CINE › NICOLAS WINDING REFN, DEREK CIANFRANCE Y JEFF NICHOLS VIVEN EN LA RED
Ante una cartelera local cada vez más estrecha y concentrada, a veces no queda más remedio que buscar en la web aquellos títulos que nunca van a tener estreno local, como Only God Forgives, The Place beyond the Pines y la brillante Mud.
› Por Ezequiel Boetti
A los tres les bastó el estreno de sólo una de sus películas para atraer la atención de una cinefilia local que no perdió tiempo en catalogarlos como una correntada de aire fresco en la cada día más asfixiante y menos arriesgada cartelera comercial. Tanto que daba la sensación de que habían llegado para no irse jamás. Pero lo hicieron, convirtiéndose así en un grupo de onehit wonders a los que después del éxito y beneplácito crítico les llegó la más lisa y llana extinción. Esto, siempre y cuando uno se rija exclusivamente por los caprichos de los distribuidores locales y carezca de un manejo más o menos ágil de los distintos programas de descarga de Internet. Un googleo a vuelo de pájaro muestra que no sólo no han desaparecido, sino que siguen adelante construyendo filmografías robustas y, en la mayoría de los casos, con amplio reconocimiento en festivales y mercados foráneos. El receso veraniego es, entonces, una buena oportunidad para revisar las últimas películas –todas inéditas– de esas estrellitas aquí fugaces que son Nicolas Winding Refn, Derek Cianfrance y Jeff Nichols.
El primero es uno de esos casos en los que el reconocimiento es condena antes que bendición. Al menos en términos artísticos. Tanto que quizá ni siquiera debería estar en esta selección, pero el revuelo generado por el danés Nicolas Winding Refn hace un par de años amerita una excepción. Medianamente conocido aquí a fines de los ’90 con el lanzamiento en video de la primera parte de la trilogía Pusher, híper violento retrato de la vida de un lumpen de poca monta por las calles de Copenhague, el realizador pareció esfumarse de la exhibición nacional por más de una década. Hasta que irrumpió en la Selección Oficial de Cannes 2011 con Drive –premio al Mejor Director– y ahí sí, en marzo de 2012 debutó en los cines argentinos. Y no le fue nada mal, ya que cosechó más elogios que rechazos. Si a eso se le suma que cortó la nada despreciable friolera de 70 mil entradas y que para esas fechas se editó en DVD la desquiciada Bronson (2008), no era descabellado pensar que aquella historia de un parco conductor de autos que pone su talento al servicio de las huidas furtivas de los ladrones que lo contratan significaría el primero de varios títulos en la cartelera. Pero no: Winding Refn volvió el año pasado a la Croisette con Only God Forgives y aquí, en estas inhóspitas tierras australes, todavía ni enterados.
La omisión se debe, quizá, a que el danés redobla todas las apuestas de Drive, convirtiendo su opus nueve en más de lo mismo. Menos, en realidad, ya que donde antes había un núcleo narrativo concreto y bien construido, ahora hay un ejercicio de estilo vacuo y carente de sentido más allá de su imaginería visual y sonora. Situada en Tailandia, monopolizada por las luces de neón –allí está Gaspar Noé entre los agradecimientos para validar la filiación– y los sonidos con sintetizadores, y filmada en su mayoría mediante largos planos secuencia, Only God Forgives está motorizada por el deseo del mandamás de un club de kickboxing y traficante de drogas (Ryan Gosling) de vengar la muerte de su hermano. Hermano asesinado por el padre de una prostituta sub-18 que él mató, valga la aclaración.
