Jueves, 31 de julio de 2014 | Hoy
CINE › UN LARGOMETRAJE COMPUESTO POR RETAZOS Y RECUERDOS
En la ópera prima de Wahrmann, una simple excusa argumental es el origen de un racimo de líneas emocionales y políticas. De a poco, y casi sin que el espectador lo note, el director introduce la cuestión de los desaparecidos durante la dictadura militar brasileña.
Por Diego Brodersen
“Avanti Popolo” (o “Bandiera rossa”, en su versión original) es una canción transformada en himno de batalla por los comunistas italianos de comienzos del siglo XX. Asimismo, es el título de un film israelí dirigido por Rafi Bukai en 1986, en el cual –en el que tal vez sea su momento más surrealista– un imposible quinteto de soldados israelíes y egipcios entona algunas de sus estrofas en medio del desierto, sobre el fin de la Guerra de los Seis Días. Tanto esa composición musical como la película en cuestión son citadas sobre el final de Avanti Popolo, ópera prima homónima de Michael Wahrmann compuesta, en parte, por fragmentos y retazos de canciones, películas (de Patton a diversas home movies) y, como se verá, también de recuerdos. Nacido en Uruguay, Wahrmann fue criado y educado en Israel y actualmente reside en Brasil, multiculturalismo que se ve reflejado en los estratos reales y ficcionales del film, donde una simple excusa argumental (un hijo que regresa a vivir con su padre luego de una separación matrimonial) es el origen de un racimo de líneas emocionales, sensoriales y políticas.
Avanti Popolo es una película extremadamente frágil, muy difícil de “vender”, particularmente en el esquema de exhibición actual. No se trata de un documental, tampoco es una ficción en todo derecho, y entre sus múltiples niveles de reflexión (que lo acercan a la idea del film ensayístico) hay lugar también para el humor y el retrato cotidiano. Luego de una secuencia a bordo de un automóvil que presenta, en formato radiofónico (la voz del locutor es la del propio Wahrmann), una serie de grandes hits del folklore y la canción política y de protesta latinoamericana –de Waldemar Henrique a Quilapayún, pasando por Daniel Viglietti– el film se acomoda en uno de los sitios que permanecerá más tiempo en pantalla: el living de la casa del Padre, de quien nunca se conocerá el nombre. Un ámbito algo cochambroso, de muros poblados por manchas de humedad y sillones ajados y polvorientos, que será encuadrado por el realizador en un plano general rigurosamente fijo. Hasta ese lugar llega André, el hijo, con cierto aire de fracaso a cuestas, que quizás no hace más que reflejar cierto tono de derrota (personal, generacional, política) que puede apreciarse en la mirada que el film tiene sobre el presente. Una derrota sorda, parcial incluso, pero incuestionable.
Que el encargado de darle vida al personaje del Padre sea el realizador Carlos Reichenbach, uno de los representantes más importantes del fenómeno de Boca do Lixo en el San Pablo de los años ’70 y ’80 y un cineasta que supo teñir de política la usualmente ligerísima pornochanchada, le otorga a Avanti Popolo otra clase de resonancias cinematográficas (Reichenbach, desafortunadamente, falleció poco tiempo después del rodaje de este film). Pero esas referencias no son necesarias –mucho menos indispensables– para comprender y apreciar las intenciones de Wahrmann, quien de a poco, y casi sin que el espectador lo note, introduce la cuestión de los desaparecidos durante la dictadura militar brasileña. El otro hijo, a quien el Padre nunca ha podido olvidar (su cuarto cerrado es mudo testigo de ello), ese hijo que viajó a la Unión Soviética para nunca más regresar, se transforma en el vértice más relevante de Avanti Popolo, el espíritu que sobrevuela los recuerdos, libros, discos y películas acumulados en esa habitación donde ya no entra la luz del sol. Memorabilia que es, a la vez, memento mori.
Hay otros personajes dando vueltas en el film: un vecino siempre dispuesto a ayudar, una eventual compañera de espera en la parada de ómnibus, un taxista dueño de la que parece ser la mayor colección de CD de himnos nacionales del mundo. También un “loco lindo” (o un genio visionario, cada espectador tendrá sus propias ideas al respecto) que repara el viejo proyector Súper 8 que André encuentra en la casa de su padre, junto a unas viejas latas de películas caseras. Como si se tratara de un utopista del found footage, ese personaje, fundador y único miembro del Dogma 2002, declara la muerte del viejo cine y anticipa que el nuevo sólo podrá crearse en base a material previamente filmado, reelaborado a partir del doblaje. Sobre el final, Avanti Popolo confirma su estatus de película-palimpsesto con la imagen del hijo perdido proyectada sobre la pared descascarada. A él se les suma, en una nueva capa fantasmal, el Padre, quien confiesa ya no poder ver nada más, y el hermano, súbitamente mudo. Entre el dolor y el deseo, sin reivindicaciones torpes ni olvidos convenientes, el pueblo, canta Wahrmann a cappella, sigue adelante.
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