CINE › AL DOILEA JOC, DE CORNELIU PORUMBOIU, ES PARTE DEL FORUM DE CINE JOVEN
El último film del gran director rumano reproduce el VHS de un partido de fútbol importante dirigido por el padre del cineasta, con los comentarios actuales de ambos. Y a pesar del subtexto político, adquiere no sólo una rara cualidad hipnótica, sino también estética.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín
En una charla informal, el director del Forum del Cine Joven de la Berlinale, Christoph Terhechte, contaba que durante una de estas noches había sido convocado de urgencia por una de las muchas salas del festival, ante la presunción de que la copia de una de las películas de su programación estaba fallada. “Es una de las peores pesadillas que uno puede tener, pero por suerte no había ninguna falla o error: simplemente se trataba de... una película del Forum”, reía Terhechte, consciente de la radicalidad muchas veces extrema de su sección del festival. Todo un mundo en sí mismo dentro de la Berlinale, el Forum reúne medio centenar de films de los formatos y orígenes más diversos (incluso algunos que escapan a lo que tradicionalmente se le llama “cine” y se cruzan con otras artes, alojados en el llamado Forum Expanded), pero con un denominador común: la búsqueda y el riesgo estéticos como primeros motores.
No es otra cosa lo que pone en práctica el gran director rumano Corneliu Porumboiu con su nueva película, Al doilea joc (El segundo juego) presente por derecho propio en el Forum. Porumboiu quizá sea el director más reconocido de su país y de su generación: fue ganador de la Cámara de Oro en Cannes por su extraordinaria ópera prima Bucarest 12:08 (2006), premiado nuevamente en Cannes por su segundo largo, Policía, adjetivo (2009) y celebrado en el Festival de Locarno del año pasado por Cuando cae la noche sobre Bucarest o Metabolismo (adquirida afortunadamente para su distribución en la Argentina). El cineasta trajo al Forum de la Berlinale el que sin duda es su trabajo más sencillo y, a la vez, más audaz hasta la fecha.
El material de base (de esos que ponen nerviosos a los operadores de una sala de cine) es una vieja cinta VHS copiada de la televisión rumana y la película dura exactamente 90 minutos, que no es otra que la duración completa del partido de fútbol que quedó registrado en ese tape. Pero para Porumboiu –y, por carácter transitivo, para el espectador– no se trata de un partido cualquiera: es el clásico que disputaron los dos equipos más importantes de Rumania, el Steaua y el Dinamo, el 3 de diciembre de 1988 y que tuvo como árbitro nada menos que al padre del director, Adrian Porumboiu.
Lo que ve el espectador no es otra cosa que ese partido, jugado a tribunas llenas apenas un año antes de la caída de régimen de los Ceausescu, bajo una increíble cortina no ya de hierro sino de nieve, que hace casi imposible ver por dónde circula la pelota. Pero lo que se escucha no es el audio original con el relato de aquel momento, sino los comentarios que hacen ahora el padre y su hijo, no sólo de lo que significó para cada uno de ellos ese partido, sino también quiénes eran realmente los jugadores y cómo era posible para el árbitro Porumboiu (y se supone para la sociedad toda) mantener la normalidad y el equilibrio en esas circunstancias políticas. Todo en una charla serena, franca, distendida, sin pretensiones de ningún tipo, en la medida en que mucho de lo que se comenta tiene que ver con las circunstancias del partido en sí mismo: si fue o no fue falta, si allí debió haber sacado la tarjeta amarilla, si el partido finalmente debió haberse jugado en esas condiciones meteorológicas, lo que hace de El segundo juego una apasionante incursión en el modo potencial.
Aunque las voces de padre e hijo ni siquiera lo mencionan, lo primero que se alcanza a distinguir detrás de la espesa capa de nieve que cae sobre el estadio es que la mayoría de los espectadores viste distintos uniformes, lo que habla de un país literalmente militarizado. Luego, esa peculiaridad empieza a cobrar sentido cuando, de la manera más casual, sin el menor énfasis, los Porumboiu recuerdan que esos equipos estaban integrados respectivamente por cuerpos del ejército rumano por un lado y, por otro, por miembros de la Securitate, la temible policía secreta del régimen. De ahí la charla salta, también como la cosa más normal del mundo, a las amenazas que ante partidos de esa envergadura (los únicos que verdaderamente contaban en la Rumania de aquella época) sufría el árbitro Porumboiu, quien por cierto tenía categoría internacional y llegó a dirigir en algún campeonato mundial. “Me presionaban de ambos bandos, sabían todo de mí, de mi familia y de mi vida privada, pero eso en definitiva no era malo, porque ambos equipos sabían que el otro había hecho lo mismo y yo entonces estaba en condiciones de ser ecuánime”, dice Porumboiu padre como quien recuerda una contingencia cualquiera, menor, de su pasado. Y su impecable arbitraje –con una marcada tendencia a la ley de ventaja, para hacer fluir el juego– no hace sino confirmarlo.
Porumbiou hijo, por su parte, no se priva de analizar cómo está filmado el partido, con cuántas cámaras, y qué elige o no encuadrar el director de la emisión. Y con la ayuda de su padre llega a algunas conclusiones muy reveladoras, como cuando descubren un uso sistemático del “fuera de campo”: cada vez que los jugadores se trenzan en alguna riña, la cámara, rápida, invariablemente, enfoca las tribunas en vez de acercarse a los hechos. “Es que en el período comunista el deporte era sinónimo de camaradería y juego limpio, y no se le podían mostrar esas peleas al público”, le explica el padre a su hijo.
La paradoja del caso es que, a pesar de tanto texto y subtexto político, el partido –y por lo tanto el film– finalmente va adquiriendo no sólo una rara cualidad hipnótica, sino también estética. Como reconocen tanto el padre como el hijo, a pesar de provenir de la nomenklatura, los jugadores son sorprendentemente buenos y juegan no sólo con garra, sino también con una increíble habilidad en un campo de juego imposible, completamente cubierto de nieve, lo que le da al partido una cierta cualidad abstracta, casi fantasmal. Pero a pesar del dinamismo de los equipos que –como si tuvieran esquíes– llevan la pelota de un arco al otro en cuestión de segundos, el partido sin embargo termina sin consecuencias, cero a cero. “Parece una de mis películas, ¿no?”, le comenta irónicamente el hijo a su padre, a quien uno no supone precisamente un fan de su cine. “Es largo... y no pasa nada.”
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