Domingo, 14 de abril de 2013 | Hoy
CINE › EL DIRECTOR ADOLFO ARISTARAIN REPASA SU CARRERA
El festival programó una retrospectiva con las diez películas de quien seguramente es el más grande narrador clásico en la historia del cine argentino. En esta entrevista habla de su infancia cinéfila, sus primeros pasos en la industria y de cada film en el que trabajó.
Por Horacio Bernades
”Me llamaron hace unos meses el director del Bafici, Marcelo Panozzo, y uno de los programadores, Javier Porta Fouz, para decirme que estaban pensando en hacer una retrospectiva de mis películas en el festival, si eso me molestaría”, cuenta Adolfo Aristarain en su casa de Villa del Parque. “¿Cómo me va a molestar? Me sorprendió, eso sí, pero desde ya que me siento de lo más honrado de que la hagan”, completa este hombre que, a meses de cumplir 70, sigue fumando un cigarrillo detrás de otro. Pero no se lo ve nada nervioso. Si algo transmite el realizador de algunas de las películas argentinas más notables de los últimos treinta y pico de años es esa calma del veterano que está un poco más allá. Sin embargo, y aunque está por cumplir una década entera sin filmar, Aristarain no está retirado del cine.
“No es que no me llamen”, aclara este hombre de sangre famosamente vasca. “El tema es que no se me ocurre qué filmar”, dice Aristarain, con una llaneza que no es nueva. “Me mandan guiones para ver si me interesan, pero la verdad es que no me interesa ninguno. Y a esta altura no estoy para filmar cualquier cosa. Pero bueno, en algún momento algo va a salir, espero...” Aristarain recibe a Página/12 en un estudio en cuyos estantes hay libros de lo más variados (con predominio de autores como Joseph Conrad, uno de sus favoritos, y por supuesto un montón de novelas negras y libros de cine), una impresionante colección de CD de jazz, fotos personales y de los lares hogareños. Entre ellos, Billie Holiday, Charlie Parker y una especie de altarcito en el que conviven, uno al lado del otro, John Ford, con su parche en el ojo izquierdo, y el John Wayne de Temple de acero, que parece imitarle el parche.
A la luz de la retrospectiva que le dedica el Bafici, es hora de revisar historia y trayectoria de quien es seguramente (sólo el lejano Hugo Fregonese podría disputarle ese rol) el más grande narrador clásico en la historia entera del cine argentino.
–Usted es, posiblemente, el primer cineasta cinéfilo de por acá. Su primera película, La parte del león, es la de alguien que mamó mucho cine clásico. Y encima está ese “agradecimiento” del final, a una veintena de realizadores de Hollywood, de los años ’30 a ’50. ¿Cómo y cuándo empezó esa cinefilia?
–Empezó de pibe. Cuando tenía nueve años me iba a algunas de las salas de la zona (el 25 de Mayo, el 9 de Julio, el Grand Bourg), con un sandwich y una botellita de café con leche. Me veía tres o cuatro películas en continuado, mis viejos venían a buscarme a la salida y así todos los días. Más tarde empecé a ir al cine con mi vieja.
–Como se ve en Roma.
–Sí. Mi vieja era muy cinéfila. Siempre que las películas fueran buenas, le gustaban todos los géneros.
–¿También los westerns, o las de guerra?
–Todas, todas. No tenía problemas.
–¿Hasta qué edad siguió yendo tan seguido al cine?
–Y, no sé, seguí yendo. Me acuerdo de que una vez estaba en Europa, trabajando como ayudante de dirección, y tuve un mes entre un rodaje y otro. Nos fuimos a París con un compañero de trabajo y en lugar de visitar la ciudad nos pasamos todo el mes entero la Cinemateca Francesa, viendo ciclos enteros de tipos como Jacques Tourneur y Raoul Walsh.
–¿Cómo pasó de ver a hacer cine?
–De pibe leía mucho. Historietas y novelas. Después seguí leyendo, en algún momento pensé en meterme en Letras. Pero ahí me dije que si lo que quería era escribir, estudiar Letras no me iba a servir de mucho, más allá del abecé de la escritura. Entonces empecé a escribir por mi cuenta. Pero no me gustaba nada lo que me salía, terminé tirando todo. Mientras tanto trabajaba, porque había que aportar a la economía familiar. En algún momento un conocido, que trabajaba en la industria del cine, me invitó a un rodaje, y me gustó. El tema es que en ese momento –comienzos de los ’60– entrar a la industria era prácticamente imposible. El sindicato de técnicos cuidaba que no entrara gente joven al oficio, para que no les sacaran el laburo a los que ya estaban. Pero este conocido me consiguió un trabajo como meritorio y de ahí en más seguí el escalafón, primero como segundo ayudante de dirección y después como primer ayudante.