El relato se completa con la aparición de la madre, interpretada por una Kristin Scott Thomas absolutamente desatada, y una suerte de “justiciero” local cuya principal característica es la portación de un sable con el que atraviesa cráneos como si fueran de manteca. Sangre a borbotones no habrá de faltar, entonces. Lo que falta viene por otro lado. Winding Refn construye un universo poblado de seres lacónicos, ominosos, exasperantemente inexpresivos y tan secos como ultraviolentos. Como en Drive se dirá. El tema es que allí había una motivación detrás de las acciones, una serie de porqués que justificaban sus particularidades. Aquí, en cambio, todos, salvo Scott Thomas, quien no se toma demasiado en serio el asunto, pululan traccionados por vaya uno a saber qué. ¿Un misticismo culpógeno y aleccionador? ¿El deseo de venganza? ¿La búsqueda de la absolución pregonada desde el título? Puede ser, pero da la sensación de que ni siquiera el propio director tenía demasiada idea qué quería hacer.
Se sabe que el espíritu de John Cassavetes campea a lo largo y ancho del cine independiente norteamericano, corporizándose con mayor o menor intensidad –y mejores y peores resultados– en gran parte de los exponentes producidos por fuera de los grandes estudios. Reconocido admirador de la obra del neoyorquino, Derek Cianfrance le rindió pleitesía en la demoledora Blue Valentine: una historia de amor, un relato acerca del descascaramiento de un matrimonio joven corroído por el paso del tiempo, la rutina y una incompatibilidad ontológica de sus integrantes (Ryan Gosling y Michelle Williams) que ni siquiera ellos podían entrever. Aquella película, estrenada aquí en junio de 2011, alcanzó un amplio reconocimiento internacional, comenzando con una lluvia de elogios en Sundance 2010 y llegando incluso a la meca de la industria gracias a una nominación al Oscar como mejor actriz para la Williams. El camino estaba allanado, entonces, para que Cianfrance volviera más pronto que tarde a las salas argentinas... Pero a casi nueve meses del estreno en su país de The Place beyond the Pines es momento de aceptar que, al menos por ahora, habrá que recurrir a métodos alternativos para saber si Blue Valentine fue pura casualidad, si efectivamente el tipo es un digno heredero de Cassavetes o si simplemente adoptó ese estilo por una mera funcionalidad narrativa.
A luz de los resultados, la última es la opción más acertada: lo primero que llama la atención de The Place... es el alejamiento formal y temático de Blue Valentine. Aquí la historia versa sobre un motoquero (Gosling, en su ¡tercera! mención en esta nota) que llega a una pequeña localidad neoyorquina con su show sobre dos ruedas. Hasta aquí todo es parte de su rutina, a no ser porque ahí vive una ocasional amante (Eva Mendes). Amante que hace poco tuvo al hijo de ambos, dicho sea de paso. No contento con las promesas e intentos de reinsertarse en la vida de ella, el conductor pone su pericia al manubrio al servicio de los afanos ultraveloces. Como en Drive, pero en beneficio propio. A esa situación le seguirá un golpe fallido, un posterior quiebre narrativo que no conviene adelantar y un salto temporal de quince años. Sólo vale decir que entrarán en escena un policía más bueno que Lassie (Bradley Cooper) y toda la corruptela institucional habida y por haber. Esta última encarnada en las figuras de un colega de armas siempre dispuesto a embarrarse en operativos callejeros (Ray Liotta, interpretando al enésimo hijo de puta de su carrera) y otro que, aún peor, lo hace desde la comodidad de un escritorio (Bruce Greenwood).
Es curioso lo que ocurre con el opus tres de Cianfrance. Al fin y al cabo, aquí estaban todos los elementos para hacer una de esas películas miserabilistas tan sabrosas para los paladares adeptos al cine confeccionado únicamente para mostrar lo horrible que somos los humanos: una historia trágica de largo aliento temporal y destinos entrecruzados, situaciones atadas a los arbitrios del guión, un microcosmos cargado de criaturas atribuladas por sus pasados y, consecuencia directa de lo anterior, la posibilidad latente de un desenlace que ponga las cosas en su lugar condenando y exonerando a quienes se crea necesario. Pero Cianfrance tiene el mérito de coquetear sin nunca dejarse caer, mostrando la espiral de casualidades inverosímiles con la firmeza, convencimiento, seguridad y aplomo de un narrador seguro de su materia prima, preocupándose además por la suerte de sus personajes imperfectos y culposos antes que por los valores que ellos encarnan.
