CINE › ES TRADICIóN DEL FESTIVAL DARLE LUGAR A GENTE NUEVA Y DE PAíSES FUERA DEL MAPA CINéFILO
Lecciones de armonía, ópera prima del kazajo Emir Baigazin; Una vida larga y feliz, del ruso Boris Khlebnikov, y Un episodio en la vida de un chatarrero, del bosnio Danis Tanovic, son parte de la competencia oficial en la Berlinale.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín
Hay por lo menos dos tradiciones concurrentes en la Berlinale, que se enriquecen de manera recíproca. Históricamente, el Festival de Berlín –que este año va por su edición número 63– siempre le dedicó un espacio privilegiado al cine de Europa del este. Antes de la caída del Muro, porque la ciudad funcionaba para la cultura como para los espías de la Guerra Fría: como una suerte de portal, casi como un salvoconducto para circular no sólo entre lo que entonces eran dos Alemanias, sino también entre un mundo rígidamente bipolar. Pero cuando se derrumbó la Cortina de Hierro, Berlín siguió siendo el punto de encuentro de esas cinematografías, que salieron disparadas de la ex órbita soviética pero no por ello dejaron de tener cierta identidad en común.
Por otra parte, a diferencia de Cannes –que suele poner en concurso nombres reconocidos y cinematografías consolidadas–, la Berlinale siempre supo hacerle un lugar en su competencia a gente nueva y países fuera del mapa cinéfilo. Y este año no es la excepción. Que estas películas, provenientes de una región donde la presencia del Estado era tan omnipresente como opresiva y ahora casi ha desaparecido, dejando librada a su gente a las fuerzas del mercado, dan por resultado un significativo tema en común: la lucha por la supervivencia.
Kazajstán, por ejemplo. Lecciones de armonía se titula la ópera prima de Emir Baigazin (nacido en 1984), todo un hijo del festival, si se considera que hace unos años pasó por el Berlinale Talent Campus, dedicado a la formación de cineastas jóvenes, y que ésta, su primera película, no hubiera sido posible sin la ayuda del World Cinema Fund, un fondo de ayuda económica creado por el Festival de Berlín para cinematografías en desarrollo. Y sin ser perfecta ni mucho menos, la película de Baigazin es un hallazgo, quizá la punta del iceberg de un nuevo cine kazajo, si se tiene en cuenta que hasta ahora el único realizador del país reconocido internacionalmente era Darezhan Omirbayev.
La película más reciente de Omirbayev, Student, exhibida en competencia en el último Festival de Mar del Plata, hacía una lectura bressoniana y contemporánea del conflicto central de Crimen y castigo, de Dostoievski, para exponer hasta qué punto el dinero se ha convertido en el único motor y horizonte de la juventud kazaja de hoy. Y ahora, en un estilo no por diferente menos despojado, Lecciones de armonía también viene a mostrar un Kazajstán corroído hasta en uno de sus parajes más remotos por el consumismo, la mafia y el dinero. Que esos males estén enquistados entre los chicos de un colegio secundario no hace sino profundizar el problema.
Aslan tiene 13 años, vive con su abuela en medio del campo y llega el día en que tiene que ir al pueblo a iniciar su educación secundaria. Es un chico solitario, inteligente, sensible, y allí lo único que encuentra es un entorno sórdido y violento, dominado por unos pequeños bravucones que cobran por “protección” y responden a unos matones mayores, de fuera del colegio. Tan silencioso como obsesivo, Aslan irá buscando el modo de sacarse de encima el peso de esa pequeña mafia que parece remitir a otras más grandes.
Se nota que Baigazin es un director que tiene buen ojo: su puesta en escena es límpida y su prosa transparente, pero no por ello menos misteriosa, dejando lugar también para la ambigüedad y la fantasía. Prefiere los planos amplios en vez de los cerrados, pero eso no le impide acercarse al conflicto de su personaje. Por el contrario, se diría que de esa manera se comprende mejor el contexto. Basta que aparezca el mundo adulto –la dirección de la escuela, la policía– para que todo sea incluso peor. Allí sí que perduran los viejos vicios del Estado totalitario soviético, parece decir la película.
Algo similar sucede en Una vida larga y feliz, del ruso Boris Khlebnikov, el director de la recordada Koktebel, su ópera prima, de una década atrás. En su nueva película, Khlebnikov propone una suerte de paráfrasis de A la hora señalada (1952), el clásico western con Gary Cooper. Aquí el protagonista no es un sheriff, sino el administrador de una modesta cooperativa agraria en la alejada región de Mursmank, en la Rusia de hoy. Sasha es joven y tiene todo el futuro por delante: no le costaría mucho aceptar la oferta del gobierno local, agarrar un buen dinero y radicarse en la ciudad, lejos del frío, el barro y los problemas. Pero cuando los campesinos que trabajan con él le dicen que están dispuestos a no dejar sus tierras y a pelear por ellas, Sasha siente que tiene que ponerse de su lado, a pesar de las presiones de los burócratas oficiales. No tardará en descubrir que está mucho más solo de lo que cree en ese empeño, en el que puede llegar a jugar su vida.
Una vez más, en esta aldea sus habitantes parecen librados no tanto a su suerte como a las fuerzas del mercado, a los intereses económicos de un grupo privado que, aliado a intereses gubernamentales, pretende desarrollar un centro de turismo y privilegia el rédito material por sobre la cultura y la forma de vida de esa comunidad. Y una vez más, cuando el Estado aparezca será para sacar el revólver, como en un western.
En Un episodio en la vida de un chatarrero, el director bosnio Danis Tanovic parece volver a sus orígenes, cuando comenzó a hacer cine como camarógrafo de guerra, durante la sangría que diezmó a su país. Su protagonista también es un veterano de guerra, un desempleado de la minoría romaní o gitana, llamado Nazif, que se gana el sustento diario como chatarrero, desguazando autos abandonados o juntando lo que encuentre en el vertedero del pequeño pueblo en el que apenas sobrevive. Tiene una mujer llamada Senada, dos pequeñas hijas y un tercero en camino. Cuando Senada comienza a tener fuertes dolores de vientre, Nazif consigue llevarla al hospital más cercano: constatan que se trata de un aborto natural y que tiene que ser operada. Pero para eso tienen que depositar 980 marcos bosnios (unos 500 euros), una suma inaccesible para Nazif y su familia.
La particularidad del film de Tanovic es que trabajó sobre un caso real, del que se enteró un par de Navidades atrás por los diarios. Y que para recrear el episodio recurrió a sus mismos protagonistas: Nazif, Senada y sus hijas fueron quienes pasaron por ese calvario –en el que tuvieron mucho que ver no sólo la indiferencia social, sino también la discriminación y el racismo– y quienes ahora la rehacen para la pantalla, con una naturalidad pasmosa.
Lejos de las fallidas, infatuadas pretensiones artísticas de sus films anteriores (incluso de su primer largometraje, No Man’s Land, premiado en Cannes 2001), Tanovic no intenta en su nuevo film más que una suerte de reportaje, filmado de urgencia, cámara en mano, y es en esa rusticidad, en su descripción cruda y dura de los hechos donde adquiere su valor. Sus imágenes –sumadas a las de los films del kazajo Baigazin y del ruso Khlebnikov– hacen pensar que no muy lejos de esta próspera Berlín, allí donde alguna vez se supone que hubo algo llamado socialismo, ahora hay un mundo ancho y ajeno, donde sólo impera la ley del más fuerte.
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