércoles el estreno mundial de Bullet to the Head, aunque esa proyección está concebida como un homenaje a su realizador, Walter Hill, uno de los grandes autores del cine de acción que dio Hollywood en los años ’70 y ’80, que ha vuelto a dirigir después de casi una década.
Si en el concurso internacional llaman la atención algunos realizadores de primera línea, como el japonés Takashi Miike, la rusa Kira Muratova, el francés Jacques Doillon y el estadounidense Larry Clark, se diría que el gran atractivo de este primer año de Müller en Roma es la competencia paralela denominada CinemaXXI. Deliberadamente ecléctica y radical, esta sección suma indistintamente largos y cortos donde sobresalen algunos de los nombres mayores del cine contemporáneo, como el israelí Avi Mograbi, el tailandés Apichatpong Weerasethakul o el documentalista alemán Thomas Heise. De hecho, la película que abrió esta sección, titulada Centro histórico, reúne cuatro cortos de sendos maestros: el finlandés Aki Kaurismäki, el español Víctor Erice y los portugueses Pedro Costa y Manoel de Oliveira.
Centro histórico forma parte de un proyecto mayor, dedicado a celebrar a la ciudad portuguesa de Guimaraes como capital de la cultura europea 2012. Lejos de ser una mera conmemoración institucional, los films de cada uno de estos directores tienen el vuelo, la libertad y la impronta personal que se espera de cada uno de ellos. El más simple es el último, O conquistador conquistado, en el que el centenario Manoel de Oliveira descubre que el bravo guerrero que le dio su nombre a la ciudad y sentó las bases de lo que luego sería el reino de Portugal ahora, perpetuado en el bronce, es víctima de los flashes como flechas de los insensibles turistas.
El de Kaurismäki, O tasqueiro, es otra de sus pequeñas, deliciosas fábulas sobre la soledad, en este caso la de un tabernero del pueblo que no consigue ni novia ni clientes. El de Erice, Vidrios partidos, es un sentido homenaje a los trabajadores de una vieja fábrica abandonada de Guimaraes, donde generaciones de habitantes de la ciudad vivieron y sufrieron. Delante de una fotografía mural de principios del siglo pasado, donde se ven las caras de desesperanza de muchos de esos trabajadores en una pausa para el almuerzo, el director de El espíritu de la colmena recoge los testimonios de algunos de ellos, un poco a la manera del documentalista brasileño Eduardo Coutinho, en la medida en que se confunden trabajadores reales con actores que interpretan sus recuerdos.
Sin embargo, el más potente de los cuatro segmentos es Lamento de vida jovem, donde Pedro Costa reencuentra a Ventura, su personaje de la colosal Juventude em marcha (2006), un caboverdiano empobrecido y alienado por una dura vida de trabajo en Fontainhas, el suburbio de los inmigrantes en Lisboa. Al comienzo, amigos y parientes de Ventura lo buscan en un descampado, en una noche oscura y encantada. La cámara lo encuentra, sin embargo, en el montacargas de un hospital, como si Ventura hubiera escapado de su cama de enfermo para entregarse a un diálogo con un soldado que no es otra cosa que un fantasma. Entre ambos, discurren (en off, como si se comunicaran a través de sus conciencias) sobre los trabajos y los días y la desgracia de nacer pobre en un país de aspiraciones coloniales, como fue Portugal. Hay algo profundamente inquietante en ese diálogo de “muertos vivos”, como si en Ventura reencarnara ahora el espíritu de I Walked with a Zombie (1943), de Jacques Tourneur, pero en clave contemporánea.
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