CINE › AUN EN SU EXCESO, UNA DE LAS MEJORES PELíCULAS DE SCORSESE
El lobo de Wall Street es una película atípica para el Hollywood de estos tiempos: desaforada, por momentos cercana al slapstick, con un tono sarcástico aun en sus momentos más dramáticos, lo nuevo de Scorsese está bien lejos de ser una fábula moral.
› Por Diego Brodersen
Y de pronto, sin previo aviso, Martin Scorsese regala la que tal vez sea su película más atrevida y estimulante en dos décadas. El lobo de Wall Street dista de ser un film perfecto: en sus tres horas de metraje conviven lo excelso, lo innecesario y lo raso. Pero hay pocas películas contemporáneas en el mainstream de Hollywood con el nivel de salvajismo y el ritmo que Scorsese, con 71 años recién cumplidos, le imprime a su último largometraje. El lobo de Wall Street es una película vital y móvil, por momentos agotadora, siempre imaginativa. Es, también, una suerte de relectura de Buenos muchachos y Casino sin tiros, deudora de la estructura de ascenso y caída de los films de gangsters clásicos, uno de los géneros más amados por uno de los realizadores estadounidenses más cinéfilos de su generación. Más allá de su origen literario –la novela autobiográfica del mismo título de Jordan Belfort–, el film deja de lado la descripción más clínica del submundo bursátil de Wall Street para contagiarse del frenesí de dinero, poder, drogas y sexo del protagonista, reservando el irónico corolario moral para los últimos minutos (otro resabio consciente de los crime films de comienzos de los años ’30).
Una de las primeras imágenes de El lobo de Wall Street encuentra a Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio, en su quinta colaboración con el director de Taxi Driver) a punto de consumir unos gramos de cocaína distribuidos prolijamente en el trasero de una mujer; en las cercanías de su ano, para ser más precisos. Un par de segundos antes, el mismo personaje lanza hacia un blanco, junto a un par de sus colaboradores, el más insospechado de los proyectiles: un enano de carne y hueso, un ser humano. Ese par de estampas desmesuradas pintan de cuerpo y alma a Belfort, un tipo carismático, irritante, desagradable, inteligente, autodestructivo, por momentos inhumano, frívolo, siempre extremo. Corte y flash-back a su primer día en una oficina de Wall Street, donde conoce a su mentor y gurú Mark Hanna (Matthew McConaughey), a quien superará con creces en ambiciones y excesos. Una temprana escena en un restaurante, en la cual Hanna le enseña a Belfort un canto indígena de origen incierto (metáfora de vaya uno a saber qué poderes ocultos) encuentra a Scorsese apretando el acelerador de la comedia y el disparate, la caricatura incluso. Hay en el film, más allá de sus aristas serias e incluso oscuras, un tono de farsa que nunca lo abandonará, incluso en sus momentos más dramáticos.
Tiempo después, cuando la caída por el tobogán resulta ineludible, Belfort y su compañero de ruta Donnie Azoff (Jonah Hill, el mayor acierto de casting de la película) serán los protagonistas de una secuencia antológica disparada por el consumo excesivo de pastillas de metacualona y que incluye caídas por escaleras, graves problemas de dicción y ahogamiento por fetas de jamón. Allí Scorsese se abandona por completo a la comedia slapstick, en una escena hilarante y patética, tal vez el símbolo máximo del tono de la película en su conjunto. Como una contracara o versión alternativa del Howard Hughes de El aviador, el multimillonario Belfort es asimismo otro símbolo del self-made man en su versión más abigarrada y pesadillesca. Belfort es también el Tom Powers de Enemigo público, el clásico de William Wellman de 1931, y el Tony Montana de De Palma, el sueño americano transformado en irresistible libertinaje: minas, autos, drogas, alcohol y todos los etcéteras imaginables. Pero, atención, aquí existe la posibilidad de obtenerlos a partir del deseo, la perseverancia y un buen speech de venta, sin violencia física ni muertes innecesarias. No casualmente la película se reserva una media docena de escenas en las cuales Belfort alienta y estimula a su tropa de corredores de Bolsa a “alcanzar sus propios sueños”, vendiéndole acciones desvencijadas al resto de la sociedad, a esa gran masa de losers.
Más allá de la excitante cadencia, siempre al palo, de sus 180 minutos (el montaje, nuevamente, es responsabilidad de la veterana Thelma Schoonmaker), de una notable banda de sonido que va de Howlin’ Wolf a Jimmy Castor, del no siempre prolijo entretejido de los papeles secundarios y las subtramas. Más allá de todo eso, ¿qué clase de espectáculo es El lobo de Wall Street? Martin Scorsese se cuida, y mucho, de no transformar la historia en una fábula moral. Porque, más allá de la aparición de un enemigo jurado de Belfort, el investigador del FBI interpretado por Kyle Chandler, receptáculo no sólo de la ley sino de la ética del ciudadano medio, el film no habilita posibles lecturas edificantes. O lo hace solamente a partir de un sarcasmo cercano al cinismo. Tampoco puede afirmarse que se celebre ese vale todo sostenido como dogma por el protagonista. Comedia de usos y costumbres, a fin de cuentas, la historia del joven ambicioso devenido millonario a partir de prácticas non sanctas es un espejo deformante donde se reflejan deseos e impulsos, un festín salvaje en el cual el espectador puede sentirse atraído y repelido, alternativamente o al unísono. Un regreso al Scorsese más desaforado y libre. No es poca cosa en una época donde el control de forma y contenido en el cine de gran presupuesto de Hollywood se acerca, en muchos casos, al conservadurismo liso y llano.
8-EL LOBO DE WALL STRET
(Estados Unidos, 2013)
Dirección: Martin Scorsese.
Guión: Terence Winter.
Fotografía: Rodrigo Prieto.
Montaje: Thelma Schoonmaker.
Duración: 179 minutos.
Con Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Margot Robbie, Matthew McConaughey, Kyle Chandler, Rob Reiner.
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