Mar 26.02.2013
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CINE › MICHELLE OBAMA PRESENTó JUNTO A JACK NICHOLSON EL PREMIO MAYOR A LA MEJOR PELíCULA

La Casa Blanca, estrella en Hollywood

En un hecho inédito en la Academia, la primera dama estadounidense apareció vía satélite en la ceremonia y, en un gesto de fuerte valor simbólico, premió a Argo, un film en el que Hollywood ayuda a liberar rehenes occidentales en Irán.

› Por Luciano Monteagudo

Habían pasado más de tres horas de show y eran casi las dos de la mañana en la Argentina cuando algo hizo despabilar a todos. No, no fue Jack Nicholson, aunque su sola presencia –después de varios años de alejamiento de la ceremonia– logró levantar un poco los ánimos de un show que se estaba agotando con el correr de la noche. De pronto, el actor, escudado detrás de sus eternos anteojos oscuros y su ya clásica sonrisa sardónica, explicó que no iba a estar él solo en el escenario, como se estila, para anunciar el Oscar a la mejor película: “Es mi privilegio presentar en vivo, desde la Casa Blanca, a la primera dama de los Estados Unidos, Michelle Obama”. Y fue Lady Obama –vestida de gala y flanqueada por una carialegre guardia de honor– quien desde el cielo de una enorme pantalla en el escenario del Dolby Theater, que hacía ver a Nicholson y a quienes estaban en la platea casi como hormigas, celebró primero a las películas nominadas, “que nos enseñan que el amor puede sobreponerse a todos los obstáculos”. Y luego desgarró el sobre lacrado y leyó la ganadora del Oscar al mejor film: Argo.

Nunca en la historia de la Academia de Artes y Ciencias de Hollywood había sucedido algo semejante. Ceremonia tan mediatizada como endogámica, pensada para celebrar la gloria y loor de sus propios miembros, la del Oscar rarísima vez se deja permear por figuras ajenas a su círculo. No está de más preguntarse por qué lo hizo esta vez. Y con una figura de semejante poder simbólico. Al fin y al cabo, allí aparecía la esposa del presidente de la gran potencia imperial del planeta hablándole no sólo a la platea de estrellas que tenía, literalmente, a sus pies; también lo hacía a medio mundo, a través de la transmisión en directo, como una suerte de Big Brother (o Big Sister) orwelliano, recordándonos que no hay nada que le sea ajeno al poder. Y mucho menos si se trata del mundo del espectáculo.

La relación entre cine y política, los vasos comunicantes entre Hollywood y Washington, parecieron entonces hacerse aún más explícitos de lo que ya enunciaban las mismas películas. Es obvio, por supuesto, que ni Argo ni Lincoln o La noche más oscura, por no citar Django sin cadenas, necesitaron permiso o aval alguno de la Casa Blanca para realizarse. Pero es cierto también que parecieron sintonizar con un cierto espíritu de época, que se conectaron con un zeitgeist que no debe haber pasado inadvertido en el Salón Oval, o al menos a sus adyacencias, a los ejércitos de asesores de imagen y publicidad de la presidencia, dispuestos a no dejar pasar la oportunidad de sumarse a la sociedad del espectáculo por antonomasia, Hollywood.

En este sentido fue muy bien calculada esa aparición sorpresiva de la señora de Obama en el premio final. Dando por descontado que el resultado del Oscar es efectivamente uno de los secretos mejor guardados hasta que se devela, la primera dama no tenía nada para perder y mucho para ganar, teniendo en cuenta que la pelea final era entre Argo y Lincoln, sin chances de que una película incómoda como La noche más oscura, que hace explícita la práctica de la tortura en el ejército y la agencia de inteligencia estadounidenses, pudiera gozar del voto mayoritario de la Academia. Si le tocaba pronunciar como ganadora a Lincoln, iba a quedar asociada a la figura del presidente que, un siglo y medio atrás, abrió el camino para que su marido hoy sea presidente. Y si ungía, como lo hizo, a Argo, no podía quedar más patente esa feliz conjunción de intereses entre esos dos centros de poder que son, cada uno a su manera, Hollywood y Washington.

A diferencia de la sombría La noche más oscura, que también tiene como protagonista a un agente de la CIA, Argo en cambio es una feel-good-movie, una película que detrás del caso real de la toma de rehenes estadounidenses en Teherán, en 1979, propone un film de aventuras a la vieja usanza, con un héroe prototípicamente norteamericano (valiente, ingenioso, simpático) encarnado por un actor prototípicamente norteamericano como Ben Affleck. Argo tiene suspenso, acción, humor y un plus que resultó irresistible a los votantes de la Academia: es autorreferencial, dice que fue la magia del cine la que finalmente logró salvar a los rehenes. Y que esa magia no la practica nadie como Hollywood, por más que los involucrados en el caso hayan sido un productor venido a menos y un veterano diseñador de efectos especiales.

Qué mejor para los votantes allí sentados en el Dolby Theater que pensar que su comunidad también puede colaborar, y de manera muy eficaz (sin torturar y sin poner en riesgo la imagen de su país), en la lucha contra uno de los polos del denominado “Eje del mal”. Y qué mejor para la Casa Blanca que celebrar una película que –sin cargar las tintas– muestra al Irán de ayer como si fueran las últimas noticias del Irán de hoy. Y que termina con el héroe (un agente de la CIA) rodeado de las barras y estrellas de la bandera estadounidense, asegurando de esa manera a sus espectadores de que no hay nada por qué preocuparse, que siempre habrá alguien que vele por sus intereses y por su integridad física, estén donde estén.

¿La ceremonia? Bien, gracias. Seguramente hubo mejores, pero cuesta recordar cuáles. Como anfitrión, Seth MacFarlane fue una decepción. Es verdad que canta y baila magníficamente, pero se extrañó eso que se esperaba precisamente de él: filo, irrisión, irreverencia. No sólo se atuvo a un guión de hierro, sin permitirse usar ni una sola vez esa herramienta del stand up comedian que es la improvisación, la rapidez para interactuar con la platea y las situaciones que lo rodean (algo que siempre hizo muy bien Billy Crystal, aunque no precisamente en la ceremonia del año pasado). El problema es que ese guión parecía tan pasteurizado y políticamente correcto como si lo hubieran revisado los asesores de Michelle Obama.

Hasta un actor considerado tan grave y reconcentrado como Daniel Day-Lewis le copó la parada, cuando ya con su previsible Oscar en mano (el tercero de los suyos en la categoría, todo un record), por su imponente composición en Lincoln, se permitió bromear fuera de libreto con Meryl Streep, que le entregó el premio, y contar una pequeña historia tan apócrifa como graciosa. “Tres años atrás, las cosas eran distintas: yo iba a hacer de Margaret Thatcher y Meryl fue la primera opción de Spielberg para hacer de Lincoln... Me hubiera gustado ver esa versión”, la acicateó a Streep, que ya venía medio tentada después de haberse pisado su propio vestido como si fuera la alfombra roja. Hasta el tropezón de Jennifer Lawrence (ver aparte) al subir al escenario fue una bocanada de espontaneidad, de aire fresco, en una ceremonia técnica y profesionalmente tan perfecta como falta de vida.

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