CINE › POMPEII. LA FURIA DEL VOLCAN, DE PAUL W. S. ANDERSON
› Por Ezequiel Boetti
¿Qué sucedería si a las intrigas y tensiones de poder de Game of Thrones se le adosara el gigantismo grasoso y atómicamente destructivo de Roland Emmerich, todo maridado en la ligereza romántica de una de esas películas presentadas por Virginia Lago en Telefe, para luego servirlo con la seguridad narrativa de los mecanismos del género péplum? El resultado sería un plato multicolor parecido a Pompeii. La furia del volcán. O Pompeii, tal es su nombre original. El subtítulo local es uno de los actos de mayor explicitud argumentativa de los últimos años. Al fin y al cabo, se sabe que Pompeya fue aquella ciudad del Imperio Romano –hoy cercana a Nápoles– destruida por el flujo de lava ardiente después de la erupción del Vesubio hace poco menos de dos mil años. Pero ojo porque el film de Paul W. S. Anderson, reconocido por sus trabajos como guionista y/o director de la saga gamer Resident Evil, hace de ese hecho histórico anunciado un elemento dramático secundario pero latente durante más de una hora para focalizarse inicialmente en los comportamientos interesados de la clase gobernante. Hasta que lo latente deviene en manifiesto y, ahí sí, a romper todo. Dos películas al precio de una, entonces, es la oferta del día.
El volcán estalló en el año 79 d.C. El film, sin embargo, comienza diecisiete años antes, cuando un ejército romano al mando de un general malísimo (un Kiefer Sutherland felizmente pasado de rosca) apela al supuesto alzamiento de una comunidad celta para descabezar a todos y cada uno de sus integrantes. Salvo a Milo, quien se salva gracias a una perspicacia poco habitual para un pibe de diez años. La maniobra es casi perfecta, a no ser porque alguien se aviva y lo pone como esclavo. Ya adulto, Milo (Kit Harington, el hijo bastardo del clan Stark en... Game of Thrones) es trasladado a Pompeya en una diligencia encabezada por la hija del líder local, quien le echará un ojo al súbdito cuando éste demuestre una particular ternura para romperle la cabeza a un caballero herido (¡!). Justo a esa ciudad, y justo en ese momento, llega un flamante senador del emperador. Senador que es, claro, aquel mismo militar que mató a la madre del protagonista años ha y que está allí para cualquier cosa menos para hacer amigos.
“Algunos no están de acuerdo con el acueducto para modernizar la ciudad”, dirá el mandamás local (Jared Harris, el finado socio británico de Mad Men) para justificarle al funcionario el escaso apoyo popular ante su llegada. La frase es, además, un síntoma de que el arco narrativo de la primera hora estará marcado no sólo por la supervivencia del esclavo devenido gladiador en la arena, su creciente empatía con un camarada, que irá de posible verdugo a mejor amigo, y los acercamientos con su interés romántico, sino también por los comportamientos vaciados de motivaciones heroicas de los líderes. El resultado es, entonces, un film que campeará entre el revanchismo de Milo y una suerte de “thriller épico-político”, en la línea de las adaptaciones televisivas de los libros de James R. Martin. Eso sí, todo más lavadito, menos espeso. “¿Para qué complicar las cosas si todo terminará importando poco y nada cuando ruja la Tierra?”, habrá pensando Anderson. La media hora final es hija dilecta del cine de destrucción masiva de El día después de mañana y 2012, una proliferación de efectos visuales deliberadamente artificiales y construidos a puro CGI, con los edificios cayendo como castillos de naipes, cientos de piedras calientes agujereando e incendiando lo que encuentren a su paso e incluso un tsunami. Y en medio de todo, ella y él almibarando la tragedia con sus promesas de amor eterno.
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