CINE › UNA PELICULA HECHA DE REENCUENTROS Y RECUPERACIONES
“Mi nombre es Horacio César Pietragalla Corti, y desde hace cinco meses y medio me puedo llamar así”, dice el muchacho, irradiando una insospechada serenidad junto a una tumba. Hace menos de medio año y tras más de un cuarto de siglo de búsqueda, Horacio acaba de encontrar finalmente los restos de su padre, en una fosa común. Esa fosa –secreta, como todo lo que tuvo que ver con la burocracia de la muerte durante la última dictadura militar– era parte del cementerio de San Vicente, Córdoba. Allá por los años 1976 y 1977, cuando Luciano Benjamín Menéndez reinaba sobre la vida y la muerte de sus comprovincianos, hubo mucho movimiento por allí, tal como testimonia un “morguero” que fue testigo de las inhumaciones clandestinas. “Si esa cámara lo hubiera filmado, no lo recordaría como yo lo recuerdo hoy”, dice el hombre, que no halla consuelo para su recuerdo.
El último confín narra el trabajo de exhumación emprendido por el Equipo de Antropología Forense en esa fosa común, hasta que en 2003 lograron hallar los restos de ciento veinte personas e identificar a cuatro de ellas. Los miembros del EAF habían tenido ya un papel protagónico en Tierra de Avellaneda, el excelente documental de Daniele Incalcaterra, cuyo tema en buena medida se superpone con el de esta otra muestra del género, que cuenta con dirección de Pablo Ratto. A diferencia de la película de Incalcaterra, cuyo eje dramático era el proceso mismo de la exhumación, filmado “en vivo y en directo”, El último confín se atiene a un modelo mucho más convencional de documental, dándoles preponderancia a los testimonios a cámara e intercalando material de archivo a la hora de ilustrar aquello de lo que se habla. Modelo que encajaría perfectamente en un formato televisivo, incluso por la duración (una hora clavada) y la utilización de un estudio de grabación para el registro de las entrevistas.
Cuando Ratto filma “en vivo” logra los momentos más crudos, duros y emotivos de la película, sobre todo el momento en que una juez comunica oficialmente a los deudos que los restos hallados son los de sus familiares. O esa escena terrible, casi intolerable, en la que sus hermanos se acercan a los restos óseos de Gustavo Olmedo (legendario líder de FAR y Montoneros), que están prolijamente alineados sobre una mesa, formando su esqueleto casi completo. Otra protagonista primordial de El último confín es Sara Solarz de Osatinsky, viuda de otra leyenda, Marcos Osatinsky, asesinado por la Armada el 22 de agosto de 1972 en la Base Naval Comandante Zar, tras la fuga de Trelew. Convertida casi en un fantasma de sí misma (además de su marido perdió a sus dos hijos, secuestrados y desaparecidos), Sara no puede evitar quebrarse en lágrimas cuando le entregan los restos de Mario, su hijo menor, que tenía 15 años la última vez que lo vio.
Se quiebra pero se recompone. Sabe seguramente que ahora, un cuarto de siglo más tarde y gracias a la persistencia y el esfuerzo de la memoria viva, un ciclo ha logrado cerrarse, al arrancar el cuerpo de su hijo de ese último confín. Confín al que la cámara de Pablo Ratto ha descendido como al infierno mismo, en un inapelable y explícito travelling vertical.
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