Vie 02.06.2006
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CINE › “LAS TORTUGAS TAMBIEN VUELAN”, DE BAHMAN GHOBADI

Una obscena exhibición de atrocidades

› Por Horacio Bernades

5

LAS TORTUGAS
TAMBIEN VUELAN

(Lakposhtha hâm parvaz
mikonand) Irán/Irak, 2004.


Dirección y guión: Bahman Ghobadi.

Fotografía: Shahriar Assadi.

Intérpretes: Avaz Latif, Soran Ebrahim, Hiresh Feysal Rahman, Saddam Hossein Feysal y Abdol Rahman Karim.

¿Todo es válido a la hora de mostrar el horror? ¿En pos de sacudir al público, no importa cómo ni con qué argumentos se lo haga? ¿Para causar efecto, un drama de guerra debe regirse por los mismos principios que la guerra misma? Sin duda una de las películas más shockeantes del último bienio, premiada, ensalzada y aclamada en cuanto festival o territorio se presentó, si algo no puede discutírsele a la producción iraní-iraquí Las tortugas también vuelan es que se trata de una de esas obras que mueven a hacerse preguntas fundamentales, relacionadas sobre todo con el poder y la ética del artista. Lo discutible es en tal caso de qué manera la propia película –Concha de Oro en San Sebastián, Premio del Público en Rotterdam, nominada al Oscar 2005 al Mejor Film Extranjero– elige responder esas preguntas.

En Las tortugas también vuelan, Ghobadi eligió narrar un drama y una circunstancia que lo tocan muy de cerca: el de los refugiados kurdos de la frontera entre Irán e Irak, perseguidos por Saddam y en momentos en que George W. está a punto de lanzar su ofensiva final. Tratándose de un film iraní, no extraña que Ghobadi haya elegido como protagonistas a los niños de ese campamento fronterizo. Aunque esta vez estén lejos de los purretes de Kiarostami, curiosos y aventureros. Para no hablar de los edulcorados, místicos pequeños de cierto cine iraní for export, como los de El color del paraíso.

Sin embargo, en el pequeño cieguito de aquélla, puesto allí para despertar en el espectador un cristianísimo flujo de piedad, puede adivinarse tal vez un antecedente de la pequeña corte de milagros que Ghobadi alinea en Las tortugas también vuelan. Entre ellos, un chico cojo, otro mutilado, una nena violada y el hijo de ésta, cieguito de un par de años al que su mamá, de menos de 14, se pasa la película entera tratando de abandonar en cualquier camino. Pero sería injusto desembocar en los horrores que la película de Ghobadi vuelca sobre el espectador en la segunda mitad, sin reconocer que en su primera parte el realizador sabe acercarse a varios de los protagonistas con la clase de espontaneidad, empatía y hasta sentido del humor propios del mejor cine iraní.

“Satélite” es el nombre que los refugiados dan al protagonista, un pibe de anteojos rotos y lleno de energía, todo un líder de los suyos (hasta el punto de que tiene un lugarteniente, un par de años menor que él y obediente al más mínimo de sus gestos). Especialista en la instalación de antenas parabólicas, éstas se requieren para captar la CNN, fuente de información más confiable (¿más confiable?) que los canales de Saddam.

A medida que la película avanza (junto con las tropas aliadas), Ghobadi parece verse en la necesidad de levantar la apuesta más y más. La intención es confrontar-al-espectador-con-el-horror-de-la-guerra. En su política de exhibición de atrocidades, Ghobadi cuenta con la víctima ideal, el grupo de niños, un territorio particularmente apto (un campo sembrado de minas) y una trajinada figura retórica, el flashback. La combinación de todo esto pega bien por debajo del cinturón, con el chico –que quedó manco por acción de un explosivo– desactivando minas con la boca, la nena recordando el momento en que los soldados de Saddam la violaron, parándose cada dos por tres frente a un abismo y atando a su hijo ciego a un arbusto lejano, cuestión de dejarlo morir de inanición. En la escena más obscena de la película, el cieguito se mete en el campo de minas, generándose suspenso con una situación que no debería dar lugar a ninguna manipulación. Claro que eso no es nada al lado de lo que pasa al final... Pero el espectador interesado deberá verlo con sus propios ojos. Al fin y al cabo, los horrores del cine –eventualmente casi tan terribles como los de la guerra– sólo resultan dañinos cuando no se está avisado.

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