Es, quizás, uno de los secretos mejor guardados entre los directores estadounidenses sub-40, un director de propuestas clásicas en sus premisas, sofisticadas en su forma y tersas en sus narraciones. Y que sabe muy bien de lo que habla. Basta ver la breve obra de Jeff Nichols y saber que nació en Arkansas hace 35 años para entender el conocimiento de causa que hay detrás de ese sur estadounidense tan profundo y vaciado de estereotipos –la dosis de la década está cubierta por La niña del sur salvaje–, como aquietado, compuesto por partes iguales de marginalidad, sacrificio y surrealismo. Su ópera prima fue Shotgun Stories, historia de un largo enfrentamiento entre dos familias que tuvo un paso brevísimo por la cartelera comercial en 2009, cosechando buenas críticas y comentarios. Le siguió Atormentado (2011), una película extraordinaria que radiografiaba el estado de situación de un mundo económicamente quebrado a través de la aparente locura de su protagonista, un laburante de la construcción interpretado por Michael Shannon en el papel de su vida. Premiada en la Semana de la Crítica de Cannes 2011, estuvo a un pelito de estrenarse en salas, hasta que finalmente recibió la palmadita en la cabeza por parte de su distribuidora con un lanzamiento en DVD. Era de esperar que la tercera fuera la vencida para que Nichols recibiera finalmente su justo reconocimiento, aunque por su presencia en esta selección el lector ya podrá intuir que no.
Estrenada en la Selección Oficial de Cannes 2012, Mud mantiene la geografía habitual de las películas anteriores del realizador, adosándole la significación iniciática propia del par de quinceañeros que la protagonizan. Quinceañeros que son de esos amigos que no se despegan nunca, capaces de hablar por radiocomunicadores después de haberse visto durante horas. En una de esas jornadas de vagabundeo descubren un barco en... la copa de un árbol. ¿Cómo llegó hasta allá? No se aclara y tampoco importa demasiado, ya que Nichols hibrida un realismo sucio, pero no estilizado, con un tono fabulesco, dándole a Mud el aire de aventuras adolescentes maximizada por la distancia temporal de quien narra. Es en ese sentido que se percibe una preocupación mayor por respetar a rajatabla la fascinación y sorpresa de un mundo virgen y listo para ser descubierto que por la lógica extemporánea de las situaciones.
Pero la “casita del árbol” no está desocupada. Allí vive un misterioso hombre autodenominado Mud (un Matthew McConaughey en cada película más digno de ver). Con el correr de los minutos se develarán los motivos de su presencia y las particularidades de un pasado oscuro cuyas consecuencias lo persiguen hasta el presente. La fascinación admirada de los chicos hacia él es instantánea, convirtiéndose así en un guía rumbo a las vicisitudes del mundo adulto. Mundo adulto que, sin embargo, aún está lejos de llegar. “¿Le tocaste las tetas?”, le preguntará uno al otro después de la primera cita con una chica un par de años mayor. “Sí, un poco”, responderá. Nichols narra con una progresión dramática admirable, tomándose el tiempo necesario para establecer las coordenadas de un relato cuyo tono terminará basculando entre la sordidez (habrá un grupo de hitmen dispuestos a volarle la cabeza a Mud) y la magia inocentona de una fábula de iniciación, convirtiendo a éste en el film más terso, amigable y fantástico (en el sentido más literal del término) de su carrera. Y todo parece indicar que seguirá por ese camino, ya que la sinopsis oficial de su próximo proyecto, Midnight Special, habla del recorrido de un padre e hijo después de que el primero descubra que el segundo tiene poderes especiales. Será cuestión de meses para saber si los resultados podrán cotejarse en una pantalla grande o habrá que volver a lamentarse frente a una computadora por aquel cine que no se ve como se debe no porque no se quiera, sino porque no se puede.
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