Viernes, 7 de febrero de 2014 | Hoy
CINE › THE GRAND BUDAPEST HOTEL ABRIO AYER LA COMPETENCIA OFICIAL DEL FESTIVAL ALEMAN
La nueva película de Wes Anderson, con un elenco nutrido de estrellas, varias de las cuales se pasearon por la alfombra roja, está inspirada en textos del vienés Stefan Zweig, pero tiene el mismo espíritu lúdico de toda la obra del director de Vida acuática.
Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín
Si hay algo difícil para un festival de cine –y cuanto más grande, como la Berlinale, mayor el desafío– es encontrar su película de apertura, aquella que sirva para dar el necesario puntapié inicial, pero sobre todo para sentar el tono de los días que vendrán, un film capaz de entusiasmar no sólo a la gente de cine (críticos, productores, distribuidores), sino también a funcionarios, políticos, sponsors y, last but not least, al público en general, que en las galas de apertura suele estar atento a la alfombra roja y al desfile de estrellas. Y la 64ª edición del Festival Internacional de Berlín no podía haber encontrado una película más apropiada que The Grand Budapest Hotel para su inauguración, que se llevó a cabo en la fría noche de ayer en el Berlinale Palast, iluminado de arriba abajo como un gigantesco árbol de Navidad.
Con un elenco coronado de nombres famosos, muchos de los cuales se dieron cita ayer en Potsdamer Platz –Ralph Fiennes, Bill Murray, Tilda Swinton, Edward Norton, Jeff Goldblum, Léa Seydoux, Willem Dafoe y Bob Balaban–, la nueva película del director estadounidense Wes Anderson tiene la originalidad, el ingenio, el buen humor y el virtuosismo visual que suele caracterizar a toda su obra (sin ir más lejos, Moonrise Kingdom, su película inmediatamente anterior, que hace dos años sirvió de apertura en Cannes). Pero para Berlín –una ciudad y un festival que han hecho de su ubicación en el mapa una cuestión de importancia geopolítica– el film de Anderson, tal como sugiere su título, tiene un valor adicional: el de abarcar como territorio espiritual a la vieja Mitteleuropa, con la que Berlín y la Berlinale siempre han sostenido una relación de privilegio.
El hecho de que el film esté inspirado en textos y relatos del vienés Stefan Zweig (1881-1942) no hace sino enriquecer esa relación. Poeta, novelista, biógrafo y periodista, Zweig escribió la parte más significativa de su obra durante la llamada Belle Epoque, los dorados años ’20, y ése es también el momento histórico que Anderson abraza para llevar adelante este delicioso divertimento, pleno de acción y movimiento, pero sobre todo rebosante de personajes e historias, que se van enhebrando unas con otras sin solución de continuidad, convirtiendo a The Grand Budapest Hotel en una inmensa máquina narrativa.
El nombre del hotel y el título de la película, por ejemplo, no remiten necesariamente a Hungría sino a la imaginaria república de Zubrowka. Y, dentro de ella, a un reconocido centro de aguas termales y su elegantísimo hotel en las montañas, dominado por Gustav H. (Fiennes), un conserje legendario tanto por sus conquistas amorosas entre viejas damas de la alta sociedad como por su espíritu noble y aventurero. Esas aventuras, en las que lo acompaña un botones joven e intrépido, son narradas a su vez por un escritor británico (Jude Law), que las escucha de primera agua del propio botones ya anciano (interpretado por F. Murray Abraham). En esos relatos, hay una anciana misteriosamente asesinada (Swinton), su hijo maligno y codicioso (Adrien Brody), su temible guardaespaldas (Dafoe), un abogado excesivamente escrupuloso (Goldblum) e infinidad de mayordomos, conserjes, policías y hasta convictos en fuga, todos detrás de un testamento y un cuadro robado, e interpretados por una miríada de famosos entre quienes se cuentan Harvey Keitel, Mathieu Amalric, Bill Murray, Edward Norton, Saoirse Ronan, Jason Schwartzman, Tom Wilkinson y Owen Wilson.
Pero claro, como siempre en Anderson, lo que se impone en primer lugar es su imaginario visual, esa cruza de arte pop con una estética naïf que aquí aparece particularmente enriquecida por la necesaria influencia del Art Nouveau (o Jugendstil, como prefieren por aquí) que impone la época y que el diseño de producción de Adam Stockhausen y el vestuario de la legendaria Milena Canonero exacerban hasta límites insospechados. Desde Los excéntricos Tenenbaum hasta Moonrise Kingdom, pasando por Vida acuática y Viaje a Darjeeling, Anderson se ha caracterizando por crear mundos propios, que parecen salidos de esos libros infantiles con figuras coloridas en relieve. Casi de más está decir que en ese aspecto The Grand Budapest Hotel lleva esa tendencia a su apogeo, haciendo del hotel del título una suerte de gigantesca casa de muñecas en la que sus figuras atraviesan distintas épocas y períodos históricos.
Porque además del esplendor del Grand Budapest a fines de los años ’20 y comienzos de los ’30, sus habitantes superan también la anexión del hotel por parte de un ejército fascista muy parecido a los nazis. Y luego de esa Anschluss, padecen la tristeza y el abandono típicos del período postcomunista en Europa del Este, con sus respectivos cambios estéticos. Hay, es innegable, algo del humor ácido y desencantado con que Billy Wilder (por ejemplo en Uno, dos, tres) solía ver los vaivenes políticos del mundo. Pero si hubiera que buscar un símil para The Grand Budapest Hotel no sería exactamente una película ni un director sino un concepto, como cuando Orson Welles se encontró por primera vez con la maquinaria de Hollywood y dijo que se sentía como un niño con su flamante tren eléctrico. Ese espíritu lúdico es el que impera por sobre cualquier otra consideración en la nueva, encantadora película de Wes Anderson, que anoche inauguró con el pie derecho la competencia de la Berlinale.
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