CINE › HAEWON, LA HIJA DE NADIE, DE LO MEJOR DEL FESTIVAL
El film exhibido en el último día de la competencia reafirma al coreano Hong Sang-soo como uno de los pocos autores que hay en el cine contemporáneo. La cuota de glamour y alfombra roja de la jornada de ayer corrió por cuenta de Catherine Deneuve.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín
Final feliz para el concurso de la Berlinale. Hoy sábado se conocerán los premios y no son pocos los que ponen todas sus fichas a Gloria, la película del chileno Sebastián Lelio. Es la clara favorita a llevarse el Oso de Oro, considerando que si alcanzó tanto consenso entre la crítica, el público y los compradores internacionales, bien se puede pensar que esa misma rara unanimidad alcance también al jurado presidido por Wong Kar Wai. Pero en la última jornada apareció uno de los mejores films de la competencia, si no el mejor. En todo caso, el más ligero y no por ello menos profundo Haewon, la hija de nadie, del coreano Hong Sang-soo.
Bien conocido por los cinéfilos porteños gracias al Bafici, que desde sus primeras ediciones, hace ya quince años, revisó casi paso a paso toda su filmografía (y no es poco, considerando que rueda a un ritmo de casi una película por año, y a veces incluso dos), Hong Sang-soo es uno de los auténticos autores que hay en el cine contemporáneo, en la medida en que ha sabido construir un universo intransigentemente propio, inconfundible, donde basta con ver uno solo de sus planos para reconocer el genio de su marca. Esto no quiere decir que su obra esté infatuada de grandes pretensiones. Todo lo contrario. Sus películas son tan económicas en lo formal como en sus modos de producción. Y sus historias son, en apariencia, simples. En todo caso, los complicados son sus personajes, siempre indecisos, contradictorios, en permanente conflicto con respecto a sus sentimientos y a lo que quieren hacer en la vida.
Los suyos son siempre films de relaciones, pequeños cuentos morales un poco a la manera de Eric Rohmer (la nouvelle vague es una marca indeleble en Hong), pero con un característico acento local y fuertemente contemporáneo, nunca exento de un humor seco, casi absurdo. Es el caso, una vez más, de Haewon, que parece un nuevo capítulo de una obra más amplia, como si cada una de sus películas no fuera sino el continuum de las anteriores, una infinita serie de variaciones que van construyendo un mundo. Un mundo que el espectador casi pareciera invitado a habitar, a compartir junto a los personajes.
Como tantas veces en el cine de Hong Sang-soo (Seúl, 1960), aquí reaparece el tema del profesor y la alumna, el cineasta y la aspirante a actriz, el mentor y su amante. La bella y enérgica Haewon sigue enamorada de Seongjun, aunque hace un tiempo han cortado la relación, que ella creía secreta (él es casado), pero no lo era tanto. La despedida de su madre, que se va a vivir a Canadá, deja frágil a Haewon, que vuelve a comunicarse con Seongjun. ¿O es una mera expresión de deseos?
En el film –estructurado a partir de los diarios de Haewon, que funcionan a la manera de pequeños monólogos interiores–, todo puede ser puesto entre comillas, a pesar de que los ambientes no podrían ser más reales. Hay una materialidad en el cine de Hong que hace que las calles de Seúl, sus plazas y sus templos den la impresión de que pueden ser recorridos también por el espectador, detrás de sus personajes. Ni qué hablar de los bares o los restaurantes, donde corre el soju (el aguardiente coreano) como si fuera agua. Pero, a la vez, siempre hay algo en Hong –especialmente en The Day he Arrives, visto en el Bafici del año pasado– que desnuda el artificio del cine, lo desarticula, pone en cuestión las nociones de realidad y ficción.
Si en su film inmediatamente anterior, In Another Country, exhibido en Cannes del año pasado y de próximo estreno en la Argentina, Hong Sang-soo se permitía trabajar no sólo con una actriz extranjera (Isabelle Huppert) sino también incursionar en un humor más absurdo, casi de slapstick, aquí hay una reminiscencia en la fugaz aparición de Jane Birkin, que tiene un encuentro casual –el azar es una constante en Hong– con Haewon. ¿O es un sueño? ¿O una broma del director? “No hay que cargar nuestros pensamientos con el peso de nuestros zapatos”, decía André Breton. De esa misma ligereza está hecho el cine de Hong Sang-soo.
La cuota de glamour y alfombra roja de la jornada de ayer corrió por cuenta de Catherine Deneuve, que presentó en competencia Elle s’en va, un vehículo para su lucimiento exclusivo, preparado a medida por la directora Emmanuelle Bercot. Y no es un mal vehículo, por cierto. Tiene un poco la misma, antigua nobleza del veterano Mercedes que Bettie (el personaje de la Deneuve) maneja a lo largo de las casi dos horas de película, cuando sale inopinadamente a comprar cigarrillos y se descubre viajando muy lejos de su casa, de su madre y de su trabajo. Y de su mal de amor.
No es que Bettie no haya tenido experiencias en su vida. A los 19 años fue Miss Bretagne, a los 20 perdió en un choque a su novio de entonces, es viuda de su primer marido, pero parece que un tal Etienne (a quien nunca se ve en pantalla) es capaz de hacerla volver a fumar como una chimenea. Y en ese arrebato, Bettie de pronto evidencia que tiene la necesidad de viajar tanto al pasado (para recuperar el afecto de su hija y de su nieto) como a un presente más grato, más dulce, más libre.
Hay ciertos lujos que la Deneuve se da en Elle s’en va: que su personaje sea el de una mujer de unos 60 años, cuando la actriz ya va por los 70; que un joven y apuesto desconocido insista en llevársela a la cama (y finalmente lo consiga), y que ése no sea el único halago que un hombre le dispensa en la película. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, en la pantalla se habla de Bettie, pero todos sabemos que se trata en verdad de la actriz de Belle de jour, de Tristana, de Repulsión. Y aquí aparece como liberada de toda esa carga, jugando quizás a la mujer que querría ser, sin maquillaje, cuando deje atrás, por ejemplo, los flashes de los paparazzi de la Berlinale.
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