–¿En qué películas trabajó?
–Trabajé en La herencia, de Alventosa, una de Viñoly Barreto (Orden de matar), una de Kuhn (Noche terrible), un par de Emilio Vieyra...
–Eso, en los ’60.
–Sí. En el ’67, el español Mario Camus –el de La colmena y Los santos inocentes, de quien terminaría siendo muy amigo– vino a filmar Digan lo que digan, con Rápale, y yo le hice de asistente. Ahí me cuenta de que yo podía conseguir trabajo fácil en Europa, porque en esa época se filmaban muchas coproducciones y necesitaban gente que hablara en inglés. Yo hablaba con bastante fluidez, me gustaba el cine y me fascinaba viajar, así que me mandé. Llegué a Madrid con una mano atrás y otra adelante, pero a los quince días ya estaba trabajando.
–¿Trabajaba como segundo ayudante en spaghetti westerns?
–Como segundo ayudante y como continuista. No sólo spa-ghetti westerns, trabajé en toda clase de coproducciones.
–Incluida Erase una vez en el Oeste, ¿no?
–Sí.
–¿Es verdad que se llevó mal con Sergio Leone?
–Bueno, no exactamente... El tema es que Leone no hablaba una palabra de inglés y casi todos los actores eran americanos, así que yo le hacía de intérprete. En el elenco estaba Charles Bronson, que era uno de los tipos más hijos de puta que conocí. Leone le daba indicaciones y el tipo se las rebatía. O le decía dónde poner la cámara. El problema es que me lo decía a mí y yo se lo tenía que transmitir a Leone. Como yo era el que le llevaba las malas noticias, llegó un punto en que el tipo no podía ni verme.
–¿Hasta qué año estuvo en Europa?
–Volví en el ’74. Veía que allá no iba a poder progresar, me iba a quedar donde estaba. Y acá habían cambiado las cosas, con el peronismo de nuevo en el poder se estaba produciendo mucho cine, el cine argentino llenaba las salas. Así que hice las valijas y me vine.
–Otra vez a la industria.
–Sí, trabajé como asistente en La Mary, Los gauchos judíos, No toquen a la nena, Crecer de golpe... Llegó un punto en que sentí que ya había entendido cómo era eso de narrar en cine y empecé a pensar en dirigir. Escribí el guión de La parte del león, pero necesitaba a alguien que pusiera la guita. Conocí a unos abogados que querían probar con el cine, les llevé el guión, les gustó y me dieron el OK.
–Igual fue una película barata, ¿no?
–Sí, unos ochenta mil dólares, cuando el costo normal estaba en doscientos mil, más o menos.
–No la fue a ver nadie.
–No tanto. No alcanzó la media en el Monumental y a la segunda semana pasó al París, una salita de cruce que estaba enfrente. Ahí empezó a ir público y estuvo un mes más. Al final terminó recuperando la inversión.
–Las críticas fueron muy elogiosas, ¿no?
–Sí, y el boca en boca fue muy bueno también.
–¿Cómo pasó de ahí a La playa del amor?
–Conocía a los hermanos Kaminsky, que eran los dueños del sello discográfico Microfon. Los tipos habían lanzado unas recopilaciones que eran una mescolanza de géneros y estilos, pero se vendían como pan caliente. Para aprovechar esa popularidad se asociaron con el sello Aries y empezaron esta serie de películas “del amor”, porque todos los títulos terminaban así. A la primera le fue muy bien, a la segunda no. Héctor Olivera, que era dueño de Aries, decidió contratar a un director con más oficio, para hacer un producto más digno. Había visto La parte del león y le había gustado, entonces les sugirió mi nombre a los Kaminsky, pero pensando que yo no iba a aceptar, porque no me interesaría el cine “comercial”. Pero lo que yo quería era trabajar. Filmar una película por año, como en tiempos de la industria. Me pareció que haciéndole algunos ajustes al guión podía sacar de ahí algo digno y le dije que sí. El mayor inconveniente era que había que meter una docena de canciones y a tres minutos por canción se me iba un tercio de película...
–Logró los dos objetivos: hacer algo digno y filmar una película por año. Hasta Ultimos días de la víctima mantuvo ese ritmo. La discoteca del amor ya es prácticamente una película “de autor”, donde más allá de las canciones usted se las arregló para meter una intriga policial, llena de citas y homenajes al cine negro.
