Martes, 21 de mayo de 2013 | Hoy
CINE › L’IMAGE MANQUANTE, DE RITHY PANH, Y LE DERNIER DES INJUSTES, DE CLAUDE LANZMANN
El director camboyano y el francés vuelven sobre sus preocupaciones recurrentes, obsesivas, que tienen que ver con los dos mayores genocidios del siglo XX: las matanzas del Khmer Rouge y la Shoá, respectivamente. Y es que las heridas siguen abiertas.
Por Luciano Monteagudo
Un doble acontecimiento sacudió al Festival de Cannes y no tuvo nada que ver con las starlets ni con la alfombra roja. En una misma jornada, dos de los más grandes documentalistas contemporáneos, el camboyano Rithy Panh y el francés Claude Lanzmann, presentaron simultáneamente sus nuevos films. Ambos tienen preocupaciones recurrentes, obsesivas, como si sus respectivas obras no pudieran sino girar alrededor de los temas que marcaron sus vidas. Y que tienen que ver con los dos mayores genocidios del siglo XX. En el caso de Rithy Panh (nacido en Nom Pen en 1964), desde la extraordinaria S-21, la máquina roja de matar (2003) su objeto de estudio es el Khmer Rouge, la temible organización política liderada por Pol Pot que durante su reinado de terror, entre 1975 y 1979, dejó un saldo de casi tres millones de muertos. Entre ellos, los padres y hermanos del director, el único sobreviviente de su familia. Y Lanzmann (París, 1925), uno de los fundadores de la Resistencia francesa, amigo y compañero de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir (de quienes heredó la dirección de la célebre revista Les Temps Modernes, todavía a su cargo) es el autor de Shoah (1985), el máximo monumento cinematográfico dedicado al tema del exterminio judío a manos de nazismo. Y ambos vuelven ahora sobre las mismas heridas, aún abiertas: Panh con L’Image manquante (La imagen faltante) y Lanzmann con otro documental monumental, Le dernier des injustes (El último de los injustos), dos films que por sí solos justifican un festival como Cannes.
De apenas 90 minutos y bajo presupuesto, pequeño en escala pero no en sus alcances, La imagen faltante es justamente la búsqueda que hace Rithy Panh de aquello que ya no puede encontrar en su país: “Hay tantas imágenes en el mundo, que uno cree que ha visto todo. Que ha pensado todo. Desde hace años, busco una imagen que falta...”, dice su voz en off. A diferencia de S-21 (sobre una escuela convertida en campo de concentración y centro de torturas), en este caso, por primera vez, Panh hizo un documental confesional, en primera persona. Lo primero que narra el director camboyano –con sencillez y humildad, sin victimizarse pero al mismo tiempo poniendo en valor su propia experiencia personal– es su infancia feliz junto a toda su familia. Y como no le ha quedado ni una foto para representar ese momento, recrea aquel mundo –quizás idealizado– con unos delicados y coloridos muñecos de arcilla.
Nada hay de estética naïf, sin embargo, en La imagen faltante. Y menos cuando ese mundo que Panh recuerda casi como paradisíaco, se vuelve gris como los uniformes del Khmer Rouge y marrón como el barro al que él y millones de sus compatriotas –científicos, técnicos, docentes– fueron sumergidos para su “reeducación”, en una inútil Revolución Cultural, inspirada en la que ya había fracasado en la China maoísta. “Mi país de pronto odiaba el conocimiento; las escuelas se convertían en centros de exterminio y las bibliotecas en chiqueros para alimentar a los cerdos”, narra Panh, mientras se ven unos pocos metros de material de archivo con unos chanchos disfrutando en la Biblioteca Nacional. Allí aparecen algunas otras imágenes: grandes planos generales, con masas de trabajadores recorriendo como hormigas unos arrozales yermos. En ese cine colectivista del régimen, hay sin embargo un único absorbente actor protagónico, el único que amerita los primeros planos: el líder Pol Pot, que supo ganarse al campesinado de su país –bombardeado sin compasión por la aviación estadounidense–, pero que luego condujo mesiánicamente a su pueblo a lo que algunos historiadores consideran un “autogenocidio”. Esa es la imagen faltante que Rithy Panh viene reconstruyendo, como un poseso, film a film.
