Martes, 30 de abril de 2013 | Hoy
CINE › EL ILUSIONISTA RENé LAVAND LLEGA A LA PANTALLA GRANDE EN EL GRAN SIMULADOR
Este hombre que perdió su mano derecha a los 9 años desarrolló una técnica personal para la cartomagia que todavía lo lleva a presentarse en Las Vegas. El documental sobre él que hizo Néstor Frenkel pasó por el Bafici y se estrenará el jueves.
Por Horacio Bernades
“No se puede hacer más lento”, se florea el hombre de cabello blanco y bigote en otros tiempos renegrido, desplegando sobre la mesa ratona una geometría de naipes que desafía no sólo la lógica, sino lo que el ojo del observador ve y verifica, bien en primer plano. Gato maula, al matador de frac y corbatín no le basta con una única verónica. Repite la jugada una, dos veces más. Todas las veces que se le ocurran. Desdiciendo lo que antes dijo, podría jurarse que lo hace cada vez más lento. El resultado es siempre el mismo: lo que la lógica y el ojo enseñan que no puede ser. “No se puede hacer más lento”, reitera René Lavand, apretando el freno sobre la propia frase. Lo cual confirma que este internacional vecino de Tandil frasea al mismo ritmo que cartea. Frasear y cartear: letra y música de un hombre que baila con una mano sola. Frente al tapete, esa mano sola no parece dos, sino mil.
Conocido por los más veteranos por sus presentaciones en la televisión argentina, allá por los años ’70 y ’80, universalmente considerado uno de los grandes maestros en el arte de la cartomagia, este hombre –que medio siglo atrás participó como invitado de los shows de Ed Sullivan y Johnny Carson, tanto como suele hacerlo en Las Vegas– ya tenía su libro. Ahora tiene su película. El libro se llama Barajando recuerdos. En él, Héctor Raúl Lavandera transcribe sus memorias, llevando además al papel algunas de las historias que narra en sus espectáculos. Historias tan míticas como sus juegos de mano. La película, El gran simulador, acaba de presentarse en el Bafici y se estrena este jueves en los cines Monumental, Cosmos, Centro Cultural San Martín y Arte Cinema. En ella, Néstor Frenkel –realizador de Buscando a Reynols, Construcción de una ciudad y Amateur– captura a Lavand en su bunker tandilense, sin salamines y quesos de por medio. Pero sí abundantes libaciones. “Jamás perdurarán los poemas de los bebedores de agua”, asevera la cita de Virgilio Expósito que pende de un cuadrito.
“Aborrezco de la palabra ‘truco’”, retruca Lavand ante Página/12, dejando al cronista algo apichonado por haberla utilizado. “Prefiero hablar de juegos y composiciones, así como de ilusionismo en lugar de magia. La magia es cosa de brujos, gnomos o hechiceros. Yo practico el ilusionismo, un arte que consiste en convencer al espectador de la verdad de una mentira.” El arte de la prestidigitación, podría pensarse. Etimológicamente esa palabra remite a la presteza, la rapidez, y si por algo se caracteriza Lavand es por desarrollar su dinámica de lo impensado con provocadora velocidad de tortuga. De allí el neologismo que él mismo inventó alguna vez para definir su arte: la lentidigitación. Técnica que en El gran simulador expone en una de sus más famosas ilusiones, la llamada “Las tres migas”. Sentado en el living de su chalet de aspecto barilochense, hecho a puro tronco de madera, el octogenario maestro vuelca de un cubilete tres migas de pan, descarta una con la clase de gesto seco y elegante que es su sello, mete las otras dos y da vuelta el cubilete: sale una, salen dos, salen tres. “No se puede hacer más lento”, entona Lavand como un monje zen, y ahí va otra vez. Y otra más, y otra más, metiendo siempre dos migas en el cubilete y sacando tres.
