CINE › “EL COFRE DE LA MUERTE”
Johnny Depp vuelve a estar a sus anchas, en una secuela excesiva pero divertida.
› Por Horacio Bernades
(Pirates of the Caribbean: Dead Man’s Chest) EE.UU., 2006.
Director: Gore Verbinsky.
Guión: Ted Elliott y Terry Rossio.
Fotografía: Dariusz Wolski.
Intérpretes: Johnny Depp, Orlando Bloom, Keira Knightley, Jack Davenport, Tom Hollander, Stellan Skarsgärd, Bill Nighy y Jonathan Pryce.
Divertida e interminable. Si hubiera que definir en sólo dos palabras la segunda parte de Piratas del Caribe, ésas serían las indicadas. Con dos horas y media de duración, varias líneas narrativas superpuestas, distintos centros de atención y subtramas que proliferan tanto como los ojos falsos de Johnny Depp en una de las escenas más divertidas, El cofre de la muerte parece pensar a su espectador como consumidor bulímico. Así, la película semeja un tenedor libre en el que predominaran pulpos y otras especies marinas (y en el que la comida ha pasado por los necesarios controles de calidad), en el que no se corre riesgo de indigestión. Pero sí de esa característica sensación de vientre hinchado, tras haber comido de más.
Retomando la historia donde la primera parte la había dejado y con Geoffrey Rush reapareciendo en la última escena para habilitar la tercera entrada, El cofre de la muerte construye también un espectador cautivo, al que le convendrá haber visto La maldición del Perla Negra si no quiere perderse. Espectador que estará firme frente a la pantalla el 24 de mayo de 2007, día fijado (¡con casi un año de antelación!) para el estreno argentino de la tercera pata de la trilogía. Los 200 y pico de millones recaudados en Estados Unidos en sólo 15 días colocan a la segunda parte de Piratas del Caribe como record histórico de taquilla, y dan testimonio de que el cautiverio funciona. Cautiverio feliz, al cabo, ya que –a diferencia de la algo agobiante Cars y la marmórea Superman regresa– El cofre de la muerte no da tanto como promete, sino más aún.
Todo comienza cuando la huesuda belleza de Elizabeth Swann (Keira Knightley) y el siempre apático Will Turner (Orlando Bloom) están por celebrar su boda ante los ojos del papá de ella, el gobernador de la Isla de Tortuga (Jonathan Pryce, asomando una vez más por debajo de la ensortijada peluca cenicienta). Allí hace su aparición Lord Cutler Beckett, perverso funcionario al servicio de la Corona (Tom Hollander), que impide la consumación del matrimonio y, de paso, echa a los novios a las mazmorras. Beckett pondrá en libertad a Will, para que vaya en busca del piratón de Jack Sparrow (Johnny Depp, otra vez en su salsa). Y para que obtenga de él cierta brújula que, por más que ande como el traste, apunta en la dirección correcta. La dirección de cierta llave que permite abrir un arcón lleno de doblones de oro. Si así pelado el esquema argumental parecería imitar la búsqueda del tesoro de algún programa de entretenimientos, es el relleno lo que le da cuerpo a El cofre de la muerte. O los rellenos, más bien, porque eso es lo que sobra.
Entre ellos debe contarse al propio Sparrow, de característico andar bamboleante (más que en Keith Richards, Depp parece haberse inspirado en los tacones y manitos alzadas de Katey Sagal, protagonista de la versión original de Casados con hijos). Bamboleante por el ron, por el cuelgue y las peripecias que le toca vivir. Incluyendo su secuestro a manos de una tribu de aborígenes que, convencidos de que se trata de un dios, se lo piensan engullir enterito. Y también están los tripulantes del “Perla Negra”. Sobre todo el del ojo de vidrio y su amigo, lúmpenes barbudos y roñosos que gustan de enfrascarse en inesperadas disquisiciones filológicas. Y la bruja vudú a la que en un momento consultan. Y otra tripulación, la del Holandés Errante, que tiene la peculiaridad de ser todos mutantes, con abundancia de tentáculos y viscosidades y especial destaque para el departamento de maquillaje y para el británico Bill Nighy, que le puso a Davy Jones (capitán de ese buque fantasma) una dicción cristalina, pausada y temible.
Teniendo en cuenta que otro de los atractivos principales es un monstruo marino llamado Kraken, pulpo gigante que en un par de ocasiones surge de las profundidades, parece absolutamente coherente que el relato se caracterice por su forma tentacular, hecha de mil brazos móviles, flexibles y proliferantes. Se deben haber divertido con esos retorcimientos los guionistas Ted Elliott y Terry Rossio (los mismos de Shrek y de la primera parte) y al director, Gore Verbinsky, se lo nota aquí más diestro y consolidado, menos apurado que en La maldición del Perla Negra. Sin un minuto ni un plano en el que no ocurra de todo –y con una muy divertida escena de espadachines, a bordo de una rueda gigante que no para de andar–, no puede dejar de observarse que El cofre de la muerte hubiera sido mucho más redonda de no haberse enfrascado su productor, Jerry Bruckheimer, en un juego de sumas y repeticiones que termina dando por resultado una buena media hora de más, con la pila de incidentes que ese tiempo extra presupone.
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