CINE › EL PASADO, LO NUEVO DEL DIRECTOR IRANI ASGHAR FARHADI
En su primera película rodada fuera de Irán y hablada en francés, el director iraní ya se apunta en la nota de los “premiables”. Se luce la protagonista, la franco-argentina Bérénice Bejo, toda una estrella en Cannes después del éxito de El artista.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Como sucedió otras veces, tuvo que consagrarlo primero la Berlinale para que luego lo cooptara el Festival de Cannes. El director iraní Asghar Farhadi, que en 2011 ganó el Oso de Oro en la capital alemana por La separación (al año siguiente ganadora también del Oscar de Hollywood al mejor film extranjero), presentó ayer en la competencia oficial del Festival de Cannes su nueva “separación”, titulada esta vez Le passé (El pasado), su primera película rodada fuera de Irán y hablada en francés. A dos días apenas de films en concurso es demasiado prematuro hablar de premios, pero no cabe duda de que –más allá de los reparos que se le puedan hacer a la película– el jurado presidido por Steven Spielberg ya debe haber anotado en su lista al nuevo film de Farhadi y a su estupenda actriz protagónica, la franco-argentina Bérénice Bejo, toda una estrella aquí en Cannes después del éxito de El artista.
Como en La separación, el motor dramático de El pasado también es una demanda de divorcio. Después de cuatro años de distancia, Marie (Bejo) espera ansiosa en el aeropuerto de París la llegada de Ahmad (Ali Mossafa, el mismo actor de La separación), para concluir sin dilaciones el trámite judicial necesario para formalizar la ruptura. Ese primer reencuentro ya está cargado de una rara electricidad hecha de pequeños desencuentros, reproches y malentendidos, pero donde no se percibe exactamente hostilidad entre ellos. Por el contrario, hay una serie de equívocos que llevan a pensar que Marie quiere cerrar definitivamente la puerta que da a ese pasado de su vida, pero que se trata más bien de una decisión racional antes que emocional. ¿Por qué no le reservó una habitación de hotel, como le pidió Ahmad? Ella dice que porque no estaba segura de que él fuera a venir realmente, que ya una vez había suspendido a último momento su viaje. Y que quería darle una sorpresa a su hija Lucie, una adolescente de un matrimonio previo de Marie, pero a quien Ahmad trata y quiere casi como si fuera su propia hija.
Tal como sucedía en La separación, toda una compleja red de relaciones familiares se va tejiendo alrededor de los personajes, como si fuera una densa telaraña, que los va atrapando y los obliga a tomar decisiones difíciles, de las que luego pueden llegar a arrepentirse. De hecho, Marie no está sola: convive con su nueva pareja, Samir (Tahar Rahim, el protagonista de El profeta, la película de Jacques Audiard premiada aquí en Cannes 2009). Y Samir vino a cuestas con su pequeño hijo Fouad. Pero ni Fouad está feliz con Marie (porque extraña a su madre, internada en estado vegetativo en un hospital, por un intento de suicidio), ni Lucie acepta a Samir, por razones que se niega a explicar. Le basta con expresarlo escapando de la casa cada vez que puede.
Involucrado de pronto en esa extraña posición de mediador de conflictos aparentemente ajenos, Ahmad deberá reconocer, sin embargo, que tienen mucho más que ver con su llegada a París de lo que él cree. Una París de suburbios, permanentemente gris y lluviosa, muy diferente a la de una tarjeta postal. Con su conocida habilidad, el director iraní va acumulando pequeños detalles, a priori insignificantes, pero que van cargando la atmósfera dramática, desde percances banales que dan lugar a fuertes discusiones hasta auténticas crisis, donde lo importante siempre está en aquello que no se dice o que no termina de salir a la luz. Todos –incluso los niños– reclaman por su derecho a saber, pero ni siquiera los adultos parecen estar en condiciones de expresar lo que ellos mismos se ocultan o niegan.
Hay, sin embargo, una diferencia importante con respecto al film anterior de Asghar Farhadi. Si en La separación aquello que en un comienzo parecía apenas un pequeño drama doméstico iba creciendo en densidad e implicancias de todo tipo, hasta que adquiría una complejidad impensada, al abordar simultáneamente problemas de clase, dilemas de orden ético y conflictos religiosos y de conciencia, Le passé por el contrario no alcanza esas alturas. Hay algo forzado en las disyuntivas de sus personajes, como si Farhadi las fuera acumulando sin lograr integrarlas dramáticamente entre sí, como por cierto sucedía en La separación, donde se podía “leer” la complejidad de toda una sociedad –la iraní– a partir de la crisis de una familia.
La deliberada universalidad de El pasado, en cambio, potenciada por el mosaico multicultural de los personajes (y del elenco), le resta foco y precisión al relato. Mientras en La separación la puesta en escena, funcional y transparente, equilibraba la condensación del guión, aquí el guión precisamente impone su peso a la puesta, convirtiendo algunas escenas en sucedáneos teatrales. Paradójicamente, esa “teatralidad” es la que provocó los mayores aplausos en la sala del Grand Théâtre Lumière. Y quizá sea también la que –con un final no exento de un humanismo afectado– le gane tempranos adeptos en el jurado.
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