Frenkel filma a Lavand en la intimidad, saboreando un buen malbec junto a su esposa Nora, cargándola un poco (“Hoy a la noche podríamos salir, ¿no?”, propone ella; “Bueno, ¿a dónde?”, pregunta él. “¿Al jardín, allá junto al árbol, a la mesita de afuera?”), mostrando su vasta colección de bastones, juntándose con su amigo Rolando Chirico (autor de los excelentes monólogos), poniéndose un sombrero como de cowboy y yendo a buscar una grappa con miel a una vinería amiga. Lo de la miel es por una disfonía que lo tiene mal. ¿Va caminando al centro? Qué va, va en auto. ¿Auto con chofer? Ni soñando: Lavand maneja. Con la mano izquierda, que es la que le quedó después del accidente. Y no era zurdo. “Perdí la mano a los 9 años”, recuerda ante el cronista. “Crucé la calle siguiendo a unos amigos, y un auto que venía a toda velocidad me aplastó la mano contra el cordón. Primero me quisieron amputar el brazo entero, hasta que un cirujano tuvo piedad y cortó sólo del codo hacia abajo.”
A los 7 años, el niño Héctor René había quedado fascinado con un espectáculo de magia. Cuando se quedó con una mano menos, hizo lo mismo que haría de más grande, con una felpa por delante. Fue en contra de la lógica. Comenzó a aprender un arte manual, la cartomagia. Pero sucede que, a diferencia de algunos conciertos, no hay libros de cartomagia para la mano izquierda. “Tuve que hacerme autodidacta a la fuerza, creé mis propias técnicas”, rememora ahora. “Fue una ventaja no poder copiar a nadie.” Esa ventaja terminó depositándolo en el Hall of Fame del Magic Castle, centro mundial de la magia ubicado en Hollywood, ganándole la admiración de colegas como el mismísimo David Copperfield y dándole entrada propia en la versión en inglés de Wikipedia. “No, señorita, no habla con la remisería, pero si quiere le presto mi auto”, contesta Lavand por teléfono en El gran simulador, harto de que confundan su número con el de una agencia y poniéndose casi al borde de otro gran argentino, el Dr. Tangalanga. Sabiéndose observado por la cámara, Lavand se permite lo que su ética artística –arte de la elegancia, que hace de él una versión manual de Fred Astaire– jamás le permitiría en un show: putear.
Lavand putea a la maldita remisería de número parecido y putea a la Aduana porteña, más lenta que sus juegos con cartas. Hace rato que desde Estados Unidos le enviaron una copia de su mano izquierda, que como a todos los grandes ilusionistas manuales le sacó una artista. Y la mano no llega nunca hasta Tandil. “A ver, Nora, llamá de nuevo”, ruega, ansioso, a su diligente esposa. La otra mano, la que le falta, es un tema que atraviesa, como es lógico, El gran simulador. Jamás con dramatismo: el arte de la elegancia lo proscribe. Lavand resuelve la falta como lo hace un artista: la convierte en parte de su arte. Un arte que jamás prescinde de la alusión, la ironía o el humor. Narra una fábula –oscura, sí, pero fábula al fin– sobre un mago manco, obligado a permanecer encerrado mientras no logre abrir la puerta con la mano ausente. Está la mano-llamador, que cuelga al frente de la puerta del chalet, el diagnóstico de artrosis trapeciometacarpiana que le transmite una doctora (“me consta”, responde Lavand, con una sonrisa) y su larga ilusión de recrear, mediante un juego de espejos, un duelo de naipes entre la izquierda y la derecha.
Ilusión que la técnica cinematográfica tal vez le permita concretar, invirtiendo su experiencia cinematográfica previa. En Un oso rojo, recordarán algunos, Adrián Caetano le rendía un cruel homenaje, dándole el papel de hampón fino y haciendo que un rival clavara la mano sana sobre un mostrador. “Todos los días me hago la misma pregunta”, le confiesa Lavand a Página/12. “¿Me retiro? Todavía no: el 2 de mayo se estrena la película de Néstor y el 3 me estoy yendo a Europa, a hacer un par de presentaciones.” Habrá que creerle. Como a todo ilusionista.
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