–Sí, ahí el guión ya lo escribí solo. Olivera se portó muy bien conmigo, me dejaba hacer lo que quisiera, aunque de repente repitiera un plano veinte veces. Y yo aprovechaba para probar cosas. Meter muchos actores en el mismo plano y ver cómo podía resolverlo, por ejemplo.
–Tiempo de revancha es del ‘81, plena dictadura. ¿Cómo hizo para filmar una historia como ésa, con un héroe que es un ex sindicalista combativo, corporaciones de lo más hijas de puta y parapoliciales en Falcon?
–Y, pasó la censura, no sé... No se avivaron, qué sé yo. Después del estreno parece que se dieron cuenta y la quisieron bajar de cartel. Pero no les convenía, iba a ser un escándalo. El que puso el grito en el cielo fue Miguel Paulino Tato, que por ese tiempo ya no estaba más la censura, pero escribía en la revista católica Esquiú. Y la revista Somos sacó un editorial furioso, denunciando cómo permitían que se estrenara algo así.
–¿Aries lo apoyó en todo momento?
–Totalmente. Olivera defendió la película como si la hubiera filmado él. De entrada les avisó que no iba a cortar ni un solo plano.
–Después de Ultimos días de la víctima lo contrató la Columbia para filmar un thriller de encargo, acá, pero en inglés y con actores de Hollywood.
–Sí, The Stranger. Acá no se estrenó. Es la única de mis películas que no siento propia. Es pura rutina. Hice un segundo corte, que está un poco mejor que el de la Columbia, pero tampoco la salva.
–Esa y la serie Las aventuras de Pepe Carvalho, que filmó para la Televisión Española, son las únicas que no forman parte de la retrospectiva del Bafici. Una lástima, en el caso de Pepe Carvalho, que es buenísima y no hubo ocasión de ver desde el momento en que la pasaron por televisión.
–El que no quedó muy conforme fue Vázquez Montalbán, el autor de Pepe Carvalho. Más tarde publicó una novela en la que asesinan a un guionista y director de televisión, que se llama Arturo Araquistain (risas).
–Con Un lugar en el mundo es como si hubiera pasado de la industria al cine independiente.
–Sí, pero por obligación. Tuve que armar una cooperativa cuando se me cayó la parte española, que iba a ser la compañía del productor Gerardo Herrero. El que salvó la película fue Osvaldo Papaleo, que hizo la inversión que permitió ponerla en movimiento.
–La retro del Bafici da la oportunidad de “rescatar” a La ley de la frontera. A esa sí que no la fue a ver nadie.
–Fracasó en todas partes. Son esas cosas del cine, que son medio incomprensibles. Disfruté muchísimo haciéndola, me sentía como filmando El vuelo de la flecha o El pirata hidalgo. Sin embargo, el público no quiso saber nada. No es que el boca en boca fue malo: directamente no fueron a verla. El jueves de estreno, algunas salas tuvieron cero espectadores. ¡Cero! El distribuidor decía “Hijos de puta, no vienen ni para usar el aire acondicionado” (risas).
–Después de Roma estuvo a punto de filmar la novela La muerte lenta de Luciana B., pero al final el proyecto se cayó. ¿Qué pasó?
–A Gerardo Herrero no le cerraban los números.
–Gerardo Herrero parece su sombra negra.
–(Risas.) No, no es tan así. El produjo Martín (Hache) y Lugares comunes.
–El proyecto de Luciana B. estaba avanzado, ¿no?
–Estaba todo listo: guión, elenco, decorados, todo. Y no era caro: eran tres personajes y pocos decorados. La iban a protagonizar Celeste Cid, Darío Grandinetti y Juan Diego Botto.
–¿Y ahora?
–Ahora me la paso leyendo guiones que no me gustan o no me cierran del todo. Una de las que me ofrecieron fue Tesis para un homicidio, pero la novela no terminaba de convencerme. En un momento di con un policial de un tipo que en los años ’30 publicaba en la revista Black Mask, con el seudónimo de Paul Cain. Estuve averiguando quién tenía los derechos... ¡y no pude descubrirlo! Nadie sabe. Tal vez estén en el dominio público, pero no hay forma de saberlo.
–La que usted siempre quiso filmar es El eternauta.
–Sí, lo que pasa es que ésa sí es una superproducción. En inglés no se puede filmar, porque la gracia está justamente en su carácter absolutamente porteño y argentino. Y los españoles en este momento no están como para emprender algo así.
–Retirado no está, ¿no?
–No, para nada. Cuando encuentre un guión que me cierre, y que se pueda producir, espero volver a filmar.
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