CINE › EL ADIóS A EDUARDO COUTINHO, UNO DE LOS GRANDES DOCUMENTALISTAS DE LAS úLTIMAS DéCADAS
El excepcional cineasta brasileño fue asesinado a puñaladas el pasado domingo. En sus documentales no se ponía en el lugar del inquisidor sino en el del investigador, para conocer a sus singulares personajes lo más a fondo posible.
› Por Horacio Bernades
Es una noticia francamente espantosa la de la muerte de Eduardo Coutinho, uno de los grandes documentalistas de las últimas décadas. Y no solamente de Brasil. Nacido el 11 de mayo de 1933 en San Pablo, Coutinho fue hallado asesinado el domingo 2 de febrero, en su departamento del residencial barrio carioca de Lagoa. Asesinado a puñaladas, se informa. Asesinado a puñaladas por su hijo, se sospecha. El hijo, de 41 años, padece de esquizofrenia y tiempo atrás ya había intentado asesinar a su madre por esa misma vía. Un horror, una muerte como de otro mundo, de otra película, para alguien que hizo del cine ya no una forma de conocimiento sino de creación en común. En común con sus entrevistados, que más que eso eran, en sus películas, contertulios.
El primer aviso de que Coutinho era un gran documentalista tuvo lugar a mediados de los ’80, con el que a la larga sería uno de sus films más reconocidos, Cabra marcado para morrer. Reconocidos en otros países, nunca en éste: la Argentina tiene el dudoso privilegio de no haber estrenado ni uno de sus catorce documentales. En el momento de consagrarse con Cabra marcado..., este hombre –que a sus anteojos de marco grueso sumó, a partir de determinado momento, distintivos cabellos y barba blancos– venía de batallar dos décadas enteras en cine y televisión. En cine, los primeros tiempos se ganó el pan con los guiones de películas como la sátira negra A falecida (León Hirszman, 1965), el musical de ocasión Garota de Ipanema (Hirszman, 1967) y hasta la mismísima Doña Flor y sus dos maridos (1976), de la cual fue uno de tres coescritores.
El camino de la televisión lo dirigiría en forma más directa hacia el futuro que las tres películas de ficción que dirigió en la segunda mitad de los ’60 (“No reniego de ellas, pero creo que soy un mediocre cineasta de ficción”, decía), ya que lo que Coutinho hizo desde mediados de los ’70 y durante una década para TV Globo fue filmar reportajes televisivos. Su primer largo documental (Theodorico, Imperador do Sertâo, 1978) presenta ya las que serían, hasta el final de su carrera, sus virtudes más salientes. Virtudes poco frecuentes, por cierto: el vacío que deja su muerte es de esos que no se llenan. El tal Theodorico no es la clase de personaje con la que uno simpatizaría en los papeles: un terrateniente del nordeste, donde la gente más pobre muere con la sequía. Sin embargo, Coutinho lo filmó sin que se advirtiera (aunque la hubiera) una toma de partido previa. No se trata de ponerse en el lugar del inquisidor sino en el del investigador, que busca conocer a su personaje lo más a fondo posible.
“Lo interesante es siempre el otro”, afirmó esta suerte de Lacan sin pretensiones de gran teórico ante Página/12, cuando llegó a la Argentina en 2009 para presentar Moscú en el DocBsAS. “Lo que me diferencia de otros directores es que no hago películas sobre los otros sino con los otros”, parafraseó en alguna otra ocasión, y fue en Cabra marcado para morrer (1984) donde esa “política del otro” se explicitó por primera vez. La filmación de Cabra... había comenzado veinte años antes, en 1964, pero el golpe militar de ese año le impidió continuar. Sus protagonistas eran campesinos combativos del nordeste, y la razón de la interrupción fue muy sencilla: varios de ellos fueron detenidos por la milicada, así como integrantes del equipo de rodaje. Algunos fueron torturados y asesinados.
Testarudo como buen taurino, diecisiete años más tarde, Couti-nho volvió a la región, con la intención de restablecer el contacto con sus antiguos compañeros y campesinos. En el momento en que el cineasta llegó a la aldea, una de las protagonistas, viuda de un activista asesinado, estaba en la clandestinidad y bajo nombre falso. Couti-
nho siempre fue de horadar la piedra, lenta pero persistentemente. En ese caso, al punto de convencer a la mujer de reasumir, en cámara, su verdadera personalidad. Es un momento culminante de “realidad ocurriendo en la película”, una de las razones por las cuales puede considerarse a Coutinho, sin reticencias, un cineasta genial. Algo semejante sucedió en sus films posteriores, desde Santa Marta: duas semanas no morro (1987, uno de los primeros documentales filmados dentro de una favela) hasta su última película, la sublime As cançôes (2011, vista en el Bafici 2012). “No me interesan los temas”, dijo a Página/12 esa tarde en el bar La Paz, donde eligió el reservado para fumadores, para despuntar el vicio sin protestas ajenas. “Los temas son siempre generalizaciones, y yo escapo de eso. Me interesa lo singular: una persona singular, una familia singular, un lugar singular. Que esa persona, esa familia y ese lugar funcionen como metonimias.”
Para personas singulares, pocas como los protagonistas de Edifício Master, una de sus obras maestras. El edificio Master es uno de los más icónicos y populosos de Copacabana. Lo que hizo Coutinho, junto a su camarógrafo y su sonidista (equipos mínimos, una clave para que la gente filmada no se sienta invadida), fue tocar el timbre, piso por piso y departamento por departamento. Lo atendían, explicaba que estaban filmando un documental, pedía permiso para entrar y se sentaba a charlar con los vecinos de lo que surgiera en el momento. En la charla los oía cantar, los veía disfrazarse ante cámara o ponerse a bailar: los cariocas son, se sabe, gente histriónica. Personajes singulares son también las actrices de Jogo de cena (2007), algunas amateurs y otras profesionales, todas actuando ante cámara la misma escena, en un escenario teatral.
O la gente anónima de As cançôes, convocada a cumplir la más simple de las premisas: cantar a cámara su canción favorita. Lugares singulares, que sólo Coutinho parecía poder visitar sin caer en miserabilismos, paternalismos o agendas previas: las favelas de Santa Marta... y también de Babilônia 2000 (2000), el basural de Boca do lixo (1992), la lejana aldea nordestina de la extraordinaria O film e o principio (2006), también sostenida, como tantas películas de Couti-nho, en la conversación. No en la entrevista, que se basa fatalmente en la disparidad entrevistador-entrevistado. Tampoco en “cabezas parlantes”: lo que habla en sus películas no son cabezas sino cuerpos, y aquello que los rodea.
El inolvidable Coutinho recuperó para el cine el arte de la charla como ejercicio de comunión. Desde ya que no en el sentido religioso sino en el más material imaginable. Tan material, que uno de sus documentales llegó a filmar lo más tabú que hay en el mundo del arte: el pago del cachet acordado al actor-no actor. Ese documental es Santo Forte, de 1999, donde volvió a una favela para investigar, en esa ocasión, la religiosidad de sus pobladores, del pueblo brasileño, si se le da crédito a su convicción de que todo personaje o lugar son metonimias, representaciones a escala de una realidad mayor.
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