CINE › MARGARETHE VON TROTTA HABLA DE HANNAH ARENDT Y LA BANALIDAD DEL MAL
La directora de Las hermanas alemanas recurrió nuevamente a su actriz preferida, Barbara Sukowa, para encarnar a la filósofa alemana durante el juicio a Adolf Eichmann. “Era imprescindible filmarla pensando, porque a eso se dedicaba ella”, explica la cineasta.
› Por Isobel Klammer
“Me gustaría filmar la historia entera del siglo XX”, declaró alguna vez Margarethe Von Trotta (Berlín, 1942). Aunque sea una ambición obviamente difícil de cumplir, desde fines de los años ’70 la realizadora de Las hermanas alemanas (1981) se las viene ingeniando para, al menos, lograrlo de a pedazos. Von Trotta habló de la experiencia armada del post 68 en su film más conocido, del ideario socialista en la Europa de la Segunda Guerra (en Rosa Luxemburgo, 1986) y de la vida de los judíos alemanes bajo el nazismo (en Rosenstrasse, 2003). Tanto en las películas mencionadas como en el resto de su filmografía es notorio un segundo (o primero, según se mire) interés: el de estudiar la condición femenina a lo largo del siglo, incluyendo desde ya la contemporaneidad.
Todo ello reaparece en su film más reciente, Hannah Arendt y la banalidad del mal, donde la realizadora de Miedo y amor (1988) se ocupa de la célebre pensadora alemana durante el juicio a Adolf Eichmann. Ganadora de premios tanto en festivales como en el orden interno, tras su paso estelar por la reciente Semana de Cine Alemán, Hannah Arendt (tal el título original) se estrenará en la Argentina mañana. En el papel protagónico reaparece una vez más Barbara Sukowa, actriz favorita de Von Trotta, quien tras haber sido la terrorista de Las hermanas alemanas y la mismísima Rosa Luxemburgo, entre otros roles, tiene ahora a su cargo la nada fácil responsabilidad de darle un cuerpo y un rostro a una de las pensadoras más veneradas del siglo XX. “Desde un principio supe que no podía haber filmado Hannah Arendt con ninguna otra que no fuera ella”, asegura la realizadora de La promesa (1995), quien aquí se reúne con la Lola de Fassbinder por sexta vez en su carrera. “Antes de ponerse en la piel de Arendt leyó todos los libros que yo leí. Y puedo asegurarle que no fueron pocos”, afirma Margarethe Von Trotta sobre su actriz fetiche.
–¿Qué la hizo pensar en filmar una película sobre Hannah Arendt?
–Diez años atrás filmé una película llamada Rosenstrasse, que trataba sobre la vida de los judíos bajo el nazismo. En esa ocasión leí por primera vez Eichmann en Jerusalén. Pero sólo como material de consulta para la película, sin intención de tomar a Arendt como personaje. Me lo sugirió una amiga, pero no veía cómo hacer una película sobre una filósofa, alguien que se dedica a pensar. ¿Cómo se filma el pensamiento? Sin embargo, algo hacía que la idea siguiera dando vueltas en mi cabeza, por lo cual le consulté a Pam Katz, mi coguionista en Rosenstrasse y la posterior The Other Woman, si le parecía que la cosa se podía sacar adelante. A ella le entusiasmó mucho la idea. A partir de entonces fuimos probando, un poco por ensayo y error, qué eje podíamos darle al asunto.
–¿En qué consistieron esas pruebas?
–Primero nos planteamos empezar en el momento en que Hannah Arendt conoció a Heidegger, en el seminario de Marburgo, en 1924, y narrar su historia desde entonces hasta su muerte, en 1975. Pero allí comprendimos que la película se nos convertía en un biopic tradicional, que iba de un hecho significativo a otro: la huida de Alemania en 1933, la llegada a Francia, el ingreso a un campo de internados allí, el viaje a Lisboa junto a su marido y de allí a Estados Unidos, hasta su muerte. En esos saltos se nos perdía su condición de filósofa y escritora.
–¿Entonces?
–Entonces dimos con otra posibilidad, que nos pareció dramáticamente más provechosa: concentrarnos en los cuatro años que la ligan a Eichmann, desde cuando el Mossad lo secuestró en la Argentina hasta el momento en que Arendt publicó Eichmann en Jerusalén, que suscitó un amplio y encarnizado debate. Allí la teníamos solicitando al editor de The New Yorker ser enviada como corresponsal para asistir al juicio a Eichmann en Israel, la impresión que le causó verlo encerrado en una jaula de cristal y el regreso a Estados Unidos, donde escribió primero las crónicas para The New Yorker y finalmente el libro.
–De hecho, usted la filma pensando.
–Sí, era imprescindible hacerlo, porque a eso se dedicaba ella y por esa condición su nombre trascendió hasta el día de hoy. De sus propios escritos teníamos la descripción física de cómo pensaba: acostada sobre un sillón, mirando hacia el techo pero sin mirar, con los ojos cerrados y fumando. Así la mostramos, en dos o tres ocasiones.
–Daría la impresión de que Hannah Arendt fumaba más que el elenco completo de Mad Men.
–(Risas.) Sí, fumaba tanto como se ve en la película. Era una tabáquica compulsiva, y no tenía sentido que lo ocultáramos o dosificáramos. Tiene un poco que ver con la época, obviamente (la misma época que en Mad Men, de hecho) y también, creo, con ese carácter de “compañero del pensamiento” que el fumar tenía y en algunos casos aún tiene.
–Los otros momentos en los que se la puede ver pensando son en las escenas del juicio, cuando observa fijamente a Eichmann.
–Sí, en esos momentos no es que “puede leerse su pensamiento”, como suele decirse, pero sí puede leerse la intensidad de su pensamiento, que su concentración trasluce. A la vez, esa situación permite una comunicación a uno y otro lado de la pantalla, en tanto los dos, el espectador y ella, observan azorados una situación tan peculiar como ésa.
–Usted eligió mostrar a Eichmann sólo mediante fragmentos de archivo en blanco y negro, los mismos que usó el documentalista israelí Eyal Sivan para su film Un especialista. ¿En ningún momento barajó una alternativa?
–Siempre estuve segurísima de esa opción. De haber recurrido a un actor, lo máximo que habría podido obtener era el mayor grado de mimetismo posible. Ningún actor podría haber transmitido esa condición de “don nadie burocrático” con la que el propio Eichmann se definió.
–Heidegger aparece en flashbacks.
–Lo que no quería era entrar en la historia de amor, me parecía que eso habría representado un abaratamiento del material. En tanto ella como pensadora se forma a la sombra de Heidegger, si queríamos darle ese eje a la película, inevitablemente Heidegger debía aparecer en ese rol.
–Es interesante que ella defina en algún momento a Eichmann como alguien “incapaz de pensar”. En ese punto es lo contrario de Heidegger y de ella misma.
–Sí, y después está la cuestión de para qué sirve pensar, qué se puede hacer con el pensamiento, que es algo que frente a un filósofo que en sus comienzos hizo la vista gorda ante el nazismo necesariamente debe plantearse.
Traducción, edición e introducción: Horacio Bernades.
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