CINE
› Por Luciano Monteagudo
Londres, en plena Segunda Guerra Mundial. Un niño es enviado por su madre a la casa de campo de la familia, para escapar de los bombardeos nazis. Pero para cuando llegue a destino sabrá que su madre no ha podido escapar con vida a esa lluvia de fuego. Deberá aprender a crecer junto a su padre, sus tías y abuela, lo que no le resultará muy difícil, ya que todos son particularmente afectuosos y la casa es tan grande como el corazón de quienes la habitan. Un hecho casi paranormal viene, sin embargo, a alterar ese mundo casi idílico, apenas matizado por los castigos corporales que –como es de rigor– recibe el muchacho por parte de las autoridades del rígido colegio inglés: una noche, en la mansión familiar, aparece una mujer idéntica a su madre muerta.
Lo que podría ser el pie para un film fantástico, para un misterio borgeano hecho de dobles y espejos, se revela muy rápidamente como un ramplón azar del destino: esa mujer es la hermana gemela de la difunta, de la que nadie (salvo la abuela, claro) sabía de su existencia. Y que ocho años después de la tragedia, cuando la guerra ya ha empezado a ser un recuerdo, viene a perturbar el sueño y la vigilia de los habitantes de esa casa, con un estilo franco y desfachatado aprendido desde niña en Suecia y capaz de descolocar a los estirados ingleses.
El director Colin Nutley (un inglés largamente radicado en Suecia) apela a todos y cada uno de los lugares comunes de las películas británicas de época: humeantes locomotoras a vapor, postales de la campiña, vestuario para provocar la envidia de las señoras de la platea. Para los recuerdos de la madre muerta, repetidos planos de su despedida en cámara lenta. Y una almibarada banda de sonido, de ampulosidad sinfónica, que contrasta con la modestia franciscana de toda la película.
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