Con la misma obstinación, con la misma intransigencia, Claude Lanzmann vuelve, en El último de los injustos, sobre el tema de la Shoá. De hecho, su nuevo film, de casi cuatro horas de duración, está basado en una apasionante serie de entrevistas que –a modo de preparación para su obra maestra– Lanzmann hizo en Roma, en 1975, con el rabino Benjamin Murmelstein, el último presidente del Consejo Judío del gueto de Theresienstadt, ubicado al nordeste de Praga. Sucede que Theresienstadt fue, en palabras de los propios nazis, “un regalo de Hitler a los judíos”, una suerte de “gueto modelo”, con el que el régimen nazi pretendía engañar (y de hecho lo hizo) a las inspecciones de la Cruz Roja internacional. El propio Lanzmann ya había abordado este tema en un film anterior, Un vivant qui passe (1997), otro film desprendido de la investigación realizada para Shoah, donde interpelaba a Maurice Rossel, un suizo-alemán responsable de la Cruz Roja de aquel momento, quien en su informe registró que “Theresienstadt es casi una aldea centroeuropea normal, con sus calles pulcras, sus habitantes elegantemente vestidos y libertad de culto, que incluye la actividad de una sinagoga”.
Lo que esta vieja entrevista con Murmelstein viene ahora a reavivar no es sólo el rol que jugó Adolf Eichmann en la creación del gueto de Theresienstadt, del que habría sido su máximo ideólogo, sino también la encendida polémica con Hannah Arendt, autora del famoso libro Eichmann en Jerusalén (1963), que históricamente quedó asociado al subtítulo de la obra: “Informe sobre la banalidad del mal”. Para Murmelstein –en unas declaraciones que Lanzmann suscribe, porque él mismo había polemizado con Arendt–, Eichmann no era ningún burócrata banal, como él mismo se ocupó de enfatizar durante su juicio, sino uno de los principales ideólogos de la llamada “solución final”.
Ahora bien, sucede que Murmelstein (fallecido en 1989) es una figura mucho menos conocida pero tanto o más controvertida que Eichmann, en la medida en que fue acusado de complicidad con el régimen nazi, tanto por un tribunal checo como por la propia Arendt, que en su libro lo menciona como “un asociado” a Eichmann. Según Arendt, los consejos judíos habrían ayudado a confeccionar las listas de deportados de su propia gente, algo que Murmelstein niega en el film de Lanzmann. Sin embargo, Murmelstein admite que él era el único autorizado a trabajar con Eichmann, pero que lo habría hecho, según sus propias palabras, “como la princesa Scheherazade en Las mil y una noches, cuando entretiene al sultán con sus cuentos para ir ganándole tiempo a la muerte”.
Figura tan ambigua como fascinante, Murmelstein se revela como un hombre de una inteligencia y una memoria prodigiosas, al mismo tiempo que dueño de una vastísima cultura, que le permite utilizar en su defensa todo tipo de citas, desde Cervantes hasta Freud. En su deposición no cesa de incriminar a Eichmann, incluso lisa y llanamente por corrupción, en la medida en que habría cobrado importantes sumas de dinero por traficar con visas para un contingente de judíos austríacos hacia un hipotético viaje a Colombia que obviamente nunca se concretó.
Pero al mismo tiempo, escuchando todos y cada uno de sus argumentos, Murmelstein –quizás a pesar de Lanzmann mismo– se presenta como una figura en espejo del propio Eichmann. Y hasta utiliza alguno de sus mismos argumentos: se define como un hombre esencialmente práctico (con un Sancho Panza en contraposición al idealismo del Quijote), que hizo lo que tenía que hacer, con la máxima eficacia. Y según él, su misión como líder del gueto, era mantener la existencia de la fachada de Theresienstadt el mayor tiempo posible, a cualquier costo, porque su cierre hubiera implicado la deportación y ejecución de sus habitantes. “Mientras exista el Coliseo, existirá Roma”, ejemplifica Murmelstein con las cúpulas de la Ciudad Eterna a sus espaldas.
Pero Roma no es el único escenario de El último de los injustos. Más allá de este núcleo de archivo, Lanzmann viajó ahora a la pequeña localidad de Nisko, en Polonia (donde se intentó instalar el primer gueto), a Viena y a la propia Theresienstadt, donde lee en voz alta documentos de la época, haciendo hablar al pasado en los lugares del presente. Por eso sorprende que –por primera vez en su obra– Lanzmann incluya en su nuevo film materiales de archivo, a los que siempre consideró un anatema. Se trata de fragmentos de un film de propaganda nazi destinado a promocionar las bondades de Theresienstadt. ¿Por qué está aquí este material? Quizás por la misma razón que Murmelstein, en su momento, no fue incluido en el metraje de Shoah. Porque Murmelstein fue un sobreviviente. Y ese “sol negro”, como llama el propio Lanzmann a Shoah, era sobre los muertos, no sobre los vivos. Y ahora esas imágenes de hombres, mujeres y niños trabajando y jugando alegremente con una estrella de David cosida a su pecho vuelven a cobrar una extraña vida, gracias a esa usina de fantasmas que es el cine.
La misma incomodidad que provocan esas imágenes es la que causa Murmelstein. Y la riqueza de sentidos de El último de los injustos está justamente en esta paradoja: ni siquiera este monumento que exhuma ahora Lanzmann es suficiente para despejar la ambigüedad esencial de su personaje.
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